Este es un viaje en coche por las heridas abiertas de Estados Unidos rumbo a un lugar que no existe. Un road trip a través del Medio Oeste: para la Oficina del Censo, esa región formada por 12 Estados en el centro del mapa; para el resto del país, algo que llaman flyover country, una vasta porción de tierra tan plana como los acentos de quienes la habitan que sobrevuelas camino de algún lugar más interesante.
“El Medio Oeste es, en esencia, un mito”, nos había advertido el escritor Jonathan Franzen, ilustre midwesterner, antes de salir a la carretera. Ese mito habla, según Franzen, de “principios morales estrictos, buenos vecinos y hombres y mujeres corteses que se sienten intimidados en entornos cosmopolitas”.
Es también el corazón de América, su apoteosis y, en cierto modo, su conciencia. Y no se trata (o no solo se trata) de un recurso a la lírica: el Medio Oeste también se conoce como Heartland, una víscera industrial y agrícola vital para el funcionamiento del país, cuya existencia, como la del corazón humano, es fácil dar por sentada hasta que avisa.
El Midwest tiene la costumbre de avisar cada cuatro años, cuando se acercan las elecciones presidenciales y los candidatos visitan sin parar Míchigan y Wisconsin, dos de los siete Estados decisivos. Junto con la vecina Pensilvania, territorio que no comparte región del censo pero sí costumbres, forman el muro azul que la aspirante demócrata Kamala Harris necesita levantar para convertirse en la primera mujer de la historia en ocupar el Despacho Oval.
Wisconsin y Míchigan fueron paradas de un viaje circular que empezó una soleada mañana de principios de septiembre en Cincinnati, Ohio, y terminó en Des Moines, Iowa. Una ciudad con peor fama de la que merece, en gran parte gracias a la célebre frase de uno de sus hijos, el escritor Bill Bryson: “Nací en Des Moines. Alguien tenía que hacerlo”.
En total recorrimos siete Estados y 4.000 kilómetros por carreteras en línea recta a través de las iglesias evangélicas y las macrogranjas. De las fábricas de procesamiento de carne y las tiendas de todo a un dólar que han inundado el país con el estallido de la inflación. De los interminables campos de maíz y soja y esos silos plateados que se yerguen en la inmensidad como catedrales de las praderas.
Para descifrar ese paisaje monótono, Franzen nos recomendó ceñirnos a los hechos que definen sus contornos: “El declive industrial, la corporativización de la agricultura, la dependencia de los inmigrantes para el trabajo sucio que los blancos no quieren hacer, las plagas de la metanfetamina y el fentanilo o el legado sociológico de la Gran Migración negra a las ciudades”.
En el diseño del recorrido también influyó el hecho de que los dos candidatos a la vicepresidencia sean del Medio Oeste. El demócrata Tim Walz nació en Valentine (Nebraska). Su rival, JD Vance, en Middletown (Ohio). Y a ambos los escogieron por ser dos muchachos blancos de pueblo con los que pudieran identificarse los votantes desencantados de esta región, especialmente los del llamado Cinturón de Óxido. Desconfiados de las élites de las dos costas, golpeados por la desindustrialización y víctimas del incesante movimiento de un mundo que creen que gira sin contar con ellos, resultaron decisivos para aupar a Donald Trump en 2016.
Además de ese desencanto, todas las disputas que decidirán el próximo presidente de Estados Unidos se libran a escala en esta zona de combate: del derecho al aborto a la inflación; de la brecha campo-ciudad al racismo, y de la crisis en la frontera al futuro de un mundo bipolar con China como gran potencia con la que medirse. Es una guerra entre dos visiones contrapuestas: la demócrata, con su mensaje de futuro, un futuro que no convence a todos, y la republicana, que repite el eslogan Make America Great Again en su evocación de un sombrío regreso al pasado.
Y si esos dos viajes en el tiempo coinciden en un punto es en 2020, el año de la plaga y de las protestas por el asesinato del afroamericano George Floyd. En noviembre, Joe Biden ganó las elecciones por siete millones de votos y Trump, que dejó el poder tras instigar una insurrección el 6 de enero de 2021, se negó a admitir la derrota. Aún sigue sosteniendo que no perdió entonces, mientras sus rivales luchan contra otra amnesia: tratan de que el electorado recuerde cómo era la vida con él en la Casa Blanca.
Mil kilómetros y un abismo ideológico separan dos de esos lugares en los que el reloj parece haberse detenido hace cuatro años: la barbería de Karl Manke, en Owosso (Míchigan) y la moderna librería Moon Palace, que está en la misma acera de la comisaría que ardió en Minneapolis después de que el agente blanco Derek Chauvin asfixiara a Floyd con la rodilla. En esa librería ―que vende un libro infantil titulado ¿Podríamos por favor entregar el Departamento de Policía a las abuelas?― aún obligan a los clientes a usar mascarilla.
A Manke lo fuimos a ver en el segundo día de nuestro viaje atraídos por su modesta leyenda: hombre de voz grave de 82 años, se convirtió al principio del confinamiento en un símbolo de resistencia al negarse a mantener cerrado su negocio cuando la gobernadora de Míchigan, Gretchen Whitmer, prolongó las restricciones. Aquellos días, su peluquería, cuyo aire retro acentúa el teléfono con disco de marcar, se convirtió en un lugar de peregrinación para quienes se oponían a la respuesta oficial a la pandemia. “Llegó gente de todos los Estados del país”, nos contó Manke, que además es autor de una docena de novelas históricas, mientras las tijeras revoloteaban alrededor de la cabeza de un cliente cubierto por una bandera estadounidense con utensilios de peluquería en lugar de estrellas. Muchos de ellos lo hicieron armados, dispuestos a defender la libertad del resistente.
Cuando las autoridades le retiraron la licencia, Manke se juntó con otros barberos para protestar cortando el pelo en los terrenos del Capitolio de Lansing y él se llevó una multa. Unas semanas antes, otra protesta en ese mismo lugar había dado la vuelta al mundo cuando un grupo de hombres blancos, armados con fusiles y enfadados con Whitmer, entró en el Capitolio y se fotografió junto a la puerta de la oficina de la gobernadora. Algunos de ellos fueron arrestados meses después por participar en un complot para asesinarla.
Con esos antecedentes, cuando el día de nuestra visita al Capitolio el guardia del arco de metales preguntó al fotógrafo si la cámara disparaba balas, a este se le congeló la clase de sonrisa que a veces sirve para distinguir al extranjero en este país brutal: no fue posible saber si el comentario iba en serio o no. Después, buscando el lugar exacto en el que los rebeldes se tomaron la fotografía, apareció una pareja de jubilados de Pensilvania, Jeff y Cindy Coup. Estaban embarcados en una misión turístico-patriótica: visitar todos los capitolios del país. Contaron que llevan 32 años casados. “No está tan mal”, dijo ella, “teniendo en cuenta que yo soy una demócrata acérrima y él, republicano”. “Un republicano que nunca votó ni votará a Trump”, especificó él.
En un país tan íntimamente dividido, los Coup son una rareza. Un estudio de la Asociación Estadounidense de Psicología concluyó que solo un 8% de las parejas está formada por miembros de distintos partidos. Conduciendo por las carreteras secundarias del Medio Oeste, uno pensaría que, en sus pueblos, demócratas y republicanos tampoco se mezclan, o que, si lo hacen, no exteriorizan sus diferencias.
Así, la parte central de Míchigan se desplegó como una homogénea extensión del Trump Country, con carteles en favor del expresidente casi en cada jardín y banderas puestas del revés, vieja señal marinera para advertir del peligro, que se apropiaron los insurrectos del 6 de enero. En una granja en la que estaban cosechando el maíz con semanas de antelación debido al excesivo calor del verano, una mujer que no quiso dar su nombre dijo que no era consciente de tener ningún vecino demócrata. A continuación, como si quisiera distinguirse, añadió: “En esta casa creemos en el cambio climático”.
Una hora más al oeste, un gigantesco tráiler de campaña de Trump guardaba la puerta de un criadero de caballos. Lori Brock, su propietaria —de la granja, no del camión, que alguien había traído para un mitin republicano y aún no había vuelto a por él—, se ha convertido en una estrella del trumpismo, pero hace no tanto la política no le interesaba. “Era lo que se suele decir una votante indecisa”, contó en el promontorio desde el que domina las 60 hectáreas de su terreno. Todo cambió con el plan de construir al otro lado de la carretera una fábrica de baterías para coches eléctricos con capital del gigante chino Gotion. Y así fue cómo Brock acabó siendo en julio una de las oradoras de la Convención Nacional Republicana en Milwaukee.
Gotion escogió Míchigan para su proyecto, valorado en 2.400 millones de dólares, gracias a casi 800 millones en subvenciones y exenciones fiscales del Estado. Las autoridades locales votaron a favor, por el dinero y los puestos de trabajo (unos 2.000, prometieron) que traería a la comunidad. Algunos vecinos empezaron entonces a denunciar que la compañía tenía vínculos con el Partido Comunista Chino (que la empresa niega), y la “crispación”, las “mentiras” y las “amenazas” crecieron. “Me hice republicana cuando vi que solo ellos estaban dispuestos a ayudarnos”, recordó Brock.
Pocos días antes de nuestra visita, Vance dio un mitin en la finca, insospechado campo de batalla de las tensas relaciones entre China y Estados Unidos. Sobre los motivos por los que Gotion decidió fijarse en este rincón de América, la granjera dijo que creía que era por su proximidad con la Universidad Ferris State, “que tiene uno de los dos mejores programas de ciberseguridad del país”. “Quieren espiarnos. Y también les interesa el agua pura de Míchigan”.
En este Estado hay unos 11.000 lagos. Algunos son casi mares, como el Míchigan, que baña además Wisconsin e Illinois. Y los hay más modestos, como el Idlewild. Está situado un poco más al norte de la granja con el tráiler de Trump, y en otro tiempo se organizó a su alrededor una utopía.
Conocido como Edén Negro, el resort del mismo nombre fue desde 1915 un lugar de vacaciones para afroamericanos de ciudades como Detroit, Chicago o Milwaukee transplantados del sur como parte de la Gran Migración en un tiempo en el que no les estaba permitido mezclarse con los blancos.
Idlewild llegó a tener clubes, teatros y hoteles. Con las conquistas de los derechos civiles de los años sesenta dejó de tener sentido un lugar así, y entró en decadencia. Cuando llegamos, la tarde tocaba a su fin. “Una nueva generación de propietarios está empeñada en recuperar el brillo que una vez tuvo”, explicó Christina Barnard, con su hija Lareza en brazos, tras el último baño del día. A Barnard, contó, la idea de que una mujer de ascendencia negra (y sudasiática) llegue a la Casa Blanca le trae “francamente sin cuidado”.
La aparente desidia entre los votantes afroamericanos (especialmente, los hombres) que apoyaron masivamente a Obama y a Biden se ha convertido en uno de los temas de la recta final de la campaña. En el bar de la urbanización, un vecindario con casas ocultas entre los pinos y, pese a todo, poblado de carteles electorales en favor de Harris y Walz, Jackie Houze, una de tantas vecinas jubiladas, que se mudó aquí desde Cincinatti en 1986, dijo en un receso de su partida de cartas que pensaba votar a la candidata demócrata, “no por afroamericana, sino porque parece buena persona”. “A Trump solo le interesa él mismo”.
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Esas dos Américas, la del edén negro y la del desconfiado aislacionismo, casi nunca se tocan. Una de esas raras veces llegó al día siguiente de la partida de cartas en Idlewild. Fue en Muskegon, el puerto del que salen rumbo a Milwaukee los ferris que atraviesan el lago Míchigan. Había dos casas con jardín contiguas: en una, los carteles pedían el voto para Harris. En la otra, que Trump devuelva su grandeza a Estados Unidos. En la calle desierta, Janette Reckell, simpatizante demócrata que paseaba a su perro Kennedy, contó que ella hace tiempo que decidió no poner propaganda partidista en su casa para evitar “problemas con los vecinos”.
Sobre la cubierta del ferri se materializó al rato una rareza aún mayor en un país atiborrado de política: una familia menonita de Misuri, en mitad de sus vacaciones. “Nuestra religión nos permite conducir, y viajar en barco; incluso usar con moderación esto”, advirtió Gaylord Hostetler, el padre, señalando un viejo móvil de concha, “pero nosotros no votamos. No necesitamos a los políticos, porque Dios vela por nosotros. Y lo preferimos: no nos gusta ver a la gente tan enfrentada”.
La polarización que define la vida en Estados Unidos y que acentuó la irrupción de Trump en escena es algo más que una discusión dialéctica para quienes, como el profesor de la Universidad de Milwaukee Michael Mirer, que esperaba aquel día gris en la otra orilla del lago, colaboran como voluntarios contando votos el día de las elecciones. Solía ser un trabajo aburrido, ideal para jubilados con tiempo libre, pero la desconfianza en las instituciones la ha convertido en una tarea de alto riesgo.
En 2020, Mirer se encontró en primera línea de contención de la Gran Mentira de Trump, cuando lo culparon de ser cómplice del fraude electoral demócrata, un bulo mil veces desmontado. Wisconsin, que los republicanos perdieron por siete décimas, se convirtió entonces en uno de los epicentros de la lucha del expresidente por aferrarse al poder. “Tuvimos que volver a contar los votos”, recordó Mirer en un restaurante de un barrio joven de Milwaukee.
Trump se gastó tres millones de dólares en forzar ese recuento en dos condados de Wisconsin: Dane, el que incluye Madison, la capital, y Milwaukee, donde tras repasar los votos salió perdiendo. Resulta que le habían adjudicado 132 sufragios que no le correspondían. Fuera de esos núcleos urbanos, el candidato republicano ganó cómodamente, aunque con menos margen que en otras zonas rurales del país.
Para sentir el contraste entre la vida en las ciudades, de natural demócrata, y el campo (casi siempre republicano), condujimos aquella tarde desde Milwaukee hasta Richland Center, donde estaban celebrando la feria del condado. Los platos fuertes de la velada fueron la exhibición de conejos y el concurso de belleza de novillas. Era también la noche en la que las familias entraban gratis, y solo un puñado de vaqueros solitarios se acercó al granero en el que los dos partidos políticos habían instalado sus tenderetes.
El republicano ganó su propio concurso, el de la efectividad en el mensaje, al proponer a los curiosos un sencillo juego. Tenían que coger tres alubias y depositarlas en unos botes para fijar sus prioridades a la hora de votar: la inflación, la independencia energética, la frontera, la deportación de “ilegales”, la soberanía de Estados Unidos frente a organismos multilaterales, la inseguridad o “el derecho a la vida”. Los tarros más llenos eran al final de la jornada los referidos a la inmigración, seguidos por el de la economía.
Y en eso también se tocan las dos Américas: la inflación encabeza todas las encuestas sobre las inquietudes de los votantes, sean del partido que sean. La frontera sur preocupa mucho más comparativamente a los simpatizantes republicanos, y Trump ha basado gran parte de su campaña, atiborrada de mensajes xenófobos, en agitar ese miedo y en alentar bulos como el que soltó en el único debate presidencial, según el cual los inmigrantes haitianos de Springfield, una pequeña ciudad de Ohio, se comen a las mascotas.
En una entrevista con la CNN, Vance, que fue el primero en amplificar esa mentira, dijo días después: “Si tengo que inventar historias para que los medios presten atención al sufrimiento del pueblo estadounidense, lo haré”. No pareció importarle que esas historias hayan arruinado, entre rumores y amenazas de muerte, la tranquilidad de muchos vecinos de Springfield. Tampoco que, en un relato que cabe aplicar a otros lugares repartidos por el Medio Oeste, esos migrantes a los que Trump amenaza con deportar si llega a la Casa Blanca hayan contribuido, según las autoridades locales, a fortalecer la economía de la ciudad.
Vance nació en Middletown, a unos 80 kilómetros al sur de Springfield. Su madre era una enfermera que cayó en la trampa de los opiáceos con receta, como tantos en un Estado que, según calcula Sam Quinones, autor de dos libros de referencia sobre la mayor crisis de drogas de Estados Unidos, registró hacia 2014 las primeras muertes por sobredosis de fentanilo del país. Esa adicción obligó a educar al niño a la abuela, una mujer de armas tomar emigrada desde el corazón de los Apalaches, en la vecina Kentucky. La historia de superación del pobre chico que, a base de esfuerzo, se gradúa en Yale y acaba trabajando en Silicon Valley, fue un best-seller que leyeron con fruición las élites liberales para tratar de entender cómo pudo ganar Trump en 2016. Luego, esas memorias se convirtieron en una película de Hollywood. Después de eso, llegó el salto a la política: Vance fue elegido en 2022 senador por Ohio, un Estado que solía ser bisagra y hoy es republicano.
Las cicatrices que exhibe el centro de Middletown cuentan la historia de una ciudad que vivió tiempos mejores cuando lo fueron para la compañía que le daba sustento: la acerera Armco, que hoy, con otro nombre, aún da empleo a 2.400 personas. Hay tiendas de empeño, locales vacíos, fábricas derruidas y hoteles cerrados desde hace demasiado tiempo. También hay murales de arte urbano y algunos negocios que dan la razón a Matthew Smith, profesor de Historia de los Apalaches, un escocés que lleva décadas viviendo aquí y nos hizo de cicerón: “Hay una cierta revitalización de la ciudad gracias“, explicó, “a la economía creativa, las galerías de arte o los festivales de música, y también a las posibilidades del teletrabajo”.
En la pastelería de la calle principal, su propietaria, Vera Slamka, colombiana de Barranquilla que llegó hace 40 años a este rincón del mundo y recuerda a Vance de niño, “con esos ojos tan lindos”, contó que ha multiplicado la producción de unas rosquillas chafadas que se llaman uglies (feúchas), porque son las favoritas del senador republicano y así lo dijo en alguna parte. Al rato de llegar, la conversación se animó entre los clientes del local. No todos en Middletown están contentos con el retrato de la ciudad que hizo el candidato a vicepresidente. “Lo hemos pasado muy mal aquí, pero odié la película”, dijo Eric Harris, un vecino afroamericano de los suburbios acomodados de la ciudad. “Creo que exageró las cosas en su propio provecho político”. A Smith le parece que al libro lo salva “la potencia de su escritura”.
Rodney Creech, congresista estatal republicano de Ohio, cree que Trump acertó al elegir a Vance. “Son una pareja bastante insuperable; los dos dominan el arte de patear traseros”, dijo en una entrevista en la granja familiar, en la que posó para las fotos subido a un enorme tractor. Esa misma mañana, Greg Landsman, demócrata de la Cámara de Representantes, había contado en Cincinnati, el distrito que representa en Washington y que también es el de Vance, que conoce “muy bien” al candidato y su “manera de hacer política, basada en el caos, el extremismo y la crueldad”. “Todos sabemos que J. D. se fue a Yale y a Silicon Valley, y que, aunque nos quiere hacer creer lo contrario, no es como la gente de aquí. No habla ni piensa como nosotros. ¿Walz?”, se preguntó Landsman. “Él sí es un verdadero habitante del Medio Oeste”.
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El rastro vital del aspirante demócrata a la vicepresidencia hubo que buscarlo muy lejos de Ohio, en la desolada Nebraska. Tim Walz, gobernador de Minnesota, pasó sus primeros años en Valentine, donde nació, y en Butte, un pueblo de 326 habitantes en el que aún viven su madre y unos parientes que han adquirido cierta fama al anunciar que no votarán por él en las elecciones. Con su calle principal desierta, la bandera estadounidense hecha jirones y el tipo con sombrero de cowboy y dos puñales en el cinto, nadie diría que de ese lugar salió un político demócrata si no fuera porque en su instituto hay una foto que atestigua que fue alumno de la “clase de 1982″. “Éramos 24 en total, y ninguno fue a Yale”, dijo Walz en el discurso en el que aceptó la designación demócrata en la convención de Chicago.
Él completó la universidad en Nebraska, y en 1996 se mudó a Minnesota. Trabajó como profesor y entrenador asistente en el instituto de Mankato, al sur del Estado, un lugar de infame recuerdo: en 1862 acogió el ajusticiamiento de 38 siux, la ejecución masiva más grande de la historia de Estados Unidos. Se involucró en política en 2005 y dos años después fue elegido congresista en Washington por ese distrito, cargo que desempeñó hasta 2019. En su tiempo como gobernador ha abrazado políticas progresistas, como la distribución gratuita de comida y artículos para la menstruación en las escuelas públicas, aunque fue su gestión de los disturbios que siguieron al asesinato de George Floyd lo que le hizo conocido más allá de las fronteras del Estado.
Walz tardó tres días en desplegar a la Guardia Nacional para contenerlos, aunque, “para ser justos”, señala Michelle Phelps, autora de un libro sobre la policía en Minneapolis, “los disturbios no se pusieron serios hasta la segunda jornada”. Para sus detractores, el gobernador “dejó arder la ciudad”. “Tampoco ha hecho nada para resolver el problema de inseguridad desde la pandemia”, considera Lloyd Drilling, propietario de una joyería de Market, una calle venida a menos donde los sintecho y los adictos al fentanilo se mezclan con los vecinos jóvenes como Nikhil Kumaran, atraídos por los alquileres bajos. La tienda de Drilling fue una de las que resultaron saqueadas en aquellos días de mayo de 2020. El dueño dice que perdió 100.000 dólares en género y guarda, ocultas bajo una tela, fotografías de los desperfectos.
“Me parece que decir eso es una forma de desviar la conversación de lo importante, las causas de aquel malestar: un policía blanco asesinó a un hombre negro inocente”, opina la pastora luterana Ingrid Rasmussen, que definió en una entrevista frente al altar de su iglesia lo vivido en 2020 por la ciudad, que en realidad son dos, Minneapolis y Saint Paul, las Twin Cities, como “una pandemia también gemela”: “La del coronavirus y la del trauma racial”.
Su parroquia está situada a un par de calles de la comisaría a la que pegaron fuego los manifestantes, un lugar cuya reconstrucción aún se discute en la ciudad. Cuando la avisaron, Rasmussen convirtió la iglesia en un improvisado refugio donde comer algo o tomar un respiro, así como en un hospital de campaña para tratar los golpes y las lesiones del gas lacrimógeno. Estaba embarazada de ocho meses, y el templo llegó a acoger a unas mil personas.
La memoria de Floyd sigue muy viva en estas dos ciudades que se comportan como una sola, pese a estar separadas por el río Misisipi, espina dorsal de Estados Unidos, que nace un poco más al norte. Con sus 3,7 millones de habitantes, son las responsables de que Minnesota sea una isla azul (demócrata) en el océano rojo (republicano) del Medio Oeste. Un viaje a bordo de la línea del tranvía que conecta ambos núcleos urbanos bastó para comprobar que, pese a que aquí está la sede de 15 compañías del Fortune 500 y el mayor centro comercial de Estados Unidos, Mall of America, un mastodonte con parque de atracciones incluido, los efectos de la “pandemia gemela” de Rasmussen no se han superado. El tren ligero, que solía ser el orgullo de sus usuarios, está hoy tomado por adictos y enfermos mentales.
En la esquina en que Chauvin cometió su horrendo crimen, rebautizada como George Floyd Square, permanece el frondoso altar a la puerta de la tienda de conveniencia en la que Floyd trató de pagar con un billete falso. Y no, no es el lugar más recomendable para un turista despistado. La gente deja allí velas y carteles de otras víctimas de la brutalidad policial. Hay flores secas por todas partes, lugares para coger libros y ropa gratis y una gasolinera abandonada que dice: “Mientras haya gente, habrá poder”. El aire solemne del lugar lo enrarece una irrespetuosa pintada en el suelo: un pene acompañado de la palabras “poder blanco”. Un vecino llamado George Dennis contó que el barrio había mejorado algo desde entonces, “pero no lo suficiente”. A la conversación se unió después un tipo con cara de pocos amigos que se identificó como El Que Molesta a los Turistas: “Las cosas suceden para provocar un cambio”, dijo. “Y aquí todo sigue igual. Estamos hartos de que vengáis, toméis vuestras fotos y no hagáis nada por la comunidad”.
La joven congresista demócrata María Isa Pérez-Vega sí decidió hacer algo. Recuerda perfectamente que el día en que vio el vídeo de los nueve minutos de la agonía de Floyd tenía a su hija recién nacida en brazos. Vega, de ascendencia puertorriqueña, vivió una temporada cerca de donde mataron a Floyd. Lo conocía bien, y se refiere a él como “Big Floyd”, “porque era un grandullón adorable”, según recordó la política en un elegante hotel de Saint Paul. El tipo solía hacer de guardia de seguridad en las salas en las que ella tocaba al frente de su banda de hip hop. Cuando tenía 18 años, trató en cierta ocasión a Chauvin, el asesino, tras un altercado en un concierto. “Quiso intimidarme para sacarme información, pero yo le paré los pies: ‘si quieres hablar conmigo, tendrá que ser ante un abogado”.
Vega se metió en política tras el asesinato. En 2022 ganó las elecciones de su distrito de Saint Paul. Es hija de una activista puertorriqueña, que fue directora de la Oficina de Igualdad de Oportunidades “cuando en Minnesota había menos de un 1% de latinos”. Hoy representan el 6,5% de la población, y en lugares como Worthington superan el 41%.
Situada cerca de la frontera con Dakota del Sur, Worthington es otra de esas localidades que lo tendría difícil si Trump cumple sus planes de una deportación masiva. Los migrantes empezaron a llegar hace 30 años para trabajar en sus fábricas de envases de plástico y de procesamiento de carne. Sin ellos, hoy sería un lugar fantasma. Hasta Allen Wither, con su gorra de “Make America Great Again” y su Ford de 1954, lo reconoció la mañana en que visitamos el pueblo: “Los hispanos son necesarios para Worthington, y la convivencia es buena”.
Otra de las comunidades que ha crecido exponencialmente en el Estado es la somalí, a la que pertenece la única congresista árabe en Washington, la izquierdista Ilhan Omar. Llegaron en los años noventa, como Jaylani Hussein, o la primera década del siglo XXI, huyendo de la guerra y atraídos por las promesas económicas del Estado. Hussein es director ejecutivo del Council on American-Islamic Relations (CAIR) y nos citó en su casa de la zona de Minneapolis, cuya localización pidió que no se especificara porque, explicó, está “amenazado de muerte”. “Somos una comunidad muy activa políticamente”, aclaró. “Que tengamos una representante somalí en Washington no surge de la nada”.
Eso explicaría por qué nació aquí la campaña #AbandonBiden, que pedía el boicoteo a la reelección del presidente tan pronto como en octubre de 2023, pocas semanas después del inicio de la guerra de Israel en Gaza. Hussein fue, a título personal y no desde su cargo en CAIR, uno de sus fundadores. Minnesota es el Estado en el que Biden recibió en las primarias un mayor número de “votos no declarados” en blanco, como señal de protesta por su política proisraelí. “La llegada de Kamala no ha cambiado nada”, según Hussein. “Estaba en su mano. Podía haber hecho una jugada de las de Obama: decirnos una cosa, y hacer otra, pero no se ha dignado ni a eso”.
En sus cálculos, el enfado árabe hará que Harris pierda en Míchigan, Arizona y Georgia, y con eso bastaría para aupar a Trump a la Casa Blanca. “Es una decisión muy dolorosa”, añadió Hussein, “pero los árabes estadounidenses no estamos interesados solo en nuestra comodidad, sino en hacer lo correcto. No podemos votar a quien apoya un genocidio”.
El desencanto del líder musulmán contrastó un par de días después con el entusiasmo de las bases demócratas de Omaha, la ciudad más grande de Nebraska. Un matrimonio de profesionales liberales, los Brown, había ideado desde el garaje de su casa una campaña basada en la imagen de un punto azul, porque si Harris gana en ese distrito hay una combinación un tanto endiablada del recuento de votos electorales que podría darle la presidencia.
La ilusión se palpaba en esos días entre los vecinos de los Brown, que se veían repentinamente llamados a grandes cosas. En un mitin demócrata destinado a los universitarios de esa ciudad, dos amigas se turnaron para enumerar los motivos por los que piensan apoyar a la que podría convertirse en la primera mujer presidenta de Estados Unidos: “El cambio climático”… “El aborto”… “El miedo al totalitarismo”… “Los servicios sociales”. Después, una de ellas, Lindsey Thompson, resumió en una sola frase el diálogo de sordos que mantiene consigo misma la sociedad estadounidense y, de paso, despejó uno de los enigmas que nos había acompañado a lo largo de los 4.000 kilómetros de road trip. Fue cuando le preguntamos si todos sus amigos pensaban votar a Harris. “Claro”, contestó, “si no, no serían amigos míos”.
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La etapa final del viaje, Des Moines, capital de Iowa, era en realidad el principio de todo. Si algo distingue este Estado en la política estadounidense es que acoge cada cuatro años la celebración de sus famosos caucus. Aquí fue donde los republicanos apoyaron masivamente en enero, con temperaturas de menos 20 grados bajo cero, la candidatura de Trump, que despejó el camino a su designación por tercera vez como candidato del partido. A esas alturas, la campaña se antojaba como un largo y pesado déjà vu, la reedición de un duelo entre dos ancianos gruñones, Biden y él. Luego vendrían los intentos de asesinato, la primera renuncia de un presidente a perseguir la reelección en medio siglo y el ascenso meteórico de la mujer que aspira a sucederlo.
A unos treinta kilómetros de Des Moines por la I-35, autopista interestatal que parte en dos el país, se libra en la ciudad universitaria de Ames la última de las batallas decisivas de estas elecciones. Allí, Planned Parenthood opera una de las siete clínicas abortivas que quedan en el Estado desde de que este verano, dos años después de que el Tribunal Supremo tumbara el derecho al aborto, los republicanos que controlan Iowa lograran imponer, con las excepciones de la violación y el incesto, un límite de seis semanas para interrumpir el embarazo. En la práctica, es como si lo hubieran prohibido porque muchas mujeres no pueden conocer a esas alturas su estado.
En la penumbra de una sala de operaciones súbitamente en desuso, Alex Sharp, directora del centro de salud, contó que algunas de las pacientes que llaman tampoco saben nada sobre el nuevo límite y que entonces toca ayudarlas a buscar ayuda en otros estados, lejos de casa. Sharp también expresó su impotencia: a diferencia de otros lugares como Arizona, Florida o la vecina Nebraska, donde dejarán en noviembre decidir a los votantes sobre la libertad sexual y reproductiva de las mujeres, la ley de Iowa hace “muy difícil” a los ciudadanos forzar un referéndum.
Ese recorte de las libertades ha hecho de la defensa del aborto una de las líneas de activismo de Raygun, una marca de camisetas, tazas y otros artículos de regalo con sede en Iowa que, por lo demás, basa su fama en mezclar política e ironía. La fundó un tipo llamado Mike Draper, que, al terminar la carrera en Filadelfia, decidió regresar a casa y empezar un negocio que cuenta con 10 tiendas en toda la región y está construido sobre el humor “basado en el autodesprecio” del Medio Oeste. “La gente no lo sabe, pero casi todos los grandes cómicos, de Johnny Carson a Mark Twain o David Letterman vienen de aquí”, nos dijo Draper.
En su tienda insignia del centro de Des Moines creímos dar con un cierre a nuestra aventura por el Midwest entre las camisetas de la línea más exitosa, que juega con los tópicos que persisten en el resto de Estados Unidos sobre esta parte del país. La más vendida dice: “Des Moines: permítenos superar tus ya de por sí bajas expectativas”. En otra, una flecha señala ―“¡Estamos aquí!”― un mapa de Estados Unidos con la súplica de un lugar que tal vez no exista, pero que tampoco se preocupa demasiado por ello: “Saluda la próxima vez que nos sobrevueles”.