Era el primer viernes al mediodía (el rezo más importante) sin Bachar El Asad en el poder y en una de las mezquitas más grandiosas del mundo, la omeya de Damasco. El escenario perfecto para que el nuevo primer ministro, Mohamed Al Bashir, presentase a los fieles apelotonados (no cabía un alfiler) su visión de Siria, una vez derrocado el dictador, poniendo fin a 13 años de guerra civil y medio siglo de dinastía familiar. Al Bashir era el primer ministro en Idlib (el reducto rebelde del que partió la exitosa ofensiva relámpago) y ha asumido ahora la jefatura del Gobierno de todo el país de forma interina, para liderar una transición hasta marzo de 2025. Subido al minbar (púlpito) y con una audiencia en silencio, ha lanzado un mensaje conciliador. Ha pedido “reconciliación”, en un momento en el que se registran asesinatos de venganza puntuales y las minorías (sobre todo los alauíes de los que provenían los Asad —y apuntalaban el régimen—, además de los cristianos) temen por el futuro, pese a las garantías de palabra de los nuevos dirigentes.
“Sed misericordiosos”, ha dicho Al Bashir, al recordar que la construcción del nuevo Estado sirio es tarea de “todos” y que la “victoria” en la guerra, consumada el pasado domingo, les otorga ahora una gran “responsabilidad” para “abrir una nueva etapa de justicia y dignidad”. “La liberación de Siria no será un solo un cambio de autoridad. Sería un Gobierno de la libertad y la dignidad”, ha señalado. “Ojalá”, ha añadido, “se convierta en un lugar seguro y estable” y “vuelva a su lugar entre las naciones”.
Después, han rezado la oración fúnebre por “los mártires y los presos” del medio siglo en el que los El Asad gobernaron con mano de hierro. Lo hicieron en detrimento de la mayoría suní, para la que la mezquita omeya es un símbolo universal.
La nueva Siria se abre paso estos días entre la euforia de unos, el temor de otros, y la incertidumbre de todos. En el zoco de Damasco, los tenderos pintaban de blanco desde la mañana las persianas de los comercios, tapando la antigua bandera del derrocado régimen, que tiene dos estrellas, en vez de tres. Es, aseguraban, el color de la paz. Otras tiendas han optado por pintar en el medio la tercera estrella.
Ahmed Sharaa, el líder de Hayat Tahrir Al Sham que, bajo el nombre de Abu Mohammed Al Julani, lideró la ofensiva relámpago desde Idlib, había llamado a la población a congregarse este viernes en distintas partes del país para celebrar (sin disparos al aire) el fin del régimen de El Asad y centrarse ya en la construcción de nueva Siria. En Damasco, el epicentro fue esta tarde la Plaza de los Omeyas y su petición, bastante respetada, salvo algunos disparos puntuales, que afeaban las madres, porque asustaban a los niños.
Las estrellas eran, sin duda, los excombatientes, en una mezcla de rifles y selfis muy propia de la Siria de 2024. Subidos a vehículos y en uniforme militar (algunos aún encapuchados, aunque ya no les haga falta), no tenían un segundo sin que algún joven (muchos de ellos chicas) se retratasen con ellos o les pidiesen el fusil para posar sosteniéndolo. Usando un símbolo universal, algunos combatientes (reconvertidos a toda prisa en la nueva autoridad) colocaban rosas en el cañón de los rifles. Muchos padres pintaban la nueva bandera en la mejilla a los niños.
La sensación colectiva era de celebración ligera. Imperaban los banderines con tres estrellas y el cántico “Alza la cabeza, eres un sirio libre”. Data del principio de la Primavera Árabe. Se escuchó, cambiando el país, en las calles de Libia o de Egipto y, 13 años más tarde, lo canta aquí la multitud. Amani Aboud, de 35 años, seis de ellos en las cárceles de El Asad, por “terrorismo” (ayudar a pasar armas a los rebeldes) admite que, cada día, se levanta creyendo que El Asad sigue en el poder. “Ha sido todo tan rápido que a menudo pienso que es un sueño”, añade. “No temo el futuro. No hemos hecho una revolución para acabar temiéndolo. La nuestra, simplemente, ha llegado con retraso”.
Los miles de asistentes pertenecían a varias generaciones, pero la inmensa mayoría eran jóvenes y adolescentes, de ambos sexos. Son aquellos que han crecido con la guerra y las privaciones, sorteando con trucos en los móviles la censura informativa, y se sienten hoy liberados. Como Ibrahim, de 20 años, que pasó la mayor parte de su vida con una sensación que describe así: “Si levantabas un dedo, te cortaban la mano”. O Basel, que venía dándose cuenta de que “el régimen pintaba una Siria que nada tenía que ver con la realidad”. “Hemos recuperado la libertad cuando nadie lo esperaba ya. Nos habíamos resignado”, añade.
Había, sin embargo, algunas contradicciones entre los lemas, y entre la realidad y los deseos. La inmensa mayoría de los asistentes, por ejemplo, eran suníes, a tenor de su atuendo.
Uno de los cánticos más coreados era “Uno, uno, uno, el pueblo sirio es uno”. Pero justo después llegaban otros como “Nuestro líder para siempre es el maestro Mahoma”, “Dios es el más grande” o “Seguimos tu llamamiento, Alá”. Algunos agitaban la bandera de Hayat Tahrir Al Sham, el grupo salafista que se esfuerza en proyectar cada vez más una imagen de moderación, pero tiene un pasado de persecución y violaciones de derechos humanos. Al Julani ha grabado su último vídeo en atuendo civil, en vez del militar habitual.
“Es verdad”, admitía Ibrahim, “que hay muy pocas personas aquí que no sean suníes. Tienen miedo a que les cortemos la cabeza, pero es solo palabrería quienes dicen cosas así y, además, son muy muy pocos. El resto simplemente celebramos que nuestro país ha vuelto a ser libre”.