Pacific Palisades ha desaparecido, pero su comunidad no. Cuando Chris Babcock llega a las ruinas de su casa de la calle Las Lomas, le da una voz a Steve Eckhoff, su vecino, desde el otro lado de la avenida. Los dos hombres, pasados ya los cincuenta años, se acercan y se funden en un abrazo emocionado, pero no demasiado largo. “Estamos en el mismo barco. Estamos sanos y salvos, es lo único que necesitamos”, dice Babcock. Es jueves por la tarde y han pasado casi dos días desde que evacuaron sus viviendas, a 20 metros la una de la otra. Cuando se marcharon, asediados por el incendio de Palisades, que ha arrasado 8.100 hectáreas del terreno más llamativo y fotografiado de la Costa Oeste de Estados Unidos, tenían sus casas. Ahora, solo un terreno cubierto de llamas humeantes, cascotes y clavos. De la vivienda de los Babcock queda en pie la chimenea. En la de los Eckhoff, ni eso. “Muchos me preguntan si voy a reconstruir. Lo haré, pero solo si tengo a los mismos vecinos”, responde firme Babcock.
El Palisades fue el primero de los focos del gran incendio que asedia Los Ángeles. Y en solo un par de días se tornó el más destructivo de la historia de una ciudad que combate, en paralelo, a otros cuatro. Y sin mucho éxito. Por ahora, Palisades solo está contenido al 6%. La terrible ola de incendios ha dejado cinco fallecidos, todos ellos en el siniestro del este, el Eaton, el otro gran frente en el que luchan los bomberos. Las autoridades no descartan que la cifra de muertos se incremente en los próximos días, una vez que la emergencia pase y comiencen los trabajos de limpieza. Lo mismo sucede con los daños, que no han sido cuantificados completamente y cuyo cálculo, de más de 10.000 construcciones destruidas, procede de imágenes aéreas. Las llamas han arrasado sobre todo residencias.
Barrios completos de Pacific Palisades fueron reducidos a escombros. Hay calles que se salvaron, de otras apenas queda un árbol en pie. El fuego, ingobernable, destruye al azar.
Caminar por el área del incendio es como hacerlo por zona de guerra. De muchas de las casas solo queda el número, marcado en la acera. La de Chris Babcock, en el 665 de Las Lomas, se ha quedado reducida al mismo puñado de ruinas que la de sus vecinos. Llevaba en el barrio desde 1972, y en esa vivienda más de tres décadas. Salió apresuradamente con su esposa y sus perros. Atrás dejó su coche de colección, un Audi Quattro, que se incendió, y otro, en la calle, que se salvó de milagro.
“Esto no tiene precedentes”, afirma quien ha visto muchos fuegos de cerca. Nada se compara a lo ocurrido esta semana, cuando unos vientos huracanados soplaron del interior a la costa. El vendaval afectó una zona que ya era una bomba de relojería.
“Mira esos árboles de ahí, son un peligro”. Chris señala un espécimen alto y aún en pie, pero carbonizado. “Construir casa tras casa durante 80 años en el mismo sitio hace que todo esté concentrado. A esto se sumó el exceso de vegetación y un terreno plano. Todo ello hizo que el fuego se propagase con suma facilidad. Los bomberos no podían contra ello, no podían contra el viento, era imposible. Ni podían avanzar por calles tan estrechas”, añade.
Otro problema fue la larga temporada de incendios, que suele acabar en septiembre, pero que ahora se extendió hasta el nuevo año, casi sin lluvias: “Esto es una tragedia, nunca ha pasado algo así, pero sentíamos que iba a ocurrir tarde o temprano”, dice Chris. Su único remordimiento es que entre él y sus vecinos no hayan comprado un avión que rociase agua desde el aire. “Lo rentábamos dos veces al año, pero si lo alquilas durante cuatro años seguidos… pues tarde o temprano lo mejor es adquirirlo”, lamenta, siempre en tono sorprendentemente buenhumorado.
Muchos han subido esta mañana a las colinas de Temescal para ver con sus propios ojos la dimensión del desastre. “Esto me recuerda a las fotografías de la Segunda Guerra Mundial”, comenta Brian Lallment, de 71 años. El hombre quería saber si seguía en pie la casa en la que creció y donde vive su madre, de 92 años. Subió Jacon Way con optimismo. Había pocas casas en buen estado, y cuando llegó al 664 solo encontró cenizas. “Esa casa en pie, esa casa en pie y nosotros jodidos”, contaba en perfecto español, que aprendió de su exesposa venezolana. Supo que ese era su hogar porque encontró las conchas marítimas que recolectó dando la vuelta por el mundo en barcos de investigación científica. La piedra amatista que había traído de Brasil, y que se quedó tras su primer divorcio, cambió sus brillantes colores por un mortecino color ceniza.
Los padres de Lallment llegaron en 1959 a Pacific Palisades, una comunidad fundada hace algo más de un siglo por metodistas que vieron entre sus colinas el territorio idóneo para establecer una comuna. Pagaron 39.000 dólares de entonces (hoy, unos 420.000 dólares con la inflación) por la casa, de una planta y menos de 200 metros cuadrados de construcción. “Mi padre pensó que nunca se iba a reponer de aquella inversión… y mira en lo que ha acabado”, dice Lallment. La propiedad tenía ahora un valor de 2,5 millones de dólares.
La zona se fue nutriendo de judíos que huían de la persecución en Europa; hasta aquí llegaron personajes como Thomas Mann, lo que dio al sitio el apodo de “Weimar frente al mar”. También fue habitado por los diseñadores Charles y Ray Eames o el arquitecto Richard Neutra, entre otros. Además, se convirtió en un sitio atractivo para las celebridades, que encontraban privacidad y que también han perdido sus hogares, como Billy Crystal, Paris Hilton o la pareja de actores formada por Adam Brody y Leighton Meester, quienes vivían a pocos metros de la madre de Brian. También el desaparecido Matthew Perry, actor de Friends, cuya casa fue comprada por una inversionista, quedó en pie en una zona que registró pocos daños.
A diferencia de las casas de las celebridades, la residencia de los Lallment era un ejemplo de los edificios originales de los años cincuenta: una elegante y resistente chimenea de ladrillo y pisos de roble rojo. Como dicta la cultura estadounidense, era de madera, un material importado desde Canadá desde el puerto angelino de Long Beach y que permite levantar una construcción completa en pocos días. El problema, como se ha visto, es que el material es muy inflamable. Más en condiciones como las recientes, con vientos que podían hacer volar las brasas a tres kilómetros de distancia. Esto, combinado a la humedad más baja desde 1962, creó un infierno que se ha llevado por delante uno de los barrios más exclusivos de Los Ángeles.
Golpe a la imagen angelina
Bajando a la costa desde Palisades, unos 15 minutos en coche, aparece el brillante Pacífico. A la izquierda, la ciudad de Santa Mónica, aún bajo órdenes de evacuación que en total han afectado a más de 180.000 personas. A la derecha, Malibú, una comunidad que ha ayudado a construir la imagen de ensueño que se tiene de California: de carreteras infinitas, de suaves curvas, residencias al pie de la playa, palmeras balanceándose, restaurantes con olor a salitre y atardeceres bucólicos. Eso ha desaparecido. Aquellos hogares y bungalós de millones de dólares han sido destruidos por el incendio Palisades.
Las palmeras ahora son largos palos carbonizados. Desde las montañas o a pie de playa, solo se ve humo y, de tanto en tanto, llamaradas en ciertas zonas. La línea de la costa es lo único que permanece en el paisaje, aunque con el océano cargado de manchas marrones, cenizas y restos de los incendios. Nadie irá estos días a comer a Moonshadows, uno de los más célebres restaurantes de la zona, con espectaculares vistas del Pacífico desde su cálido porche acristalado, porque ya no existe. Ha desaparecido por completo, engullido por las llamas hasta los cimientos; apenas queda en pie la explanada de su aparcamiento. Las famosas casetas azules están vacías de vigilantes estos días, pero las playas también están vacías de bañistas y surferos a los que vigilar. El paso por la zona, por la célebre carretera Pacific Coast Highway, está cortado: no hay nada que ver aquí, más que devastación y horror. Solo el tiempo dirá cuánto tarda Malibú en levantarse de sus cenizas.