En la noche del 24 de noviembre de 1974, en un campamento al noreste de Etiopía, el antropólogo estadounidense Donald Johanson y su asistente Tom Gray bebían cerveza fría alrededor del fuego mientras se cocinaba una cabra a las brasas. Estaban celebrando, junto a un puñado de colegas, que esa misma mañana habían encontrado huesos fosilizados de lo que parecía ser un homínido nunca antes descrito por la ciencia. Cantaron y bailaron al ritmo de la música de los Beatles. Sonó su canción Lucy in the Sky With Diamonds y alguien se arriesgó: “¿Por qué no la llamamos Lucy?”. El nombre se quedó para siempre y Lucy se convirtió en el fósil más famoso de la historia. Su hallazgo desenterró miles de preguntas. Las dos principales eran: ¿a qué especie perteneció? ¿Estaba la humanidad frente a su pariente primate más cercano?
Uno de los encargados de aclarar esas dudas fue Tim White, un paleoantropólogo también estadounidense. Estuvo ahí, estudiando los fósiles, de cuyo descubrimiento se cumplen este mes 50 años. Él tiene ahora 74 y reside en Burgos, donde trabaja como científico afiliado al Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CNIEH), alejado de los focos que apuntaron a Lucy cuando fue presentada al mundo. Los 47 fragmentos encontrados databan de hace 3,2 millones de años y formaban un fósil tan completo que permitió a la gente imaginarse por primera vez cómo fue esta antepasada remota.
Así, Lucy cambió para siempre el campo de la paleoantropología: “Estos fósiles representan nuestra evolución. El linaje de Lucy derivó en el género Homo, el género de nuestra especie”, explica White. Aquel esqueleto ayudó a unir las piezas de un puzle evolutivo que, hasta ese entonces, estaba desordenado, repleto de cabos sueltos. Tras varios años de estudio, en 1978 Johanson y White ya no tenían dudas, sino certezas: anunciaron que Lucy y otros fósiles que encontraron luego procedían todos de una única especie de homínido desconocida hasta entonces. La llamaron Australopithecus afarensis.
Como muchos otros paleoantropólogos de todo el mundo, Juan Luis Arsuaga, director científico del Museo de la Evolución Humana (Burgos), ha pasado buena parte de su carrera estudiando lo que derivó de Lucy. “Ella es lo que faltaba para vincular al ser humano con el mono, una forma de vida intermedia. El eslabón perdido”, apunta. Enseguida se corrige: “No usaría el término ‘eslabón perdido’ en una clase porque ya es una idea en desuso, pero está bien para explicar lo que significó Lucy para la ciencia, es bonito”.
“Los huesos son el fetiche, pero son lo de menos. Lo verdaderamente importante son los datos que proporcionan”, asegura Arsuaga. Y la información que dio Lucy fue mucha: medía un metro veinte de altura, murió con 11 o 12 años de edad —para saberlo, la clave fue una muela de juicio desgastada—, su postura y locomoción eran bípedas, tenía un cerebro pequeño y una pelvis similar a la humana.
A White, el paso del tiempo le ha ayudado a poner en perspectiva el hallazgo que ayudó a interpretar: “La noción de que Lucy fue revolucionaria es sencillamente falsa”, espeta. Su argumento es que en 1940 ya se habían encontrado varios restos fósiles de Australopithecus en Sudáfrica. Incluyendo un espécimen conocido como STS 14, cuya anatomía casi no se distingue en tamaño y características a la de Lucy. Sin embargo, el esqueleto de la famosísima australopiteca fue durante años el más completo jamás encontrado.
Sobre el papel, se trata de dos especies diferentes. Lucy es un afarensis y el STS 14 un africanus, aunque White opina que las variaciones entre una y otra son demasiado sutiles. “Se dice que los de Lucy son los primeros restos de un primate que caminaba erguido y demostraban que la hipótesis de la evolución lineal de Darwin era incorrecta; pero cuando fue descubierta, eso ya se sabía”, señala el científico.
White se refiere a que Charles Darwin propuso que hubo un salto prácticamente lineal de los primates a los humanos y que las tres características que definen al género Homo (bipedalismo, fabricación de herramientas y cerebro grande) evolucionaron en conjunto. Pero no fue así. Lucy demostró que la evolución humana fue mucho más enrevesada y se diversificó en un árbol genealógico más denso y robusto que abarca varias especies que habitaron en Tanzania, Chad, Kenia y Etiopía hace cuatro millones de años. Los fósiles de esas especies aportaron la suficiente evidencia de que nuestros antepasados caminaban sobre dos pies mucho antes de que sus cerebros se hicieran grandes. ¿Eran más humanos o más simios? Eso depende de quién responda.
El mérito de Lucy, según José María Bermúdez de Castro, paleoantropólogo e investigador del proyecto Atapuerca, es que logró articular todos los hallazgos que se venían acumulando en África desde la década de 1920. “Todo estaba poco conectado y no se sabía cómo unir al humano moderno con las distintas formas de homínidos similares a Lucy que se habían encontrado hasta el momento”. White coincide, pero también toma distancia: “Lucy sumó una pieza importante a ese rompecabezas. Aun así, no podemos ponerla en un pedestal porque ignoraríamos el objetivo final de la paleoantropología, que es entender la biología de nuestros ancestros. Eso no se puede hacer elevando a un solo individuo”.
Un símbolo de la ciencia y de Etiopía
Nadie puede negar que Lucy es un icono, y no solo de la ciencia. Hay una imagen estampada en el cerebro de Arsuaga que sintetiza la popularidad masiva de la australopiteca y el orgullo que representa para los etíopes, incluso 50 años después de su hallazgo. La Semana Santa pasada, el científico acompañó a un grupo de excursionistas españoles a los parques nacionales de África: el gigantesco avión que los llevó desde Etiopía hasta Tanzania se llamaba Lucy.
Este es apenas un ejemplo del marketing científico que existe alrededor de los restos de este homínido. Empezando por la afortunada elección de su nombre. “Lucy es el ejemplo perfecto de un buen manejo de las relaciones públicas”, asegura White. Y agrega que Johanson, su descubridor, fue el divulgador perfecto. “Tuvo el apoyo de la National Geographic y utilizó [a esa sociedad científica] a su favor. También a las grandes cadenas de televisión estadounidenses como ABC, NBC y CBS, que llevaron una Lucy a todo color a cada rincón de Estados Unidos”. Luego, Johanson escribió varios libros. “Libros que de alguna manera ya habían sido escritos en la década de 1940 por los sudafricanos que venían estudiando la evolución humana, pero que no tuvieron la misma plataforma”, afirma el investigador.
Rebeca García, integrante del Laboratorio de Evolución Humana de la Universidad de Burgos y especialista en esqueleto postcraneal, apunta que, además, todas las recreaciones que se han hecho de Lucy “son muy entrañables”, por lo que es fácil para el gran público empatizar y relacionarse con ella. Casi como una figura de la cultura pop, los restos de la australopiteca —que ahora reposan en una caja fuerte del Museo Nacional de Etiopía— trascienden generaciones.
La ciencia no se cansa de explorar el misterio de Lucy. Todavía hoy se siguen escribiendo artículos y tesis sobre ella. García va al detalle: “Las últimas investigaciones que se están realizando exploran cómo era la gestación y el parto en esta especie; cómo eran sus neonatos y su modelo de crianza. Los restos siguen dando mucho que hablar”.
Algunas preguntas todavía están enterradas en sedimento y nadie se las ha hecho aún. “La ciencia avanza tanto que no podemos ni imaginar qué respuestas traerá Lucy en un futuro, pero seguirá siendo fundamental en el estudio de la evolución humana, probablemente por otros 50 años más”, asegura la científica.