Un niño Jesús asoma discretamente desde una pequeña cuna dispuesta en la capilla de la Cinta de la Basílica del Pi de Barcelona. No es la imagen clásica que resplandece habitualmente por las fiestas de Navidad. Tampoco despierta un interés especial porque es pequeña -mide unos 26 centímetros-, humilde -no está catalogada- y muy común -se supone que pertenece a las figuras llamadas de cap i pota que fueron muy populares en la segunda mitad del siglo XIX-. Va vestido de carmelita y, por el agujero que tiene en la parte posterior, se supone que su sitio natural eran los brazos de una virgen del Carmen. Aparentemente no tiene ningún valor patrimonial ni artístico, que se sepa nunca formó parte de un inventario de objetos desaparecidos y nadie le había echado en falta, ni siquiera Jordi Sacasas, el archivero y conservador de la basílica de la plaza del Pi de Barcelona.
Hasta que en mayo Sacasas recibió un mail de Maralyn Wetsbury. La señora informaba del hallazgo por sorpresa en una caja de madera de una figura religiosa y una carta de su padre Philip Arthur Dee, fallecido en Carshalton, al sud de Londres, en 2001. La hija interpretó por el contenido del manuscrito que aquella imagen pertenecía a la iglesia del Pi y tenía que ser devuelta a su lugar de origen en cuanto alguien la encontrara, como así había ocurrido ahora, tiempo después con Maralyn. El deseo se cumplió el pasado 9 de septiembre y, 88 años más tarde, el niño Jesús regresó a Barcelona. El documento y el testimonio de Maralyn dieron vida y valía a aquel icono que no parecía tener trascendencia y que ahora es conocido como El Jesuset de l’Olimpiada Popular de 1936, que espera ser emplazado de forma definitiva en la basílica, previa dedicatoria de un “goig”, según palabras de Sacasas.
La historia tiene su épica y encanto porque Philip Arthur Dee fue un atleta amateur galés de 21 años que formaba parte del equipo del Reino Unido, integrado por unos cuarenta deportistas, que se desplazaron a Barcelona para la Olimpiada Popular cuyo inicio estaba anunciado para el 19 de julio, un día después del estallido de la Guerra Civil de 1936. Philip ya se había entrenado incluso en Montjuïc y a la mañana siguiente estaba dispuesto para debutar cuando desde la habitación de su hotel El Jardí en el que estaba hospedado con sus compañeros, advirtió cómo empezaba a quemar la iglesia del Pi. El fuego se inició dentro de la basílica, cuando prendieron hasta el rosetón y el órgano, y continuó fuera, momentos previos a que la expedición fuera invitada a la repatriación en barco vía Francia. Philip tuvo tiempo de advertir y rescatar de entre las llamas a la figura de un niño Jesús que le conmovió por su expresión dolorosa en la pira de la plaza del Pi.
Así se desprende de las explicaciones de Maralyn y, sobre todo, del escrito del propio atleta, quien después fue enfermero, ejerció de sanitario en la Segunda Guerra Mundial y trabajó en un hospital de Londres hasta su jubilación en 1976. Aquel deportista que se alistó en una Olimpiada Popular organizada en Barcelona como alternativa a los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 -los Juegos de Hitler-, tuvo una reacción sorprendente, más propia de un religioso, de un feligrés o un parroquiano de Santa Maria del Pi. “El gesto invita a la reconciliación de los pueblos y de sus gentes con independencia de su ideología e ideas políticas”, opina Sacasas. El archivero sostiene que el Jesuset de la Olimpiada Popular tiene un valor simbólico único y comparable al de la Cruz de los Clavos de Coventry o a la Virgen Quemada de Nagasaki.
“Hablamos seguramente de un acto reflejo de quien siente compasión y opta por coger la figura” insiste Sacasas. “Nos consta que antes de regresar a su país intentó confiarla sin suerte a alguien, a algún vecino sensibilizado o ciudadano identificado con la talla, y no lo encontró en Barcelona”. La figura del niño Jesús explica la reacción de Philip. Unas manchas se reflejan a modo de lágrimas en su cara, parece incluso que el calor hubiera fundido la cola o la pasta que enganchaba a los párpados y es evidente que el fuego afectó a los ojos del Jesuset. La menuda imagen adquiere todo su sentido en la iglesia del Pi de manera que nadie se ha planteado que pueda pasar a formar parte del Museo Olímpico para recordar aquella Olimpiada que contó con cerca de 6000 atletas inscritos, representantes de hasta 23 naciones, a pesar de las amenazas de sanción recibidas por parte del Comité Olímpico Internacional.
Aunque el boicot a los Juegos de Berlín no funcionó, algunas federaciones dieron libertad de elección a sus atletas y la Barcelona republicana acogió a muchos participantes procedentes del mundo del olimpismo obrero y de distintas agrupaciones cívicas de países como Estados Unidos. La ciudad, sede de la Exposición Universal de 1888 y de la Internacional en 1929, se convirtió en un punto de referencia del deporte y del espíritu antifascista en el mundo durante unas jornadas previas al golpe militar del 18 de julio en las que sobresalió la tarea organizativa de los ateneos y entidades deportivas populares, momento muy bien relatado en el libro L’altra olimpiada de Carles Santacana y Xavier Pujades. Además del olimpismo oficial, existía un universo de olimpismo obrero y la Olimpiada Popular pretendía acoger a ambos y a cuantos quisieran expresar su rechazo a Berlín.
El deporte fue siempre una de las mayores expresiones de la moderna sociedad industrial catalana y la vocación olímpica de Barcelona sería una constante desde 1924 hasta conseguir los Juegos en 1992 después de los intentos frustrados de 1972 y 1936, el año de aquella Olimpiada Popular tan silenciada que ahora se recuerda de forma puntual cada vez que aparece un motivo tan sugerente como el del Jesuset de la Olimpiada Popular.