El 16 de enero de 2015, nueve días después de que los hermanos Kouachi, dos terroristas islamistas nacidos en Francia, entrasen en la redacción del periódico satírico Charlie Hebdo y asesinaran a nueve de sus trabajadores, se produjo uno de esos momentos que actúan como bisagras de la historia. En Pontoise, al noreste de París, se celebraron las exequias de Charb, carismático dibujante y director de la publicación. Entre los amigos que tomaron la palabra se encontraba el líder del partido de izquierda La Francia Insumisa (LFI), Jean-Luc Mélenchon. “Fuiste asesinado por nuestros enemigos más antiguos, más crueles, más constantes, más obtusos: los fanáticos religiosos, imbéciles sangrientos, que vociferan desde siempre”, proclamó. También habló de “laicidad ridiculizada” y de los “laicistas burlados” que su amigo defendía. “Gracias, camarada”, sollozó roto. Diez años después todo ha cambiado radicalmente y Mélenchon es uno de los grandes enemigos de la publicación y de esa idea de laicidad que presidió las exequias y que ha funcionado como columna vertebral de la República desde 1905.
Los atentados de 2015 en Francia, incluyendo los de la sala de conciertos Bataclan, donde fueron asesinadas 130 personas, los de un supermercado judío donde murieron otras cuatro, o el de Niza al año siguiente, donde 86 víctimas mortales fueron atropelladas por un camión, dejaron una herida en Francia por la que se desangra lentamente esa idea de laicidad. Justo el mismo día de la masacre en Charlie Hebdo se publicaba Sumisión (Anagrama, 2015), de Michel Houellebecq, que imagina una Francia bajo el mando de un presidente musulmán que llega al poder gracias al apoyo de todos los partidos unidos contra el Reagrupamiento Nacional. La portada de la revista del día de los atentados estaba precisamente ocupada por las profecías de Houellebecq y todo aquello, en el fondo, constituyó la grieta por la que comenzaría a resquebrajarse también la izquierda francesa, formando dos universos “irreconciliables”, en palabras del entonces primer ministro, Manuel Valls.
En la olla del debate público llevaban años hirviendo símbolos religiosos como el velo, algunos asuntos identitarios como la nacionalidad (la discusión sobre su revocación por acto de terrorismo ha calentado los ánimos) y también una multitud de temas cotidianos, desde los menús sin cerdo en los comedores escolares, hasta el asiento que un conductor de autobuses públicos podía negarse a ocupar si una mujer se había sentado allí, pasando por el pañuelo de una madre acompañante en las salidas escolares. El único hilo conductor era el islam. Y los atentados de 2015 endurecieron las posturas, especialmente en algunos sectores de la izquierda. Pero ¿cómo se llegó hasta aquí?
Una ley radical (para 1905)
La ley sobre la laicidad, aprobada en 1905, fue una expresión de modernidad legal que emanaba de la Revolución Francesa y ponía límites al catolicismo y a una Francia que los Papas habían considerado “la hija mayor de la Iglesia”. Era tan radical para la época que el país rompió relaciones con el Vaticano, que asistía asustado a la persecución de algunos curas por vestir sotana. Pero la realidad fue acomodando una norma que ayudó a articular los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad, y terminó en el primer artículo de la Constitución en 1946. Como explica al teléfono el politólogo Patrick Weil, autor de De la laïcité en France (de la laicidad en Francia, sin edición en español), “la religión tiene dos dimensiones: una individual y una colectiva como organización, que pretende organizar la sociedad. Un Estado democrático liberal debe hacer respetar la libertad de los individuos. En realidad, esta ley permite conciliar esas dos dimensiones. El conflicto actual nace de la ignorancia”.
La ley bascula sobre sus dos primeros artículos. El primero protege el derecho a creer, a expresar la fe. El segundo mantiene que la religión y el Estado deben estar separados, y que existe también el derecho a no creer y a blasfemar: el artículo sobre el que siempre pivotaron publicaciones como Charlie Hebdo. De esa neutralidad del Estado, pero también de la protección de cada religión, surge la prohibición de mostrar signos religiosos en las escuelas —en las universidades es posible al ser los estudiantes mayores de edad— o por parte de funcionarios públicos. “En Francia el derecho al culto está extremadamente protegido”, subraya el escritor Frédéric Martel, autor de Sodoma, poder y escándalo en el Vaticano (Roca Editorial, 2019). “Durante la pandemia lo primero que se reabrió, antes que los colegios, fueron las iglesias, mezquitas y sinagogas”.
Canadá o Inglaterra, a diferencia de Francia, creen que permitir las expresiones religiosas en espacios públicos favorece la integración. Pero la neutralidad es el único velo que cubre la República, donde hay más de 6,8 millones de musulmanes, el 10% de la población (el islam es la religión que más crece y más se practica). Muchos países aplican una idea parecida, ya sea a través de leyes o en su constitución, aunque el nivel de aplicación varía. Según Henri Peña-Ruiz, autor entre otros libros de Dios y Marianne. Filosofía de la laicidad, el laicismo galo ni es tan radical ni tan francés: “Es una leyenda promovida por sus adversarios. Atatürk dio derecho de voto a mujeres en 1934 en un país musulmán como Turquía. Creó el laicismo, separó el islam y el lugar del culto del Estado. Es cierto que hoy Erdogan está intentando destrozarlo. Pero en Turquía hubo laicismo”. También recuerda en que Thomas Jefferson, tercer presidente de EE UU, pidió crear un muro entre la Iglesia y el Estado, y que la Constitución Española sostiene que ninguna religión tiene carácter estatal.
¿Opresión o libertad?
Un grupo de filósofos, profesores y personajes de la sociedad civil liderados por Laurent Bouvet, viejo militante socialista, crearon en 2016 el movimiento de la Primavera Republicana. Este movimiento recibió el apoyo de un amplio sector del Partido Socialista, como el propio Manuel Valls, actualmente ministro de Ultramar, o su actual secretario general, Olivier Faure. Uno de los cofundadores es Gilles Clavreul, ex director Interministerial de la lucha contra el racismo y el antisemitismo, que considera que renunciar a la defensa de la laicidad es “una trampa mortal” para la izquierda. “Estamos en un momento en el que todo cambia de sentido. Hoy que la izquierda quiere regular internet, la derecha se pretende defensora de la libertad de expresión. Es el mundo al revés”.
Los atentados de Charlie Hebdo tuvieron otra derivada que endureció el debate. El viernes 16 de octubre de 2020, un hombre armado con un cuchillo apareció a media tarde ante el Collège du Bois-D’Aulne, de Conflants-Sainte-Honorine, municipio de 35.000 habitantes al noroeste de París. Primero, preguntó a los alumnos por el profesor Samuel Paty y después le siguió en dirección a su casa. El hombre, un checheno de 18 años, le atacó con el cuchillo y le decapitó. Luego, fotografió el cadáver y subió la imagen a la red social X con un mensaje dirigido a “Macron, el dirigente de los infieles”. “He ejecutado a uno de tus perros del infierno que han osado rebajar a Mahoma”, decía. ¿El motivo? Días antes, el profesor había mostrado en clase unas caricaturas de Mahoma y había hablado del caso del semanario satírico. Una alumna musulmana se lo contó a su padre, que corrió a decírselo a un predicador integrista, quien a su vez terminó envenenando el ambiente con mentiras y una campaña de odio digital.
La herida volvía a sangrar. Y Macron, como acostumbra en los momentos solemnes, enarboló el día de su funeral de Estado un discurso republicano y emotivo para evocar el valor sagrado de la laicidad en Francia. “Continuaremos, profesor, esta lucha por la libertad y la razón, de la que usted es ahora el rostro. Porque en Francia, profesor, las Luces nunca se apagan”, prometía en referencia a la razón y la Ilustración. “Defenderemos la laicidad. Y la libertad que enseñabas tan bien. No renunciaremos a caricaturas ni a las ilustraciones”.
Sin embargo, hay una izquierda en Francia que observa este viejo principio como una forma de opresión contra los musulmanes y ha dejado en manos de la derecha —como sucede en España con la Constitución— el patrimonio de esa idea fundacional. El filósofo Henri Peña-Ruiz cree que hay una gran amenaza a este principio, pero no es mayoritaria. “Decir que es una manera de estigmatizar a parte de la población es una tontería: es justo lo contrario”, ya que ha permitido acoger “a personas que vienen de tradiciones muy variadas, alejadas de las religiones dominantes, como islam, judaísmo o catolicismo”. En su opinión, “el problema procede de los islamistas, que buscan imponer su concepción de la religión”. Y añade que “una parte de la izquierda tiene una visión compasiva de los musulmanes, como si fueran pobres gentes a las que se persigue. Claro que hay racismo, y antisemitismo…, pero no de la mayoría de la población”.
El giro de la izquierda
El 11 de enero de 2015, la manifestación más grande de Francia desde la Liberación recorrió todo el país. Cuatro días después de la masacre islamista del 7 de enero que diezmó parte de la redacción de Charlie Hebdo, más de cuatro millones de personas marcharon con carteles de “Je suis Charlie”. Pero las protestas subrayaban a la vez un enorme problema: ¿quién demonios era Charlie?
Muchos sociólogos y politólogos se dieron cuenta de que entre esos cuatro millones de personas faltaban los jóvenes de las banlieu (el extrarradio), a menudo musulmanes marginalizados. El demógrafo Emmanuel Todd lo resumió así en Qui est Charlie (¿quién es Charlie?, sin edición en español): “Millones de franceses se precipitaron a las calles para definir como necesidad prioritaria de su sociedad el derecho a escupir sobre la religión de los débiles”.
Y eso era también una oportunidad. Mélenchon echó de menos en las elecciones presidenciales de 2017 unos 600.000 votos para alcanzar la segunda vuelta. Decidió buscarlos entre la juventud y los barrios populares, donde vive una parte de los franceses de origen africano y de donde surgieron también una buena parte de sus nuevos diputados. Martel analiza lo que considera un razonamiento electoral: “Mélenchon pensó que los votantes de la izquierda se habían convertido en las clases acomodadas y que era muy complicado hablar a las populares. Así que miró el mapa y se dio cuenta de que quienes se ocupan hoy de la limpieza, de repartir comida, de las reparaciones en los talleres y fábricas, u obreros en paro son, esencialmente, inmigrantes de segunda o primera generación. Debía dirigirse a ellos, pero no tenía muchos temas: el poder adquisitivo, la crítica a Israel… y, por supuesto, la crítica a la laicidad convertida en islamofobia y discriminación”.
La idea caló. Y una cierta izquierda sintonizó con ese discurso. ¿Por qué? El sociólogo e historiador de las religiones Jean Baubérot añade contexto al teléfono: “Lo que es una opresión es enfocar solo la laicidad respecto al islam y que la gente, generalmente a la derecha, tenga una posición muy diferente en este asunto respecto al catolicismo, como el ministro del Interior, Bruno Retailleau. Hay una izquierda que se moviliza contra eso, contra la desigualdad en la aplicación de ese laicismo. Prohibir el velo a las madres que van a buscar a sus hijos al colegio, como ha pedido Retailleau, va contra la laicidad. Los espacios que no representan al Estado son lugares de libertad de conciencia: el Consejo de Estado así lo dictamina. Y esa izquierda lucha contra la perversión del concepto de laicismo, que esconde una tendencia antimusulmana y que querría hacer del catolicismo otra vez la religión nacional”.
Una idea que comparte la diputada de La Francia Insumisa Farida Amrani. Musulmana y nacida en Marruecos hace 48 años, considera que “los valores de la laicidad consistían en subrayar que todos somos iguales para vivir juntos en paz; la religión debía estar en el círculo privado y el Estado tampoco podía interferir en las creencias de los individuos. La escuela laica, que hizo de mí lo que soy hoy, era eso. Pero desde los atentados, incluso algo antes, comenzó una desviación de este principio. Hoy es un instrumento de islamofobia. Para ellos, cuando se habla de laicidad es simplemente para estigmatizar a los musulmanes. A nadie más se le aplica con esa severidad”. Pero la teoría de la islamofobia no es un dogma compartido por todos los políticos musulmanes. Karim Bouamrane, alcalde socialista de Saint-Ouen, una de las banlieues parisienses, defiende en conversación telefónica una visión más matizada. “Se confunde mucho la laicidad con la islamofobia. Y eso comenzó a ocurrir en los atentados de 2001 en Nueva York. El Frente Nacional consideró que era una ocasión de encontrar un chivo expiatorio. Y la consecuencia de eso, en lugar de poner por delante la República unida e indivisible, fue el intento de separar a la gente en función de su pertenencia religiosa. Los primeros fueron los musulmanes, tal y como los judíos lo habían sido antes”. En su opinión, eso produjo “un cierre de filas identitario” y “un miedo al principio de la laicidad”.
El resultado es un amargo cóctel de dudas, desconfianza y un rencor que escuece como la sal en la herida abierta hace 10 años en Francia. Martel lo resume de esta forma: “Para muchos musulmanes es difícil entender la laicidad. A diferencia del secularismo, que es muy claro, es más compleja. Muchos se preguntan por qué se prohíben discursos homófobos o contra las mujeres. Por qué te castigan si eres antisemita pero, en cambio, te autorizan a criticar al Profeta y a burlarte de él. La gente de los barrios no lo entiende. Hay directores que explican que algunos alumnos les preguntan por qué se hace un homenaje a Samuel Paty y no a las víctimas de Gaza. Y es muy difícil de explicar. La respuesta, claro, es que Gaza no es Francia. Pero se crea un movimiento de hostilidad y de agravio comparativo difícil de gestionar”. Quizá tanto como aquella idea abstracta de que toda Francia fuera Charlie ahora hace 10 años, cuando algunos franceses comenzaron a perder su fe en la laicidad.