Repaso mi archivo de recetas en la computadora: dulce de peras, chutney de mango, lenguado en salsa verde, mero a la sartén, risotto de coliflor y queso, berenjenas en escabeche, membrillos en almíbar, dulce de kinotos, sopa de morillas, lubina al horno, pan de campo, pan de harina integral, pan trenzado, masa madre, pan de masa madre, arrollado de canela, biscotti de almendra, niños envueltos con hojas de parra, tortas de trigo. Nada. Busco en mi cuaderno de recetas escrito a mano: flan, pejerrey relleno, osobuco al vino tinto, risotto de calabaza, risotto de peras y queso azul, sopa de remolacha, sopa de tomates, sopa de lentejas, tallarines, ceviche de hongos, ceviche de salmón, milhojas de papas, salmón en hojaldre, crumble de manzanas. Nada. Yo sé que hice algo con eso pero el semolín, el ingrediente que descubrí durante la pandemia, que compraba en una dietética porque no lo conseguía en ninguna otra parte, no aparece. Sé que lo usaba en una receta difícil que llevaba mucho tiempo de preparación, pero no sé de qué cosa formaba parte indispensable el desesperante semolín. La búsqueda me arrojó, una vez más, a aquel tiempo paralizado en el que, evidentemente, pensaba transformarme en chef o sobrealimentar al hombre con quien vivo. O simplemente encontraba en la cocina ―un privilegio porque ¿cuántas personas podían comprar todas esas cosas en aquella situación carcomida por precariedades?― un sitio en el cual hundirme durante horas después de una jornada de trabajo alienante. Ya no cocino con aquella intensidad, quizás por el exceso cometido, por falta de ganas o porque me interesan más otros asuntos. Pero la pregunta por el ingrediente perdido me persigue desde hace días y hace que me pregunte cuántas otras cosas yo era y ya no soy, yo tuve y ya no tengo, yo supe hacer y ya no sé. Qué parte de mí, como el semolín, se perdió para siempre durante aquel tiempo que recuerdo tanto.