Tenían el coche cargado para escapar. Pero, mientras Fátima preparaba el desayuno, sus hijas, Rahaf, de siete años, e Ivana, de 22 meses, salieron a jugar al balcón de su casa en Deir Qanun en Nahr, cerca de Tiro, en el sur de Líbano. Un misil israelí cayó entonces muy cerca y el fuego envolvió a las niñas. Fátima y Mohamed, su marido, se precipitaron a la terraza. El padre agarró a Ivana y saltó con ella a otro balcón del edificio; la mujer alcanzó a Rahaf y corrió hacia la puerta de la casa, pero estaba atascada y no pudo abrirla. Desesperada, Fátima tiró a su hija por una ventana y luego saltó ella. Era un primer piso y sobrevivieron: los padres, ilesos; las niñas, con quemaduras. Rafah, en el rostro y las manos; Ivana, en más del 70% de su cuerpo y de tercer grado.
La casa, el coche y la vida que hasta entonces había tenido la familia de Ivana Skaiki desaparecieron ese 23 de septiembre. En esa jornada, la más mortífera hasta ahora de la guerra abierta de Israel en Líbano, los bombardeos mataron a casi 600 personas. Mohamed, carpintero, y Fátima, ama de casa, huyeron con lo puesto y con sus hijas malheridas. Ambas ingresaron en un hospital de la región de Chouf, al sureste de Beirut. Ivana, al borde de la muerte, fue trasladada dos semanas después a la única unidad de grandes quemados de Líbano: la del Hospital Libanés Geitaoui de Beirut de las Hermanas Maronitas de la Santa Familia.
Ivana “no se movía, no hablaba”, recuerda Fátima. Ingresó inconsciente, con las quemaduras infectadas y sin vendar y con fiebre, recuerda el enfermero Tony Zeaiter, que describe la evolución de esta niña como “un milagro”. Menos de dos meses después, Ivana, con la cabeza y medio cuerpo aún vendados, da palmas en su cama de la planta de pediatría del hospital. Los injertos de piel que le han hecho “han arraigado al 100%”, celebra el enfermero.
La niña pasó antes varias semanas en el sótano del hospital. La enfermera jefa de la unidad de grandes quemados, Leny Mehanna, abre con una tarjeta unas puertas automáticas en la planta -3. En un recinto esterilizado, médicos, enfermeros y residentes —el Geitaoui es un hospital universitario— trabajan en una estancia rodeada por habitaciones ocupadas por víctimas de los bombardeos israelíes.
En uno de esos boxes, el paciente es un niño pequeño, vendado de la cabeza a uno de sus pies. Tiene cuatro años, una pierna amputada por la mitad del muslo y el 25% de su cuerpo con quemaduras de tercer grado. “Necesitará trasplantes de piel en la cara y en el cuello”, explica la enfermera. Luego cuenta que el bombardeo que dejó al niño así mató además a su madre.
Como ese paciente pediátrico, a menudo los grandes quemados de esta guerra ingresan en este servicio en un estado catastrófico. No solo por las quemaduras, describe la sanitaria, sino además “con graves politraumatismos, hemorragias cerebrales, fracturas abiertas y metralla”.
— ¿Por dónde empiezan al ver a una persona en ese estado? ¿Qué es lo primero que hace usted?
— Rezar.
Y, mientras lo dice, la enfermera se santigua.
Unos gritos mezclados con llanto llegan de otro de los cuartos. Una mujer en la treintena yace allí con gran parte de su cuerpo cubierto por las vendas. Su cara está quemada y la piel de sus nudillos parece muerta, reseca, con manchas oscuras. Esa paciente trató de proteger con esas manos a su hijo de cinco meses en otro bombardeo, relata la enfermera. El niño “murió al llegar al hospital”.
Cuarto grado
Algunos pacientes ingresan cuando ya nada se puede hacer por ellos, solo aliviar su dolor. El cirujano plástico y reconstructivo Ziad Sleiman recuerda a un joven herido en un bombardeo que llegó con quemaduras de cuarto grado en ambas piernas. Ese grado, el más grave, indica que la quemadura ha arrasado la piel, los músculos, los tendones y nervios hasta llegar al hueso; que lo que el fuego ha consumido ha quedado como “la madera”.
— ¿Tuvieron que amputar?
— Amputar no. Desarticular.
Desarticular un miembro quiere decir desprenderlo entero desde la articulación que lo une al cuerpo; en el caso de las piernas, desde la pelvis.
No hubo que hacerlo. El joven murió antes, explica este cirujano de 54 años. Las quemaduras de cuarto grado son poco frecuentes en circunstancias normales, asevera Sleiman, porque “cuando se queman, las personas siempre tratan de escapar como sea de las llamas”. De la explosión de un misil es imposible huir. Entre los grandes quemados que el personal del Geitaoui ha tratado estas semanas, un número elevado sufría quemaduras de tercer y cuarto grado. A este hospital han llegado desde septiembre víctimas de bombardeos con hasta el 95% de su superficie corporal abrasada.
“Nunca habíamos tratado a tantos grandes quemados ni tan graves”, confirma el director médico del hospital, el doctor Naji Abi Rached. Aun así, subraya, la tasa de supervivencia de los pacientes de la unidad que los asiste “es del 84%”. Uno de cada cuatro de esos heridos eran niños. Una “cifra enorme”, lamenta.
A mediados de septiembre, el hospital había activado ya una célula de crisis con el Ministerio de Sanidad libanés en previsión del inicio de la guerra. La afluencia masiva de pacientes empezó el 17 de septiembre, cuando Israel hizo estallar miles de buscas y walkie-talkies de libaneses supuestamente relacionados con el partido-milicia chií Hezbolá, a quien ha designado como su enemigo en Líbano. El 23 de septiembre, empezaron los bombardeos masivos. Desde entonces, el personal del Geitaoui ha tratado a “decenas” de grandes quemados, relata el doctor Abi Rached.
Los heridos que salen adelante afrontan algo más que las secuelas funcionales, físicas, estéticas y psicológicas que dejan las quemaduras graves. Cuando reciben el alta, algunos no tienen ya a dónde regresar. Como les sucedió a los padres de Ivana, los ataques israelíes han destruido sus casas. El hospital ha dado cobijo temporal a varios de ellos, incluso una vez curados. En Líbano, la guerra ha desplazado a 1,2 millones de personas, uno de cada cinco habitantes del país.
Un barco que se hunde
Desde el despacho del doctor Abi Rached se ven las grúas rojas y azules del cercano puerto de Beirut. Este cardiólogo formado en Francia explica que, como otros de sus compañeros, ha declinado ofertas para trabajar en Europa. Si no se ha sumado a la fuga de cerebros que la guerra amenaza con aumentar es por “no abandonar ese barco que podría hundirse en la tempestad”. Ese “barco” es Líbano.
La historia del Hospital Geitaoui se mira en el espejo de la de su país. Fundado en 1927, antes de la independencia libanesa (1943), este centro ha sufrido “la sucesión de crisis” que han sacudido a la pequeña nación árabe, reflexiona el doctor Pierre Yared, su codirector general. La unidad de grandes quemados se creó en 1992, dos años después del final de la guerra civil, cuando el personal del centro se percató de que muchos de los heridos de ese conflicto habían sufrido quemaduras. Hasta 2000, el sur de Líbano estuvo ocupado por Israel y, en 2006, el hospital trató a víctimas de la guerra y la invasión israelí de ese año.
En 2019, llegó la devaluación del 90% de la moneda libanesa y el corralito bancario. Un año más tarde, la pandemia de la covid-19. En agosto de 2020, el hospital quedó semidestruido por la explosión nunca aclarada de un depósito de nitrato de amonio en el cercano puerto de Beirut. El enfermero Tony Zeaiter resultó gravemente herido. Nunca ha sido indemnizado. Tampoco el hospital, que se reconstruyó gracias a donantes privados. Y ahora, “esta guerra contra Líbano”, asevera el doctor Yared.
Israel sostiene que su guerra no es contra Líbano, sino solo contra Hezbolá, que en octubre de 2023 empezó de nuevo a lanzar cohetes al norte de Israel en solidaridad por la guerra de Gaza. Pero las cifras oficiales de muertos, que superan desde entonces los 3.600, los más de 15.000 heridos y el alcance de la destrucción del país desmienten ese argumento. “Los niños heridos que tenemos aquí no son milicianos”, apunta el codirector del Geitaoui.
Mientras el médico habla, la luz se apaga. La electricidad de la red del Estado es aquí un regalo, inesperado porque casi nunca llega. Los libaneses —y este hospital— se alumbran gracias a generadores y compran el combustible que los alimenta. Solo esa factura asciende en el Geitaoui a unos 200.000 dólares (186.000 euros) mensuales.
El Estado libanés, en ruinas, no sufraga ni la mitad del coste del tratamiento de los grandes quemados de la guerra. Solo abona —“y con retraso”— 450 dólares (426 euros) de un mínimo de 1.000 diarios (unos 926 euros) por paciente, explica el doctor Yared. También las aseguradoras médicas están dilatando los pagos al hospital. Muchos libaneses, sin trabajo y desplazados, no pueden costear las cuotas de sus seguros médicos.
El Geitaoui es un centro privado con fines no lucrativos, recalca su otra codirectora, la religiosa Hadia Abi Chebli, pero lo que está en juego ahora es su supervivencia. El doctor Abi Rached advierte de que la unidad de grandes quemados solo podrá funcionar “un mes o dos” más si no llega ayuda económica internacional.
En la planta de pediatría, Mohamed, el padre de Ivana, muestra en su móvil imágenes del antes y del después del bombardeo y de esa vida que se esfumó el 23 de septiembre. El antes son las fotografías y vídeos de Ivana y de su hermana Rahaf, dos niñas sanas, en apariencia felices, jugando y cantando. Ivana sonreía ante la cámara con la tez intacta y una aureola de rizos oscuros.
El después es “el horror”, musita Mohamed. La niña herida, con la piel como un mapa por las quemaduras. Su cara y sus manos profanadas por la explosión; su dolor y su cuerpo vendado. Esos vendajes cubren aún su cabeza y uno de sus brazos. Su madre aparta la mirada para no ver las cicatrices cuando los sanitarios se los cambian. El 8 de noviembre, Ivana cumplió dos años. Los médicos estaban a punto de darle el alta.