Era la última vez que hablamos y él lo sabía. Antes había dicho: “Eternidad es una palabra muy grande. Pero todo es posible. Lo imposible no existe. Las cosas que son imposibles hoy tal vez mañana sean posibles. El derecho de cada ser humano es ser libre y responsable”. En aquel día invernal de 2023, estaba decepcionado y argumentó: “Este es el peor momento de la historia. El más desesperanzador. ¿Cómo es posible? Lo que está en juego es la habitabilidad del planeta. El futuro de los niños.”. Federico Mayor Zaragoza —nonagenario, padre de tres hijos, bisabuelo de cinco biznietos a los que él junto a Cheles, su esposa, ha cuidado— fue bandera de paz y educación para mucha gente, y se ha ido el jueves a los 90 años de edad.
Por eso ese último día donde hizo la entrevista, estando en su casa cercana a Madrid, acababa de empezar a organizar el futuro y a dejar ir. Su archivo estaba al mínimo porque la mayoría de los documentos y libros estaban ya en la Universidad de Granada, de la que fue rector. Su gesto, casi siempre afable, fue sustituido por otro regio, más duro. Cuando no queda tiempo solo queda tiempo para lo importante. Cinco minutos antes, Mayor Zaragoza había interrumpido nuestra conversación para hablar con alguien de la Unesco. “Educar es aprender a estar en la vida”, dijo. Después, habló de la brújula que guio su vida y la cultura de paz, que es su gran legado. Cambiar la frase “si vis pacem, para bellum —”si quieres la paz, prepárate para la guerra”— por otra frase: “Si vis pacem para verbum” —”si quieres la paz, prepara la palabra”—.
“El mundo está en una cultura de guerra y hay que cambiarla por la cultura de paz. Cultura es lo que rige las decisiones diarias de cada persona”. Él lo expresaba en cada conversación y en la última vez que nos vimos también, porque sabía a conciencia qué es una semilla y que el único cambio posible ante la amenaza del futuro es el de poner a trabajar las ideas que sustentan las palabras. “Al fin y al cabo, este podría ser también el mejor momento para dar el cambio”, afirmó.
Federico Mayor Zaragoza —farmacéutico de formación, becario en Óxford, ministro de Educación en la Transición, exrector de la Universidad de Granada, introductor de la prueba del talón para bebés en España, cómplice del premio Nobel Severo Ochoa, uno de los fundadores del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa, director general de la Unesco…— fue también gran lector y poeta, y procuró sembrar en cada persona palabras capaces de operar en ella un cambio radical, convertirla en “libre y responsable”.
En esa entrevista repitió la frase que corona su despacho: “Lo hicieron porque no sabían que era imposible”. Las palabras lo acompañaron. También las de Nelson Mandela, a quien visitó en la cárcel, donde estuvo 26 años, “solo por tener piel oscura”. “Mandela me dijo que la cultura de paz podría lograrse cuando las mujeres tomaran también las decisiones, porque ellas solo usan las armas de forma eventual”. Y es que Mayor Zaragoza puso la mayor parte de las decisiones importante en manos de mujeres. También la cultura de paz, su gran apuesta de vida, cuya gran batalla también libró en Naciones Unidas otra mujer, Nina Sibal, en 1999. Y lo consiguió. Mayor Zaragoza cenó con ella para celebrarlo. Un mechón de su cabello cayó en la sopa. “¿Por qué?”, preguntó Zaragoza. “Tengo cáncer”. Sibal murió 20 días después del encuentro.
La cultura de paz ha vivido y vive amenazada. Pero Mayor Zaragoza enfocó sus últimas décadas de vida en expandirla y denunciar los intereses armamentísticos que empujan la guerra. Hasta el último momento. “La historia está llena de milagros. En los ochenta, Mandela en Sudáfrica. “El prisionero Mandela salió de la cárcel y, en vez de vengarse, terminó con el racismo en Sudáfrica”, me dijo. Mayor Zaragoza ha sido y es bandera de la paz para miles de personas.
Al despedirse, antes de cerrar la puerta, Mayor Zaragoza llamó a su esposa, Cheles. La miró. “He intentado hacerlo bien, aunque a veces no he estado mucho en casa. Pero ha estado ella, que es mi compañera. Ella. ¡Qué suerte he tenido!”, exclamó.
La puerta se cierra. Pero él sigue adelante. Las personas grandes jamás paran. “No importa las veces que caigas, sino las que te levantes”, me aseguró. “La vida es inverosímil. ¿Por qué no iba a serlo la muerte? Si alguien me demostrara que Dios existe o, por el contrario, que no existe, me destrozaría. Lo único que me importa es el don supremo de la libertad”.