El orden geoeconómico internacional salido de la II Guerra Mundial lleva años desintegrándose, y la segunda Administración de Donald Trump en Estados Unidos, que comienza dentro de 15 días, le dará la puntilla. Hace ya tiempo que EE UU se ha ido desentendiendo de ese orden creado en torno a las reglas y a las instituciones de Bretton Woods y la Organización Mundial del Comercio (OMC), a medida que este se alineaba cada vez menos con sus intereses. La reticencia del Congreso estadounidense a apoyar los aumentos de capital del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial ha sido uno de los principales impedimentos, desde el inicio de este siglo, para el aumento de su capacidad de acción, condenando a estas instituciones casi a la irrelevancia. De manera similar, EE UU ha incumplido cada vez más las reglas de la OMC y ha bloqueado desde 2016 el proceso de renovación de los miembros de su consejo de apelación, anulando de esta manera su efectividad y legitimidad.
El primer Gobierno de Trump (2017-2021) fomentó el uso de aranceles por motivos no relacionados con el comercio internacional, y el Gobierno del presidente Joe Biden no solo no ha retirado esos aranceles, sino que ha reforzado y ampliado esta dinámica. El abundante uso de las sanciones, y su énfasis en la reorientación del comercio y las cadenas de suministro en función de las alianzas geopolíticas, en lugar de en función de la eficiencia económica, abre una falla profunda en el paradigma conductor de la globalización. El retorno de Trump a la Casa Blanca tan solo amplifica estas tendencias, apoyado esta vez por los oligarcas del sector tecnológico. Es nacionalismo económico, anunciado de manera clara, sin tapujos: America First. Que nadie se sorprenda en los próximos meses.
Es un contexto geoeconómico de rivalidad de grandes potencias, una guerra fría económica que enfrenta a EE UU contra China y que deja al resto del planeta, incluyendo a Europa, expectante, sin saber muy bien cómo gestionar esta división. Es un levantamiento de barreras económicas a base de aranceles y sanciones, un juego de suma cero donde lo que ganan unos lo pierden los otros y se da marcha atrás en el proceso de desarrollo global. Y es un contexto geoestratégico de redefinición de áreas de influencia, donde el frágil equilibrio de Oriente Próximo se descompone, donde EE UU se quiere desentender de manera evidente de Europa para enfocarse en Asia, y donde el eventual proceso de paz para terminar la guerra de Ucrania, cuando llegue, deberá ser gestionado por una Europa con liderazgos débiles y recursos escasos.
La situación encuentra a Europa además dividida, afectada por ese pecado original que le lleva a siempre preocuparse más del cumplimiento de sus reglas y procedimientos internos que de reaccionar de manera ágil a los cambios de paradigma. Europa era uno de los principales beneficiarios de la globalización y de la apertura económica, atraía flujos de comercio y de capital a cambio de una regulación eficaz y solvente, y se beneficiaba del paraguas de seguridad estadounidense para ahorrar en defensa y sanear sus cuentas fiscales. Pero, muy a su pesar, ese mundo ya no existe. Se arriesga, como bien ha alertado Mario Draghi, a caer en una lenta agonía.
Frente a esta Europa desorientada, una China con un mercado interno de un tamaño imposible de ignorar, enfocada de manera decisiva en ser líder global en los sectores punteros y en ser autosuficiente en recursos naturales. China cuenta con un potencial militar similar al estadounidense, controla de manera directa o indirecta una gran parte de las cadenas de suministros globales, y ha preparado su economía para enfrentarse a las nuevas maniobras de la segunda Administración Trump. Completa el cuadro el llamado Sur Global, ese conjunto de países antaño llamados emergentes cada vez más resilientes macroeconómicamente y con capacidad de elegir alianzas, en muchos casos de geometría variable, como muestran, por ejemplo, la cuidada neutralidad de India o la ambigüedad de México y Brasil a la hora de negociar tanto con China como con Estados Unidos.
Este es el tablero geoeconómico donde se jugarán las partidas de los próximos años: cada uno a lo suyo. Si los países europeos siguen comportándose con mentalidad de país pequeño y dando prioridad al control nacional —como Francia con su oposición al acuerdo UE-Mercosur, o Alemania con su negativa a una política industrial europea— se condenarán a ser espectadores en lugar de actores y a recibir las migajas económicas sobrantes. Europa debe actuar unida: lo hizo frente a la pandemia y no hay excusas válidas para no volverlo a hacer. Si hay que cambiar las reglas y procedimientos europeos, se cambian, para eso está la política y el liderazgo. Evitemos los tremendos errores de la era de Angela Merkel, dejando que el tiempo pase para ver si hay suerte y los problemas se arreglan solos mientras Alemania va por su cuenta.
Es la hora de que Europa pase a la acción, abandone la excesiva prudencia y asuma más riesgos para poder crecer más, elimine las barreras al mercado único para ser competitivos globalmente, y cree una verdadera defensa europea. La partida empieza ya.