Cuando pienso en frases de cine quiero creer que las que me han dejado más huella son “lo que hacemos en esta vida tiene su eco en la eternidad”, “va a necesitar un barco más grande”, “abre la compuerta, HAL”, “no hay nada como el olor del napalm por la mañana”, “que la Fuerza te acompañe”, “sácame de encima tus apestosas patas, sucio mono” o “Tora, Tora, Tora”. Pero en realidad la que me viene siempre a la cabeza es: “¿Está usted tratando de seducirme, señora Robinson?” (oh, oh, oh, hey, hey, hey). Me ha marcado desde que vi El graduado (1967) a mediados de los setenta en el ya desaparecido cine Savoy del Paseo de Gràcia de Barcelona en compañía de un grupo de amigos de los que solo recuerdo a Carlos Trías, probablemente porque él, algo mayor que el resto de nosotros, también estaba en el umbral de decidir qué hacer con su vida (fue farmacéuticas no plásticos) y sus padres le habían regalado un Seat 850 Sport Coupé (blanco). Ese coche era lo más parecido que teníamos por aquí al Alfa Romeo 1600 Duetto Spider rojo que le obsequian sus progenitores al acabar la carrera a Benjamin Braddock (Dustin Hoffman), el graduado del título (y valga la frase), precisamente.
Es difícil hoy dar la medida de lo que supuso para algunos de nosotros, apenas al final de unas adolescencias tardofranquistas, esa película de Mike Nichols que nos dio la vuelta como un calcetín —aunque la imagen icónica sea de una media y la pierna correspondiente, en la que nos enmarcamos—, trastocando todos nuestros valores y nuestra (tan ingenua) forma de ver el mundo. Poniéndonos estupendos, fue El graduado nuestro Bildungsroman de celuloide, envuelto en la música de Simon & Garfunkel de forma que es difícil no visualizar una colchoneta cuando escuchas The Sound of Silence. Benjamin, que venía de Harvard, Yale y Columbia aunque tan perdido como nosotros en la UAB, se enreda en un vacío existencial pre hippy que no despeja el que sus padres le regalen un equipo de buceo para probarlo en la piscina de su casa en Los Ángeles, arpón incluido, en vez de las obras completas de Hermann Hesse. Dicho esto, yo aquel día no entendí nada, o, mejor dicho, lo entendí todo al revés. Me pareció absurdo que Dustin Hoffman se liara con una amiga de sus padres. Repasaba mentalmente todas las amigas de mis propios padres y no se me ocurría ninguna con la que no se me pusieran los pelos de punta al imaginar decirles: “¿Está usted tratando de seducirme, señora X?”. Quizá la única era Maria Luisa F., suizo alemana y a la que en casa se la relacionaba con la red de antiguos nazis instalados en España, lo que me morbeaba, aunque sin duda yo desconocía entonces la palabra morbo tanto como el uso del liguero. Maria Luisa me regalaba libros de la Segunda Guerra Mundial, entre ellos los de Cornelius Ryan y Armagedón y QB VII de Leon Uris y tenía una forma muy sugestiva de decir “Auf Wiedersehen” cuando se marchaba con su pastor alemán, Otto.
En todo caso, yo salí de El graduado pensando que Katharine Ross era la chica de mi vida y desplegué por ella un amor imposible como solo lo he tenido —circunscribiéndonos a lo virtual— por Françoise Hardy, Dominique Sanda y Valérie Kaprisky. En la escena de la bicicleta de Dos hombres y un destino (que traté de reproducir llevando en el manillar de la mía a alguna amiga, con resultados pésimos) sufría unos ataques de celos terribles con Paul Newman, que ya es tontería. Katharine (mi primera Katharine antes de la de El paciente inglés) me sedujo como no lo hizo su madre. ¡Dios, qué enamorado estaba de la cándida Elaine, y cómo me indignaba que Benjamin / Dustin la ninguneara al principio y se la llevara incluso a un club de estriptis donde a ella le caían unos grandes lagrimones ante la humillación que maculaba su candor. Con el tiempo todo aquello lo he relativizado. Más aún al saber que Dustin Hoffman que encarnaba al inmaduro Benjamin de 20 años (cumple 21 durante la historia) tenía en realidad 30, y Katherine Ross, que hacía de Elaine de 19 contaba en realidad 27, mientras que Anne Bancroft que interpretaba a la señora Robinson (que le dice a Benjamin que le dobla en edad), tenía solo 36 años, es decir únicamente 9 años más que la que hacía de su hija. Hay que ver cómo nos ha mentido el cine. Katharine Ross, que tiene ahora 84 años y a nadie se le ocurriría llevarla en el manillar de la bicicleta, se ha casado cinco veces, lo que te hace pensar que aquella boda agitada del final de El graduado la debió marcar de algún modo.
En fin, decía que con los años he ido modificando mi consideración de la película. La señora Robinson, que la primera vez me pareció una bruja, cada vez me ha ido resultando más interesante, mientras que Elaine ha ido perdiendo puntos por sosilla. La última ocasión en que vi la peli, recientemente, me sorprendí descubriendo que Bancroft es lo más interesante de la película y probablemente lo mejor que le habrá pasado en la vida a Benjamin. El otro día pillé por casualidad en el Re-Read de Atocha en Madrid la novela que dio pie a la película, El graduado, de Charles Webb, de 1963, en la edición de Círculo de lectores de 1975, y su lectura me ha confirmado el protagonismo de la señora Robinson, de la que por cierto nunca se da su nombre, aunque se menciona en el libro que empieza por G, y Webb reveló luego que se llama Glenda —en la adaptación teatral que se hizo en 1998, con Kathleen Turner (!), le pusieron Judith—. La novela, que se lee muy bien, es exactamente igual a la peli, con lo que te cuestionas qué diablos hicieron los guionistas Calder Willingham y Buck Henry, excepto concretar que el “deportivo italiano” que le regalan a Benjamin es un Alfa Romeo y encarnar el segundo al conserje del Hotel Taft que se las hace pasar canutas al inexperto chico en las primeras citas con la señora Robinson preguntándole si lleva equipaje. Hasta los diálogos, tan buenos, los sacaron directamente de la novela. En la página 21 tienes el inmortal “señora Robinson —preguntó él volviéndose—. ¿Intenta usted seducirme?” (hay diferentes versiones de la frase según las traducciones, yo uso, siempre que tengo la oportunidad, “¿está usted tratando de seducirme, señora Robinson?”, lo que invariablemente hace arquear cejas.
Los pasajes de Benjamin con la señora Robinson son lo mejor de la novela, como de la película. La entrada de ella en el cuarto del chico durante su fiesta de bienvenida es notable. Aparece con un vaso y el bolso en la mano y dice que pensaba que era el aseo. “La señora Robinson llevaba un vestido verde brillante con el escote muy bajo y una aguja prendida sobre uno de sus prominentes senos”. Benjamin le manifiesta su inquietud existencial, que no dejará ya de ir en aumento. La Robinson le pide que la lleve a casa (el momento en que le lanza las llaves del Alfa Romeo al acuario es de la película). Y cuando el joven lo hace le revela que es neurótica, exalcohólica y que su marido tardará en llegar. Benjamin, que es tonto pero no tanto, le suelta entonces lo de si no estará intentado seducirlo. Lo que ella confirma preguntándole si no quiere bajarle la cremallera del vestido. Y aquí viene otra línea fenomenal en la que resuenan Melville y todos nuestros deseos y temores: “Preferiría no hacerlo, señora Robinson”.
La novela incluye algunas cosas que no recuerdo yo en la película como que tras ese primer intento de seducción, Benjamin se marcha a recorrer mundo y hablar con “gente sencilla y honrada, con labradores, con chóferes de camión, con gente ordinaria que no habite en mansiones lujosas ni tenga piscina” (igual sí que le han regalado El lobo estepario y Demian). Pero vuelve a las tres semanas tras participar en la extinción de un incendio forestal en el condado de Shasta. Dice haber “lavado platos, limpiado carreteras, y charlado con vagabundos, borrachos y fulanas”. Y dos días después, supongo que tras descubrir que no es Martin Eden, Peter Camenzind o Jack Kerouac (como nos ha pasado a tantos), decide empezar sus relaciones con la señora Robinson.
La escena en la habitación del hotel (en la que la peli sigue al pie de la letra la novela, exceptuando el torpe primer beso que le da él mientras ella aguanta en la boca el humo del cigarrillo que está fumando y que no está en el libro) muestra de manera muy realista hasta qué punto los tíos primerizos podemos ser patosos e inexpertos. Cuando ella le dice, zanjando las dudas del joven por la directa, “voy a desnudarme” y él le contesta “¿quiere que me quede aquí?”, es antológico. “Luego se despojó del portaligas, y las medias cayeron al suelo” (esa gran imagen icónica, como las marcas en la morena piel de Anne Bancroft, aunque la pierna del cartel no es de la protagonista, que no estaba el día de la sesión de fotos, sino de ¡Linda Gray!, la Sue Ellen de Dallas). Y Benjamin suelta: “Quizá pudiéramos hacer cualquier otra cosa… como por ejemplo… ir a un cine”. Unas frases de Benjamin en las que se juntan el deseo, la culpabilidad y el miedo a no estar a la altura, sentimientos y emociones que ella conjura con su experiencia, y revelándonos de paso fragmentos de su vida, que es muy interesante.
Alguien ha escrito que la señora Robinson es el mayor ejemplo de harakiri emocional del cine”
Y es que a diferencia de Benjamin, y no digamos de Elaine (“Soy una muchacha sencilla y nada sofisticada”), la señora Robinson tiene un pasado, y una historia que contar. Se casó a la fuerza con su marido, al que no ama y con el que hace cinco años que no duermen juntos, al quedarse embarazada (de Elaine) en un coche (el tonto de Benjamin le pregunta la marca: era un Ford); estudiaba Arte, que tuvo que dejar para convertirse en el ama de casa sin esperanzas que ha devenido y en una mujer desengañada a la que nadie entiende. El padre de Benjamin le dice a este en la novela, en un momento de rara confidencia: “Ella no es gran cosa como persona, nunca habla mucho, ni hace esfuerzos para mostrase sociable, (…), terriblemente guapa —reconoció su padre, mirando la alfombra unos minutos—; pero no es una persona honesta, Ben”. Y añade: “Tiene un temperamento retorcido. No creo que haya distinguido nunca entre bien y mal, como nos lo enseñaron a nosotros”. Cuanto más lees la novela y ves la película, más te interesa la señora Robinson, a la que Bancroft le da esa formidable riqueza de expresiones y esa magnífica aura de clarividente desilusión y de derrotada certeza. Alguien ha escrito que la señora Robinson es el mayor ejemplo de harakiri emocional del cine. Por impedir que Benjamin se líe con su hija (su línea roja) es capaz de destruir todo su mundo de una manera tan terrible y definitiva como aparentemente absurda. Donde en Benjamin resuena Hesse en ella lo hacen Camus y Cioran. En uno de sus encuentros amatorios, el joven le pide charlar, ajeno a la evidencia de que ella lo hace todo el rato con su actitud y su piel. Pero él necesita más, ya está aprendiendo que saber es una forma de poseer. Afortunadamente no le pregunta por sus anteriores amantes, ese error tan masculino.
Y la historia va avanzando inexorablemente hacia su conflicto y desenlace. El voluble —y definitivamente poco simpático— graduado se enamora del fruto prohibido, Elaine, y se monta el gran follón. La novela alarga todo el proceso de descomposición de ese mundo burgués de los Braddock y los Robinson, la persecución de la dubitativa y manipulable Elaine, a la que sus padres, abocados al divorcio, tratan de alejar de Benjamin en Berkeley y casar rápidamente con otro. La forma en que el joven le da la vuelta al lógico malestar de Elaine ante el hecho de que se lo haya montado con su madre tiene algo intranquilizador de la escena del Ricardo III de Shakespeare en la que el protagonista seduce a la viuda del príncipe al que ha asesinado. Y así llegamos a la iglesia presbiteriana de Alan Street, Santa Barbara (en el filme la tan moderna de La Verne, en California), en la que la chica en traje de novia va a someterse al dictado de sus padres hasta que aparece Benjamin y suelta ese grito de rebeldía ante los hechos consumados que hemos lanzado en nuestro interior (e incluso fuera) tantas veces: “¡¡¡Elaine!!!”. Y salen los dos a la carrera desafiando todas las convenciones tras propinar él garrotazos muy simbólicamente con una cruz de la iglesia (en la novela es un candelabro de bronce del altar) y toman un autobús. Fin.
Nuestra última imagen de la señora Robinson en la película es un plano en el que chilla como una Medea, pero en la novela queda desdibujada. Charles Web escribió una innecesaria y decepcionante secuela, Home School (2007), que transcurre 11 años después de El graduado y en la que Benjamin y Elaine viven en un suburbio de Nueva York y entran en conflicto con las autoridades por la escolarización progre de sus dos hijos. De manera bastante improbable, la señora Robinson viaja para ayudarlos utilizando sus acreditadas armas de seducción, un disparate. En realidad, la auténtica señora Robinson sigue en aquella habitación quitándose pormenorizadamente las medias y dispuesta a revelarnos los verdaderos misterios y complejidades de la vida, y quizá, también, del amor. And here’s to you, Mrs. Robinson.