Damon Galgut, el escritor sudafricano aclamado por La promesa, ofrece ahora En una habitación ajena, maravillosa rareza que podría describirse como un libro de viajes diferente, porque Grecia, Lesotho, Kenia, Suiza, India siempre quedan al fondo, lo importante es cómo el movimiento y las personas afectan profundamente al viajero. “El mundo por el que te mueves desemboca en otro interior”, escribe, “ya nada se mantiene dividido, esto representa aquello otro, el estado del tiempo representa el estado de ánimo, el paisaje representa el sentimiento, a cada objeto le corresponde un gesto interior, todo troca en metáfora”. Y es que Galgut apunta al hueso, a lo que ocurre en el interior del individuo al viajar.
El libro tiene tres capítulos con un mismo protagonista, un trasunto del propio Galgut, que experimenta situaciones intensamente íntimas con compañeros de kilómetros que le inducen a descubrir facetas de sí mismo. En El seguidor, la atracción por un alemán implacablemente aventurero le lleva a asumir un rol de subalterno, de servidor que avanza entre silencios y nuevas y cada vez más pesadas obligaciones. Así, recibimos una perspectiva inusual del deterioro de la vida en común a través del caminar —literalmente— en compañía.
En El amante, Galgut, o su alter ego con mochila, conoce a tres viajeros europeos en África oriental. Uno de ellos le fascina, le invitan a sumarse al grupo. La sensualidad y algún tipo de enamoramiento son las infalibles espoletas del narrador, cuya timidez y contención le animan a devanar el universo que se crea entorno a la tensión sexual no consumada, y es curioso atestiguar la agotadora represión entre personas que disfrutan como pocas de la libertad del tiempo y los grandes espacios. La paradoja hipnotiza.
Como en cualquier viaje, lo inesperado descoloca, estimula y altera planes. La improvisación es constante. Todo invita, desafía, propone. Por eso la narración discurre en presente directo: importa el ahora inmediato. A la vez, el narrador es protagonista, pero también público de esa vida extraña que le sacude y le mece, y Galgut lo refleja oscilando de la tercera persona narrativa a la primera, incluso se atreve con la segunda o, durante un tramo, se identifica con el nombre falso que le atribuye un desconocido.
Ahí tenemos a Galgut multiplicado viajando por muchos lugares e incitando a repreguntarnos pessoanamente cuántos somos, en realidad. Cuántos eres. Y lo hace también con una asombrosa gestión del tiempo narrativo: de una línea a otra puede haber transcurrido un minuto, dos días o nueve meses sin que la historia se deshilache. Compacta como un espíritu, la novela —porque eso es lo que es— insiste en “la sordidez de perder el tiempo”, en “lo deprimente que es volver por el mismo camino”, y ese incesante hambre de probar algo distinto (de la manera más sobria posible) se expresa también en unas frases que prescinden de signos de interrogación o exclamación: el énfasis, la declinación está en la frase, en el contexto. No hace falta gritar lo que decimos.
La próxima angustia o la belleza inminente inducen a pasar páginas con anhelo mientras rescatas el deseo de ser, o volver a ser, nómada, pese a que El guardián, el último capítulo, resulta una estremecedora advertencia sobre cómo puede trastornarte una mala compañía cuando compartes habitaciones lejanas. “Las vidas se infiltran unas en otras”, se lee en la última página del libro, después de haber constatado cómo el azar o una decisión puntual pueden vincular eternamente a personas que se cruzan en ruta.
Con prosa diáfana, situaciones simbólicas y encanto algo lúgubre, Galgut confirma su maestría narrativa aupando al relato de viaje a una dimensión distinta. Como ya hiciera Lawrence Osborne en El turista desnudo, el sudafricano vuelve a demostrar a los sepultureros del género que, por mucho turismo y mapas y estadísticas globales que haya, aún queda mundo ignoto por contar, empezando por el que llevamos dentro.
Damon Galgut
Traducción de Celia Filipetto
Astroide, 2024
224 páginas. 18,95 euros