Los primeros días para muchas chicas que llegan a la Unidad de media estancia de trastornos de la conducta alimentaria (TCA) del Centro San Juan de Dios de Ciempozuelos ―al sur de Madrid― no van de asumir su problema, no van de tratamiento psicológico; los casos más graves van de salvar sus vidas. “Algunas llegan bordeando la muerte”, asegura Juan Jesús Muñoz, coordinador del área de Salud Mental.
La unidad ―una de las pocas de España centradas en TCA, y que solo trata a mujeres― es, en sus palabras, “la última parada” para las que padecen estos trastornos y, a menudo, “hay un marchamo de escasas posibilidades de rehabilitación”. Antes de llegar allí, normalmente, han estado ingresadas en plantas de agudos de los hospitales durante meses, han pasado por centros de día, por terapias psicológicas y psiquiátricas.
El camino se suele prolongar durante años. Beatriz del Valle, que ahora tiene 34, lleva desde los 14 con anorexia nerviosa. Su primer ingreso en psiquiatría fue con 22. Con momentos muy duros, también con altibajos, había conseguido terminar la carrera de Ingeniería Industrial, encontrar trabajos, mantener una red social… “Pero en 2018 entré en un ciclo del que no conseguía levantar cabeza”, relata unos días después de obtener el alta, tras un año y medio ingresada en Ciempozuelos.
Los trastornos de la conducta alimentaria son problemas de salud mental especialmente complejos. Lo físico y lo mental, que siempre están unidos, se retroalimentan aquí de forma destructiva. Las pacientes, casi siempre chicas (9 de cada 10 casos), suelen debutar en la adolescencia (a una media de 12,5 años) y su prevalencia en España es de entre un 4,1% a 6,4% en mujeres entre 12 y 21 años (unas 400.000 afectadas), según datos de la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG).
Muñoz explica que estos trastornos están entre los que tienen mayor mortalidad, precisamente por las repercusiones físicas que tienen y, también, por sus altas tasas de suicidio. Recuerda el caso de una paciente, todavía ingresada, que llegó con 34 kilos de peso, un Índice de Masa Corporal de 13,5 (se considera saludable entre 18,5 y 24,9), una de esas chicas que “bordeaba la muerte”. “En esos casos no se puede empezar la terapia psicológica porque no le da la cabeza, hay que combatir la desnutrición por vía intravenosa, ni siquiera con alimentos”, explica.
El coordinador de salud mental explica que, aunque las pacientes que llegan saben que tienen un trastorno, no son conscientes de que es necesario cambiar su patrón conductual. “Aunque estén yendo hacia una autodestrucción progresiva, no son capaces de poner los medios para luchar contra el trastorno. La chica que tenía un IMC de 13,5 quería convencernos de que su problema era metabólico. Estuve dos meses, a sesión diaria, para generar conciencia de la enfermedad. El primer reto fue alcanzar los 38 kilos, el siguiente 41 o 42, que para ella era prácticamente obesidad. Ahora la tenemos cerca de los 50 kilos, pero nos hace recaídas”, señala.
Beatriz prefiere no decir cuánto pesaba al ingresar, pero aclara que estaba “muy desnutrida”. “En enero de 2023 toqué fondo. Me encontraba bastante mal, tanto a nivel físico como psicológico, y en mi último ingreso en psiquiatría me recomendaron esta unidad”, relata.
Una vez que las pacientes ingresan, tienen muy interiorizadas ideas sobre la alimentación, sobre su peso, sobre su imagen, que son tremendamente difíciles de desbaratar. “Empiezas quitándote alimentos, creyendo que comes más sano, y cada vez quitas más, demonizas los hidratos de carbono, te obsesionas con la comida, con el deporte”, continúa.
Para cambiar estos patrones son cruciales las sesiones con Beatriz Expósito, la nutricionista de la clínica. En el comedor terapéutico, el primer objetivo es que hagan todas las ingestas completas, que allí son desayuno, comida, merienda, cena y recena (porque el desayuno y el almuerzo están muy cercanos). Cuando empiezan a tener “una estructura alimentaria más normalizada”, comienzan a salir fuera. “Una vez que ya hay adherencia a todas las raciones y comen todo tipo de alimentos, trabajamos en restaurantes, cafeterías, eventos, porque en España nos relacionamos mucho con la comida, y es importante que pierdan el miedo a acudir a cumpleaños, a tomar algo con los amigos”, narra Expósito.
El objetivo es que poco a poco puedan ir reproduciendo estos patrones ellas solas, en sus casas, sin que les pongan una bandeja con la comida por delante ni supervisión de profesionales. Por eso, el internamiento se va flexibilizando con el tiempo. Al principio es muy estricto. Beatriz del Valle confiesa que fue “muy duro”. El dormitorio es sobrio, sin más mobiliario ni adorno que una cama individual, un armario, un escritorio y una silla de madera, con una ventana enrejada que da a uno de los patios del enorme complejo de la clínica. “Los primeros quince días estás sin acceso al móvil, sin llamadas a nadie ni visitas. Luego tienes dos llamadas y una visita semanales, y a medida que vas avanzando te dejan coger el móvil una hora y media al día”, cuenta. Más adelante llegan los permisos, que llegan a ser de varios días por semana, y vacaciones quincenales en verano cuando el alta está cerca.
Después de casi un año ingresada, Beatriz creía que ya estaba a punto de salir el pasado mayo, pero los profesionales no consideraban que estuviera todavía preparada. La media ronda aproximadamente el año y medio, aunque según la gravedad del caso hay pacientes que reciben el alta a los seis meses (muy difícilmente menos) o que necesitan más de dos años.
El sistema hace que el alta esté muy focalizada en el peso, reconoce Muñoz, que aclara que ese número suele ser una consecuencia de todo el trabajo físico y psicológico que se ha hecho durante la estancia. “A partir de ahí es mucho más importante organizar un día a día, una cotidianidad, ampliar la red social, adscribir las actividades normales a la vida de las personas, desde el trabajo o estudios, a relaciones familiares, intentar normalizarlas, porque muchas veces están muy deterioradas”, agrega.
Beatriz asume que su trayectoria ha sido muy dura para toda su familia, pero “siempre ha estado ahí” como soporte para ella. Ahora vive con sus padres, intenta volver a normalizar su vida y reingresar en el trabajo, del que está de baja. Pero eso ahora no depende de ella, sino de la inspección de la Seguridad Social.
El camino ha sido difícil, pero ahora está contenta y se muestra optimista. Ha cambiado mucho su actitud desde que llegó, cuando no se le habría ocurrido aparecer en un reportaje como este. Si lo decidió es porque considera que no hay nada de lo que avergonzarse.
En casos como el suyo, no se puede decir que haya una cura total. Cuando llevan tantos años con el trastorno se acaba cronificando, como sucede con enfermedades como la obesidad o el alcoholismo. Los profesionales hablan de remisión (que puede ser total o parcial), pero la amenaza permanece.