A Marta Sánchez (45 años) siempre le interesó la sexología, pero lo que aprendió lo hizo por cuenta propia, en videos de YouTube. “He visto videos de cómo poner un condón, sin ellos no tendría idea de nada. Hubiese sido mejor haber tenido talleres de educación sexual”, dice. Por el contrario, Clara San José (31 años) cuenta que cuando ingresó en una fundación para personas con discapacidad intelectual, había un sexólogo y tenían talleres. Marta no se lo cree. “¡¿En Serio?! Que guay”, exclama mientras ambas conversan en un salón de Plena Inclusión Madrid, minutos después de haber participado en la elaboración del primer manifiesto contra la violencia hacia las mujeres con discapacidad intelectual o del desarrollo para el pasado 25N. Las dos tienen un grado de este tipo de discapacidad y coinciden en lo poco que se imparte la educación sexual para este colectivo: “Las mujeres debemos tener información para saber cómo tener contacto con las parejas sexualmente, las personas con discapacidad también tenemos derecho a que se nos informe sobre ello”, reclama Marta.
Las cifras lo evidencian: según una investigación hecha con 308 mujeres con discapacidad intelectual por Plena Inclusión Madrid, la federación de organizaciones de personas con discapacidad intelectual, y la Universidad Autónoma de Madrid, más de la mitad desconocía la menopausia y una de cada tres no había acudido nunca a una consulta ginecológica. Por otro lado, según cifras del Ministerio de Igualdad, la prevalencia de la violencia a lo largo de la vida es un 7% mayor en las mujeres con discapacidad, que entre las mujeres sin ella.
La experiencia que han tenido Marta y Clara son distintas. Entre risas, Marta lo achaca a la diferencia generacional; ella recibió solo un taller de educación sexual, hace 10 años, a los 35. Clara, en cambio, ya ha recibido varios en A la par, la fundación en la que está integrada. “Algunas veces hablaban sobre métodos anticonceptivos y prevención de enfermedades”, cuenta Clara. Mientras narra su experiencia, Marta escucha fascinada. Para ella hubiese sido importante tener esta oportunidad. “Muchas veces he pensado estudiar sexología, me interesa el tema”, asegura.
Pese a que cada vez hay más talleres de educación sexual para mujeres con discapacidad intelectual, la realidad es que todavía son insuficientes. Y las razones son variadas y complejas. Algunos factores importantes son la sobreprotección por parte de las familias, la infantilización y los mitos sobre el colectivo ―que no tienen o no quieren relaciones sexuales y la puesta en juicio de su capacidad para tomar decisiones―. Raúl González es uno de los profesionales que imparte los talleres en la fundación A la par y es coordinador de los Equipos Psicosociales de Apoyo a la Discapacidad y responsable de sexología. Explica que al evitar dar esta información y “retrasar” el crecimiento, “las familias creen que van a garantizar algo bueno, pero no es así, es todo lo contrario. Por eso es mejor hacerse cargo y dar educación sexual”.
Sara Fernández, coordinadora de mujer e igualdad en Plena Inclusión Madrid, que acompaña en la conversación a Marta y Sara, analiza: “Las familias piensan: las estoy preparando para tener relaciones, pero a la vez es algo que se quiere evitar”. Así se les limita en sus derechos porque “son educadas con el pensamiento de que la intimidad, las relaciones y la maternidad no son para ellas. Entonces, ¿para qué necesitan educación sexual”, añade.
Una investigación de Plena Inclusión Madrid del 2023 con 500 mujeres con discapacidad intelectual reveló que casi la mitad dice no tener un espacio de intimidad, por lo que es muy difícil ejercer sus derechos sexuales. Marta lo comprueba en su día a día, vive en un piso con siete compañeras y comparte habitación: “No hay espacios íntimos”. Recuerda que cuando tenía pareja, le pedía a su hermano si podía conseguirle espacios para ir y estar a solas.
Sin embargo, pese a las ideas y mitos, “la biología sigue su curso”, asegura González, así como los deseos y derechos sexuales. La educación, entonces, se vuelve indispensable para cubrir los vacíos de información sobre las relaciones sexo afectivas, la salud sexual y reproductiva y el conocimiento del mismo cuerpo. La misma investigación de Plena Inclusión concluye que cada vez más mujeres conocen sus derechos, pero siguen sin ejercerlos. Ocho de cada diez no tienen relaciones sexuales y a siete les gustaría tener más información sobre sus derechos sexuales y reproductivos.
Este vacío de formación tiene una consecuencia aún más grave: la violencia de género en este colectivo. Según la última Macroencuesta de Violencia Contra la Mujer (2019) del Ministerio de Igualdad, las mujeres con discapacidad (todo tipo de discapacidad) sufren más violencia en la pareja que las mujeres sin discapacidad, 20,7% frente a un 13,8%. La misma tendencia sucede fuera de la pareja.
Prevención de violencia
Frecuentemente, las mujeres con discapacidad intelectual no son capaces de reconocer la violencia que se ejerce sobre ellas por falta de información y porque la mayoría de los agresores son personas del círculo cercano ―padres, hermanos o cuidadores―. Ana Peláez, vicepresidenta de CERMI Mujeres y miembro del Comité de la ONU para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, dice: “La dependencia que hay con el agresor y la falta de credibilidad que se atribuye a sus testimonios son otras circunstancias que las somete a una máxima exposición de vulnerabilidad”. A esto se suma que son agresiones que han sufrido por un periodo prolongado de tiempo y que terminan normalizando.
Peláez explica que la violencia que sufren está relacionada con las instituciones y con situaciones estructurales. “El entorno más directo [la familia] es el primer contexto donde se da el abuso, falta de respeto y violencia. Pero también en las instituciones cerradas y segregadas donde las mujeres con discapacidad pasan gran parte del día, como centros ocupacionales, centros de salud mental, hospitales”, añade.
Los especialistas consultados indican que otra forma de violencia que se debe resaltar es la que sufrieron las mujeres con discapacidad intelectual hasta hace pocos años, y de manera legal: las esterilizaciones forzadas, una práctica prohibida en España en 2020. Muchas veces la intención de las familias era proteger a las mujeres porque no consideraban que podían ser madres dada su discapacidad. Sin embargo, las organizaciones que defienden sus derechos argumentan lo contrario, pues esta práctica iba en contra de sus propias libertades. Desde 2008 a 2020 (cuando se ilegalizó por incumplir tratados internacionales) los jueces decidieron sobre 1.144 casos de personas con discapacidad incapacitadas judicialmente, según datos del Consejo General del Poder Judicial.
La fundación A la par tiene la primera Unidad de Atención a Víctimas con Discapacidad Intelectual y Clara recuerda uno de los talleres que organizaron con una muñeca: “Decían esta es Pepita, que puede ser cualquiera de ustedes, ha empezado a salir con Juanito; ahora Juanito no contesta las llamadas y Pepita está perdida. Y así cada uno se va reconociendo”. Patricia Sanjorge es una de las encargadas de los talleres que imparte la unidad, es psicóloga y coordinadora del área de prevención de violencia, y explica que en estos talleres enseñan a identificar el abuso y el maltrato, así como ofrecer pautas de actuación y pedido de ayuda.
“Ocurre mucho que en el mismo taller lo identifican y dicen: ‘Esto me está pasando a mí. Acabo de ponerle nombre a algo que me pasa hace mucho tiempo, que me pasa en casa y es mi padre o mi pareja”, explica Sanjorge. Añade que el porcentaje de personas con discapacidad intelectual que sufre abuso o maltrato es alto, pero la verbalización es mínima. Por ello es importante esta formación y parte indispensable del trabajo es dictar los talleres a las familias y cuidadores.
Clara ―quien ahora está de prácticas en un hotel― dice que tiene un carácter fuerte y cuenta que toma sus propias decisiones: “Antes era: no cuentas, decidimos por ti sin preguntarte”. Y comparte que ha tenido experiencias muy duras de “plantarse y cabrearse” frente a los demás para decir lo que piensa y quiere. Pero esto no ha sido fácil. Y, aunque considera que alrededor de los 20 años comenzó a pisar más fuerte, años antes ―cuando era menor de edad― esa actitud la sacó de un entorno donde era violentada. “Mi madre estaba de acuerdo con que el padre de mi hermana se acostara conmigo, fui yo la que dijo: ‘No, esto va a parar”, dice.
Aunque con el tiempo se crean más espacios para enseñar educación sexual, esta sigue siendo una asignatura pendiente. Para Peláez, se debe garantizar un sistema educativo que contemple en el currículum la formación a adolescentes y que ahí esté incluido el alumnado con discapacidad. Además, pide introducir la diversidad en esta materia para mitigar estereotipos. Raúl González considera indispensable que aprendan cuál es su propia intimidad y a diferenciar sus deseos: “[Cuidadores o familiares] han tenido acceso a su cuerpo frecuentemente, porque desde pequeños tienen ayuda de otras personas para cambiarse, ir al baño, etc. Si no enseñan lo que es el deseo y lo que puedo sentir, es más difícil diferenciar la violencia sexual”.
Al terminar la reunión entre Marta y Clara en Plena Inclusión, ellas siguen conversando sobre el tema. Marta dice que propondrá estos talleres de educación sexual en su asociación. Ambas tienen ideas muy claras sobre lo que quieren a nivel personal. Clara, por ejemplo, considera importante relacionar la salud mental y emocional con lo físico y sexual. Mientras que la bandera de Marta es que se hable sobre sexualidades diversas y que no se sumen los prejuicios por discapacidad y orientación sexual. “Lo que decidamos nosotros está bien. Se piensa que por tener un tipo de discapacidad no podemos tener relaciones sexuales; están equivocados”, dice Marta.