Cuando empecé a trabajar en la historia de la Unión Soviética, en los años noventa, los supervivientes y los historiadores tenían libertad para decir lo que quisieran. Muchos pensaban que se podía construir una nueva Rusia sobre las verdades históricas esenciales que estaban apareciendo.
Esa posibilidad se desvaneció. Incluso puedo decirles el momento exacto en que llegó definitivamente a su fin: la mañana del 20 de febrero de 2014, cuando las tropas rusas entraron ilegalmente en la península de Crimea, que forma parte de Ucrania. Ese fue el momento en el que la tarea de escribir la historia rusa volvió a ser peligrosa. Porque ese fue el momento en el que el pasado y el presente chocaron, en el que el pasado se convirtió, otra vez, en un modelo para el presente.
A ningún historiador de la tragedia le agrada levantar la vista, encender la televisión y descubrir que su trabajo ha cobrado vida. En los años noventa, cuando investigaba la historia del Gulag en los archivos soviéticos, creía que aquello pertenecía a un pasado lejano. Varios años más tarde, cuando escribí sobre el asalto soviético a Europa del Este, también pensaba que estaba describiendo una época que había terminado. Y cuando estudié la historia de la hambruna en Ucrania, la tragedia fundamental dentro del intento de Stalin de erradicarla como nación, no imaginé que pudiera llegar a ver repetirse la misma historia en mi vida.
Sin embargo, en 2014, sacaron unos viejos planes que había en los mismos archivos soviéticos, los desempolvaron y volvieron a usarlos.
Desde 2018, más de 116.000 rusos han sido castigados por decir lo que piensan. Miles de ellos, por oponerse a la guerra de Ucrania
Los soldados rusos que se desplegaron en Crimea viajaban en vehículos sin distintivos y llevaban uniformes sin insignias. Tomaron edificios gubernamentales, destituyeron a los dirigentes locales y los expulsaron de sus despachos. Durante varios días, el mundo no supo a qué atenerse. ¿Eran “separatistas” que estaban organizando un levantamiento? ¿Eran ucranios “prorrusos”?
Yo no sentí ninguna confusión. Sabía que era una invasión rusa de Crimea, porque era exactamente igual a la invasión soviética de Polonia 70 años antes. En 1944 hubo soldados soviéticos con uniformes polacos, un Partido Comunista respaldado por los soviéticos que fingía hablar en nombre de todos los polacos, un referéndum manipulado y otras muestras de impostura política pensadas para confundir no solo al pueblo de Polonia, sino también a sus aliados en Londres y Washington.
Después de 2014 y, de nuevo, después de la invasión rusa de Ucrania en febrero de 2022, volvieron a aparecer patrones de crueldad muy familiares. Los soldados rusos trataron a los ucranios normales y corrientes como enemigos y espías. Usaron la violencia arbitraria para aterrorizar a la población. Encarcelaron a civiles por infracciones de poca importancia —por ejemplo, llevar una cinta con los colores ucranios en la bicicleta— o, a veces, sin motivo alguno. Construyeron cámaras de tortura y campos de filtración, que también podríamos llamar campos de concentración. Transformaron instituciones culturales, escuelas y universidades para adaptarlas a la ideología nacionalista e imperialista del nuevo régimen. Secuestraron niños, los llevaron a Rusia y les cambiaron la identidad. Despojaron a los ucranios de todo lo que les hacía humanos, vitales y únicos.
Este tipo de agresión ha tenido diferentes nombres según los idiomas y las épocas. Antes hablábamos de sovietización. Ahora hablamos de rusificación. También hay una palabra en alemán: Gleichschaltung. Sea cual sea la que se utilice, el proceso es el mismo. Significa la imposición de un gobierno autocrático arbitrario: un Estado sin Estado de derecho, sin garantías, sin rendición de cuentas, sin controles ni equilibrios. Significa la destrucción de todos los vestigios, supervivencias o signos del orden democrático liberal. Significa la construcción de un régimen totalitario. Como dijo Mussolini: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”.
Las escuelas rusas entrenan a los niños para ser soldados y la televisión anima a considerar infrahumanos a los ucranios
En 2014, Rusia ya estaba empezando a convertirse en una sociedad totalitaria, después de emprender dos guerras brutales en Chechenia, asesinar a periodistas y detener a críticos con el régimen; a partir de 2014, ese proceso se aceleró. La experiencia rusa al ocupar parte de Ucrania preparó el terreno para endurecer la política dentro de la propia Rusia. En los años posteriores a la invasión de Crimea, las medidas represivas contra la oposición aumentaron; las instituciones independientes quedaron totalmente prohibidas.
Esta profunda relación entre autocracia y guerras imperialistas tiene cierta lógica. Si alguien considera que su régimen tiene derecho a controlar todas las instituciones, toda la información, todas las organizaciones, que puede arrebatar a la gente no solo sus derechos, sino la identidad, la lengua, la propiedad, la vida… es normal que también piense que tiene derecho a ejercer la violencia contra quien le plazca. Y tampoco tendrá nada que objetar a los costes humanos de la guerra: si la gente corriente no tiene derechos, ni poder, ni voz, ¿cómo va a importar que viva o muera?
Esta relación no es nueva, desde luego. Hace dos siglos, Immanuel Kant —cuyas ideas inspiraron este premio [el Premio de la Paz de los libreros alemanes, que fue otorgado a la autora en octubre]— ya describió el vínculo entre despotismo y guerra. Hace más de dos milenios, Aristóteles escribió que un tirano tiende “a fomentar las guerras para conservar el monopolio del poder”. En el siglo XX, Carl von Ossietzky, periodista y activista alemán, se opuso ferozmente a la guerra, entre otros motivos, por el daño que estaba haciendo a la cultura de su país. Como escribió en 1932: “En ningún lugar hay tanta fe en la guerra como en Alemania…, en ningún lugar está la gente tan dispuesta a pasar por alto los horrores y las consecuencias, en ningún lugar se celebra a los soldados tanto y con tan poco espíritu crítico”.
En los años noventa, cuando investigaba el Gulag en los archivos soviéticos, creía que aquello pertenecía a un pasado lejano
Desde la invasión de Crimea en 2014, esa misma militarización se ha apoderado también de Rusia. Las escuelas rusas entrenan hoy a los niños pequeños para ser soldados. La televisión anima a los rusos a odiar a los ucranios, a considerarlos infrahumanos. La economía rusa se ha militarizado: hoy se dedica aproximadamente el 40% del presupuesto nacional a armamento. Para obtener misiles y munición, Rusia firma acuerdos con Irán y Corea del Norte, dos de las dictaduras más brutales del planeta. Además, el hecho de que se esté hablando constantemente de la guerra de Ucrania ha normalizado la idea en Rusia y, como consecuencia, ha aumentado la posibilidad de que haya otras. Los líderes rusos hablan como si nada de usar armas nucleares contra el resto de sus vecinos y amenazan todo el tiempo con invadirlos.
Como en la Alemania de Von Ossietzky, en la Rusia actual, las críticas a la guerra no solo están desaconsejadas, sino que son ilegales. En 2022, mi amigo Vladímir Kara-Murza tomó la valiente decisión de regresar a Rusia y hablar allí mismo contra la invasión. ¿Por qué? Porque quería que los libros de historia registraran que alguien se había opuesto a la guerra. Pagó un precio muy alto. Lo detuvieron. Su salud se deterioró. Pasó mucho tiempo en una celda en solitario. Cuando, por fin, los pusieron a él y a otros injustamente encarcelados en libertad, aprovechando el intercambio con un grupo de espías y criminales rusos —entre ellos un asesino sacado de una prisión alemana—, sus captores le dieron a entender que debía tener cuidado, porque en el futuro podrían envenenarle. Tenía motivos para hacerles caso: la policía secreta rusa ya le había envenenado dos veces.
Kara-Murza no ha sido el único. Desde 2018, más de 116.000 rusos han sufrido un castigo penal o administrativo por decir lo que piensan. Miles de ellos, en concreto, por oponerse a la guerra en Ucrania, en una heroica batalla que llevan a cabo sobre todo en silencio. Con el control total de la información que ha impuesto el régimen ruso, no pueden hacer oír su voz.
¿Pero qué pasa con nosotros, en el resto del mundo democrático? Nosotros no tenemos la voz reprimida ni restringida. No nos encarcelan ni nos envenenan por decir lo que pensamos. ¿Cómo debemos reaccionar ante la reaparición de una forma de gobierno que creíamos que en Europa había desaparecido para siempre? En los primeros y emotivos días de la guerra de Ucrania hubo muchas voces solidarias que se unieron al coro. En 2022, igual que en 2014, los europeos volvieron a encontrarse en el televisor con escenas que no habían visto más que en los libros de historia: mujeres y niños acurrucados en estaciones de tren, tanques atravesando los campos, ciudades bombardeadas. En ese momento, de repente, se aclararon muchas cosas. Las palabras se convirtieron rápidamente en hechos. Más de 50 países se coaligaron para proporcionar ayuda militar y económica a Ucrania, una alianza formada a una velocidad sin precedentes. En Kiev, Odesa y Jersón pude comprobar los efectos de la ayuda alimentaria, militar y todas las demás ayudas europeas. Parecía un milagro.
Sin embargo, a medida que se prolonga la guerra, empiezan a surgir dudas. Desde 2014, la fe en las instituciones y alianzas democráticas ha disminuido drásticamente, tanto en Europa como en Estados Unidos. Es posible que a ese declive haya contribuido mucho más de lo que parece nuestra indiferencia ante la invasión de Crimea. Desde luego, la decisión de acelerar la cooperación económica con Rusia después de la invasión generó corrupción moral y financiera, además de cinismo. Y ese cinismo aumentó por culpa de una campaña de desinformación rusa que no tuvimos suficientemente en cuenta.
Ahora, ante el mayor pulso contemporáneo que afrontan nuestros valores e intereses, el mundo democrático empieza a tambalearse. Muchos desean que los combates en Ucrania cesen como sea, por arte de magia. Otros quieren cambiar de tema y centrarse en Oriente Próximo, otro conflicto horrible y trágico, pero en el que los europeos tienen muy poca capacidad para influir. Un mundo hobbesiano nos obliga a exprimir mucho nuestros recursos de solidaridad. El hecho de que nos sintamos muy comprometidos con una tragedia no significa que seamos indiferentes hacia otras. Debemos hacer lo que podamos donde tenemos posibilidad de cambiar las cosas.
Hay otro grupo que, poco a poco, también está ganando tracción, especialmente en Alemania. Son las personas que ni apoyan ni condenan la agresión de Vladímir Putin, sino que pretenden situarse por encima de la discusión y declaran que “quieren la paz”. Algunos incluso hacen solemnes referencias a las lecciones de la historia alemana. Pero “quiero la paz” no siempre es un argumento moral. Este es también el momento oportuno para decir que lo que nos enseña la historia de Alemania no es que los alemanes deban ser pacifistas. Al contrario, sabemos desde hace casi un siglo que exigir pacifismo frente a una dictadura agresiva y pujante puede no ser más que un acto de apaciguamiento y aceptación de esa dictadura.
Las sociedades liberales ya han luchado antes contra los ataques de dictaduras agresivas y pueden volver a hacerlo
En 1938, el escritor alemán Thomas Mann, ya en el exilio y horrorizado por la situación de su país y la complacencia de las democracias liberales, denunció “el pacifismo que, en lugar de alejar la guerra, la provoca”. Durante la II Guerra Mundial, George Orwell condenó a sus compatriotas que exigían que Gran Bretaña dejara de luchar. “El pacifismo”, escribió, “es objetivamente profascista. Es una cuestión de mero sentido común. Quien estorba el esfuerzo bélico de un bando está automáticamente facilitando el del otro”.
En 1983, Manès Sperber, galardonado con el Premio Alemán de la Paz de ese año, también criticó la falsa moral de los pacifistas de su época, que querían desarmar a Alemania y a Europa frente a la amenaza soviética: “Quien crea y quiera hacer creer a los demás que una Europa sin armas, neutral y presta a rendirse, puede garantizar la paz en estos tiempos, se equivoca y engaña a los demás”.
Podemos volver a usar algunas de esas palabras. Muchos de los que, en Alemania y en Europa, reclaman hoy pacifismo frente al ataque ruso son, en efecto, “objetivamente prorrusos”, tomando prestada la terminología de Orwell. La conclusión lógica de sus argumentos es que deberíamos consentir la conquista militar de Ucrania, la destrucción cultural de Ucrania, la construcción de campos de concentración en Ucrania, el secuestro de niños en Ucrania. Llevamos casi tres años de guerra. ¿Qué habría pasado si se hubiera reclamado la paz en la Europa dominada por los nazis a principios de 1942?
Lo diré más claro: quienes hablan de pacifismo y quienes están dispuestos a entregar a Rusia no solo territorio, sino personas y principios, no han aprendido absolutamente nada de la historia del siglo XX.
No es la primera vez que la magia de la expresión “nunca más” nos ciega ante la realidad. En las semanas previas a la invasión de febrero de 2022, Alemania, como muchas otras naciones europeas, consideraba la guerra tan inimaginable que el Gobierno se negó a suministrar armas a Ucrania. Y, sin embargo, lo irónico es que, si Alemania y el resto de la OTAN hubieran suministrado esas armas a Ucrania de antemano, quizá habríamos podido evitar la invasión. Quizá nunca se habría producido. A lo mejor el fracaso de Occidente fue, de nuevo en palabras de Thomas Mann, “el pacifismo que, en lugar de alejar la guerra, la provoca”.
Repito: Mann detestaba la guerra y al régimen que la promovía. Orwell odiaba el militarismo. Sperber y su familia eran refugiados de guerra. Pero precisamente porque odiaban tan apasionadamente la guerra y porque comprendían el vínculo entre guerra y dictadura, decían que había que defender la sociedad liberal que tanto amaban.
Ya hemos vivido esto, por eso nos afectan las palabras de nuestros predecesores demócratas y liberales. Las sociedades liberales europeas ya han sufrido antes los ataques de dictaduras agresivas. Ya hemos luchado contra ellas y podemos volver a hacerlo. Y esta vez, Alemania es una de las sociedades liberales que puede encabezar la lucha.
Para evitar que los rusos extiendan aún más su sistema político autocrático, debemos ayudar a los ucranios a lograr la victoria, y no solo por su bien. Si hay la más mínima posibilidad de que la derrota militar pueda ayudar a poner fin a este horrible culto a la violencia que existe en Rusia, como la derrota militar puso fin en su día al culto a la violencia en Alemania, debemos aprovecharla. Las consecuencias se notarán en nuestro continente y en todo el mundo, no solo en Ucrania, sino también en los países vecinos, en Georgia, Moldavia y Bielorrusia. Y no solo en Rusia, sino en sus aliados: China, Irán, Venezuela, Cuba, Corea del Norte.
Los autócratas como Putin odian la prensa libre y las elecciones democráticas porque ponen en peligro su poder
No es solo una cuestión militar. Es también una batalla contra la desesperanza, contra el pesimismo e incluso contra el atractivo insidioso del gobierno autocrático, que a veces se disfraza bajo el falso lenguaje de la “paz”. La idea de que la autocracia es segura y estable y las democracias provocan guerras; que las autocracias protegen cierta forma de valores tradicionales mientras que las democracias son sistemas degenerados, es un lenguaje que también procede de Rusia y del mundo autocrático en general, así como de quienes, dentro de nuestras propias sociedades, están dispuestos a aceptar que la sangre y la destrucción infligidas por el Estado ruso son inevitables. Quienes aceptan que se elimine la democracia de otros países están menos dispuestos a luchar para que no se elimine la suya. La complacencia, como un virus, traspasa rápidamente las fronteras.
La tentación de ser pesimistas es genuina. Ante una guerra que parece interminable y una avalancha de propaganda, es más fácil aceptar sin más la idea del declive. Pero recordemos lo que está en juego, por qué luchan los ucranios: una sociedad, como la nuestra, en la que unos tribunales independientes protejan a las personas de la violencia arbitraria; en la que se garanticen los derechos de pensamiento, expresión y reunión; en la que los ciudadanos tengan libertad para participar en la vida pública sin miedo a las consecuencias; en la que la seguridad esté garantizada por una gran alianza de democracias y la prosperidad esté anclada en la Unión Europea.
Los autócratas como el presidente ruso odian todos estos principios porque ponen en peligro su poder. Los jueces independientes pueden pedir cuentas a los gobernantes. Una prensa libre puede sacar a la luz la corrupción en las altas instancias. Un sistema político que da poder a los ciudadanos les permite cambiar a sus dirigentes. Las organizaciones internacionales pueden hacer cumplir el Estado de derecho. Por eso, los propagandistas de los regímenes autocráticos hacen todo lo que pueden para socavar el lenguaje del liberalismo y las instituciones que velan por nuestras libertades, para burlarse de ellas y menospreciarlas, dentro de su país y en los nuestros.
Los partidarios de Ucrania están pidiendo a Alemania que envíe armas para utilizarlas contra Rusia, una potencia militar agresiva. La verdadera enseñanza de la historia alemana no es que los alemanes no deban luchar nunca, sino que tienen una responsabilidad especial, la de alzarse y asumir riesgos por la libertad. Todos los que vivimos en el mundo democrático, no solo los alemanes, hemos aprendido a ser críticos y escépticos con nuestros dirigentes y nuestra sociedad y, por eso, podemos sentirnos incómodos cuando se nos pide que defendamos nuestros principios más fundamentales. Pero no podemos dejar que el escepticismo se convierta en nihilismo.
Frente a una dictadura horrible y agresiva en Europa, los ciudadanos del mundo democrático somos camaradas naturales. Nuestros principios e ideales y las alianzas que hemos construido en torno a ellos son nuestras armas más poderosas. Debemos actuar en nombre de nuestras convicciones comunes: que el futuro puede ser mejor; que se puede ganar la guerra; que se puede volver a derrotar al autoritarismo; que es posible la libertad, y que es posible una verdadera paz, en este continente y en todo el mundo.