Uruguay elige presidente este domingo en una segunda vuelta. La campaña ha sido más bien aburrida, los discursos medidos, los candidatos previsibles; las redes sociales no se han llenado de insultos y apenas si han circulado noticias falsas. En este país no hay un Javier Milei que llame “zurdos de mierda” a sus rivales o un Jair Bolsonaro investigado por un intento de golpe de Estado, mucho menos un Donald Trump. Uruguay es una democracia a la vieja usanza, “la última de partidos que queda en América Latina”, sentencia Gerardo Caetano, historiador y politólogo. Los uruguayos lo saben y se sienten orgullosos de ello.
El nuevo presidente de Uruguay saldrá de alguna de las dos grandes coaliciones que dominan la política uruguaya. Yamandú Orsi es el candidato del Frente Amplio, integrada desde hace más de 50 años por partidos de izquierda que hoy tienen como patriarca político al expresidente José Pepe Mujica. Orsi está en los sondeos apenas por encima de Álvaro Delgado, del Partido Nacional, la centroderecha que del actual presidente, Luis Lacalle Pou. Delgado va en alianza con el Partido Colorado, la otra gran agrupación conservadora de Uruguay, y otros tres partidos más pequeños. Nacional y Colorado, tienen 200 años de historia, evidencia de una larga tradición política. Mariana Pomies, directora de la consultora Cifra, dice que todos los partidos uruguayos “siguen teniendo identidades muy claras pese a que han formado coaliciones, porque apelan a la tradición de raíces que se trasladan familiarmente”. Si el padre es colorado, lo más probable es que también lo sean sus hijos y así sucesivamente.
La fortaleza de estas estructuras son un muro de contención a los extremismos que hoy lastran a las democracias de la región, con el ejemplo de Milei en Argentina como el más evidente. “Son como grandes salvaguardas tanto de los extremismos como de protestas generalizadas, inorgánicas o amorfas. La protesta existe, pero está canalizada. No hay un vacío de representación como en otros países”, explica Verónica Pérez, politóloga de la Universidad de la República. La polarización entre izquierda y derecha existe al modo tradicional, pero se mantiene lejos de los extremos.
El Frente Amplio es especialmente sólido, con una gran presencia territorial y un poderoso vínculo con sindicatos y organizaciones sociales. El Partido Blanco tiene también una estructura a prueba de figuras mesiánicas. Pérez destaca que en Uruguay “el partido es el que constriñe al líder, y no al revés”. “Los partidos no son solo estables, son también vitales. La adhesión obedece a que están enraizados en la sociedad”, explica. Y recuerda que incluso figuras de peso como los expresidentes Tabaré Vázquez y Mujica tuvieron que retroceder ante algunas reformas que no fueron aceptadas en las bases del Frente Amplio. Pomies coincide: “Los líderes tienen que enmarcarse en los partidos, a los mesianismos les cuesta crecer si no lo hacen desde dentro”.
La estabilidad política ha permitido a Uruguay mantener políticas a largo plazo y cierta estabilidad económica. El desempleo registrado en junio pasado fue del 8,1% y la inflación, asegura el Banco Central, se mantendrá durante los próximos dos años dentro del rango del 4,5%. La pobreza, en tanto, alcanza al 10,1% de la población. Los datos macroeconómicos son buenos, mejores incluso que los de muchos de sus vecinos, pero los analistas llaman a no perder de vista que se encienden poco a poco luces rojas. La pobreza está por encima del 8,8% del periodo previo a la pandemia y se ha ensañado especialmente con los menores de 6 años, que pasaron de ser el 17% en 2019 al 20,1% en 2023, el doble que el promedio general. La sociedad uruguaya es, además, más desigual que hace cinco años, según el índice de Gini, que creció del 0,383 en 2019 a 0,394 en 2023.
“Tenemos un incipiente problema social”, advierte Gerardo Caetano. “Los más infelices son los niños y las niñas y los adolescentes. Hoy, tenemos deserción en la escuela primaria, donde antes había universalización. En una sociedad que apostó a la integración, los espacios sociales se han debilitado. Desde 2019, el 5% de la población más rica lo es aún más. El ingreso promedio subió, pero no para todos. Todavía son problemas con solución, pero no hay tiempo que perder”, dice. Este incipiente deterioro en los indicadores sociales ha acelerado la inserción del narcotráfico, alimento de los problemas de inseguridad que hoy tanto preocupan a los uruguayos.
En los barrios periféricos de Montevideo, sobre todo, crece la violencia entre bandas que se disputan el narco menudeo. Los noticieros de televisión ocupan buena parte de su programación en difundir las consecuencias de estos enfrentamientos. El último, una niña de nueve años herida en una pierna por una bala perdida mientras paseaba con su madre. “Hay un cambio en el estilo de la delincuencia, porque el narcotráfico empieza a ser el referente aspiracional de esos jóvenes que ya no creen en la escuela. Todos ven el problema, pero como no saben cómo abordarlo hablan de eso menos de lo que se debería”, dice Pomies. Caetano opina que el principio de la solución está en no pensar que Uruguay sigue siendo una isla que está a salvo. “Tiene un puerto lleno de agujeros, fronteras terrestres desprotegidas y una gran vulnerabilidad aérea”, asegura, “y no se está haciendo nada para resolverlo”.
El peligro es que un deterioro de la situación alimente discursos extremistas que no puedan ser absorbidos por el sistema, como ocurrió hasta ahora. “Comienzan a emerger lógicas de polarización y perfiles de una nueva política que por ahora están lejos de configurar un ámbito propicio para un Milei o un Bolsonaro, pero no estamos vacunados para siempre. Esta idea de que no somos Argentina, Chile o Brasil es una visión equivocada y muy peligrosa”, opina Caetano. Este domingo, los uruguayos elegirán un presidente que tendrá un futuro lleno de silenciosos desafíos.
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