“Todos los grandes hechos y personajes de la humanidad aparecen, como si dijéramos, dos veces (…), una vez como tragedia y la otra como farsa”. El aforismo brillante con que Marx abre El 18 Brumario de Luis Bonaparte es archisabido a estas alturas. Pero lo interesante es que luego todo el ensayo siga insistiendo en esa dramaturgia tragicómica de la historia entendida como pantomima y mascarada sobre las tablas del gran teatro del mundo: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal”.
Y va más allá: la función y quizá la misión del arte será pues exagerar aún más esa teatralidad de lo real para hacer evidente la desnudez de los poderosos, sus trampantojos y su tramoya. De la misma forma en que dos negaciones hacen una afirmación, no se trata de enderezar lo grotesco, sino de acentuar sus rasgos hasta hacerlos literalmente insoportables (en la esperanza de que así se vuelvan también insostenibles). Para Marx, el mejor historiador del XIX francés es Victor Hugo, y “la literatura francesa, con las armas de la sátira y del sainete, ha dado el golpe de gracia a la leyenda napoleónica”.
Si bajamos del empíreo francés a la arena del ruedo ibérico y los sórdidos vaivenes borbónicos de nuestro siglo XIX y XX, si sustituimos la farsa y el sainete marxistas por el esperpento valleinclanesco, nos acercamos mucho a las muchas ideas jugosas de esta vasta, inmensa, descomunal (y, a ratos, quizá inevitablemente, desmedida) exposición, con seis comisarios y cientos de obras arracimadas en torno al mundo creativo de Valle-Inclán y a lo esperpéntico como recurso artístico para la interpretación de un eterno siglo XIX español, que llegó moribundo hasta la Guerra Civil y que caminó ya zombi durante el franquismo.
Hay artistas que encuentran la oportunidad y tienen el don para describir y crear a la vez una realidad social, para sintetizarla en una imagen estilizada y en una palabra que sirve luego de contraseña entre sus miembros y sus estudiosos: al lado de lo felliniano, lo brechtiano o lo kafkiano está sin duda lo valleinclanesco, y tan citada como la frase de Marx es la de Max (Estrella) cuando Valle le hace declarar su manifiesto en Luces de bohemia (“Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada”) y sintetizar su visión desoladora de la España de su tiempo como “deformación grotesca de la civilización europea”.
Efectivamente, tan esperpéntica era la obra de 1924 como la situación de un país que no la estrenó ¡hasta 1970! Porque el esperpento es un monstruo bicéfalo y dos cosas a la vez: tanto la realidad de la época como el arte capaz de lidiar con ella. Uno de los aciertos de la exposición es tratar sin distingos trabajos de carácter documental y las obras de arte con voluntad de estilo. Al lado de cuadros de Gutiérrez-Solana o María Blanchard, de caricaturas de Castelao, de disparates de pintores goyescos como Alenza o Eugenio Lucas Velázquez, vemos estampas costumbristas decimonónicas, imágenes de la guerra del Rif o de la Guerra Civil por fotoperiodistas como Alfonso o Kati Horna, pintura de historia como Carga en la Rambla, de Ramón Calsina Baró (1930), o documentales filmados con voluntad etnológica como El carnaval de Lanz (1964), de Pío y Ricardo Caro Baroja. No hace falta más que colgarlos juntos para que la realidad hable por sí sola: tan esperpéntica o más que el arte que nace de ella y la retrata.
También pasaba en el ensayito seminal de Marx: era un esperpento todo el golpe premeditado por Napoleón III, eran un esperpento el reyezuelo y su corte, y era un esperpento el propio texto, si se entiende como su crónica estilizada, deformada y condensada (artística, en suma): “Hombres y acontecimientos”, dice Marx, “aparecen como sombras que han perdido sus cuerpos”. La sombra de una sombra de otra sombra: otro de los platos fuertes de la exposición es el apartado ‘Visión de medianoche’, dedicado precisamente al teatro de sombras, los dioramas, los panoramas, la fotografía de médiums y ectoplasmas, los títeres de cachiporra y todo el ilusionismo visual con que en el siglo XIX y el XX se da la réplica sistemáticamente deformada al discurso del poder: espejos cóncavos y deformantes que son también purgantes instintivos y populares para desintoxicarse de las indigestas mentiras oficiales.
“El esperpento une en España el Barroco con el largo siglo XIX”, dice Santiago Alba Rico. “Solo le pone fin la muerte de Franco”
“El esperpento es la continuidad que une en España el Barroco con el largo siglo XIX, al que solo pone fin la muerte de Franco”: lo dice Santiago Alba Rico en su brillante texto para el catálogo, y es una casualidad iluminadora que coincidan este otoño en Madrid esta exposición y las funciones en el Clásico de El gran teatro del mundo, en un montaje indeciso que a lo mejor habría ganado tirando más decididamente por la lectura del auto sacramental como protoesperpento (del mismo modo en que al pasear por el Reina los títeres y marionetas expresionistas de Hermenegildo Lanz se emparentan con las tallas barrocas y los pasos de Semana Santa). Para quienes hagan el experimento de visitar la exposición y ver la función, el parentesco saltará a la vista, porque recurren ambas a la teatralización de la realidad (y la realización de lo teatral) de un mundo entendido como teatro y tramoya. Y si se achinan un poco los ojos o se deforma un poco el espejo, el Rey, el Rico o el Dios mismo de Calderón se hablan de tú a tú con los esperpentos de Valle y con muchas de las obras colgadas en el Reina.
‘Esperpento. Arte popular y revolución estética’. Museo Reina Sofía. Madrid. Hasta el 10 de marzo de 2025.