Al bajar del coche en el barrio de Areños, en Cosgaya, un pequeño pueblo del Valle de Liébana, la primera pregunta que asalta es como habrán llegado a un lugar tan sumamente remoto tantas matrículas extranjeras. Un buen puñado de vehículos franceses, holandeses y británicos se mezclan con otra nada pequeña cifra de coches patrios llenando el pequeño aparcamiento al borde del río Deva en el que empieza y termina la aventura gastronómica de cuantos tienen la suerte de haberse dado de bruces con el Hotel del Oso.
Fundado en 1971 por Severo Rivas y Caridad González —un matrimonio oriundo del mismo Cosgaya, compuesto por un constructor autodidacta y una emprendedora con habilidades privilegiadas para la cocina— el Hotel del Oso se ha convertido en una referencia imperdible para los amantes del cocido, cuyo formato local, el ahora celebérrimo cocido lebaniego, manejan como verdaderos alquimistas en la cocina del establecimiento.
Actualmente regentado por las cuatro hijas del matrimonio —Ana, Teresa, Irene y Cari, todas devotamente implicadas para con el perfecto funcionamiento del hotel y el restaurante— la propiedad hotelera es testigo diario de una experiencia culinaria democratizadora.
El cocido lebaniego de El Oso, a un precio de 13 euros (a los que es recomendable añadir 7 euros más para degustar la espectacular sopa) conquista sin distinción de condición, sueldo o estofa. En el comedor del restaurante conviven felices, a metro y medio de distancia, transportistas que recorren casi a diario la ruta Potes-Fuente Dé —el último pueblo del valle— con los dueños de los Jaguars vintage con matrícula británica del parking, algunos de los cuales afirman peregrinar anualmente al hotel desde su isla usando el ferry que cruza el mar Cantábrico desde Portsmouth, al sudeste de Inglaterra.
En una posición tan remota parece consecuencia lógica deducir que el denominador común no será otro que el buen comer, garantizado por un equipo volcado por convertir su experiencia en una revelación culinaria. Desde el restaurante, no dudan en otorgar todo el mérito al seguimiento de una tradición marcada por el respeto al producto y la calidad supina de los ingredientes, cuya procedencia, en su gran totalidad, no es sino la misma que aquella con la que se prendiera fuego a los fogones hace ahora 53 años.
Proveedores de varias generaciones
Jesús Gómez, “Chuchi”, de la carnicería Esteban y Chuchi, recuerda conocer a Severo cuando él aún era adolescente y era su padre quien surtía de carne de ternera, morcillos y cachinas caseras al hotel. En Cervera de Pisuerga, población cercana al valle, su familia sigue criando, cebando y distribuyendo producto a negocios de la zona. Asegura que desde el hotel exigen producto que respete la misma calidad que han servido todo este tiempo: terneras cruce de limusina de entre 11 y 14 meses que pastan en tierras cercanas a la propia carnicería durante 5 meses y posteriormente ceban con una dieta estricta de maíz, cebada y trigo de la zona. Esta última parte de su alimentación, confirma, es la que consigue otorgarle al producto la correcta infiltración de grasa, la ternura y la jugosidad adecuada para convertirlo en una carne de primera.
Chuchi y su familia —con un negocio que en la actualidad da trabajo a una plantilla de nueve personas— llevan repartiendo al hotel, de forma semanal, desde hace 47 años.
Sergio Martín provee de verduras a El Oso desde su huerta en las inmediaciones de Potes, cerca del Monasterio de Santo Toribio de Liébana y a escasos 14 kilómetros del propio hotel, un enclave que junto con los cuidados de un verdadero conocedor de la siembra ayuda a justificar la calidad de las verduras. Cuenta Sergio que su abuela vendía al hotel cebollas rojas —que aún se encuentran trenzadas y convertidas en un fantástico ornamento— “alubias del barco”, pimientos del padrón, judía verde y los mismos repollos que siguen utilizando en El Oso para su cocido lebaniego, que consume 15 repollos a la semana.
Sergio tomó el relevo de su abuela incrementando la producción y sumando a la huerta hortalizas y verduras como el tomate, que asegura nunca ha sido un producto típico de la zona, pero que ahora las (in)clemencias del tiempo parecen permitir cultivar con mucho éxito, uno que demuestra la llegada de varios clientes a la misma huerta poco después de que nos reciba, en pleno mes de octubre.
Además de la compra in situ, ofrece sus productos en el mercado de los lunes en Potes, distribuye en los valles de Liébana y Camaleño, surte a negocios particulares y reparte, además, una vez a la semana en Santander.
Con semejantes materias primas en cocina, faltará aplicar el expertise que Caridad González transmitiera a Carlos, jefe de cocina, y a Cari, su hija pequeña, en los muchos años en los que ejerció como cocinera. Carlos, que lleva en El Oso desde 1995, es el que desglosa el proceso de elaboración del celebrado cocido lebaniego.
Cómo se elabora el cocido
En el nutridísimo caldo que hacen posible el hueso de jamón, el zancarrón, el pescuezo, la falda de ternera, el chorizo, la panceta adobada y, dependiendo del día, la oreja y/o manitas de cerdo que Chuchi facilita al hotel, la olla de 60 raciones que preside los fogones de la cocina cuece ocho kilos de un pequeñísimo garbanzo procedente de la localidad salmantina de Gomecello. En la Liébana la legumbre habría dejado de cultivarse hace años. Tras 3 horas y 35 minutos de cocción, el orgulloso encargado de la olla dejará el caldo reposar, para después separar las viandas en diferentes fuentes.
En otra olla menos contundente, pero igualmente animada, se cuece el repollo y la berza, esta última cultivada en el pequeño huerto de la familia, a la vista de todos sus huéspedes, a 20 metros del fogón.
La peculiaridad del plato insignia del hotel, como del valle, no obstante, reside en el denominado “relleno”, un sencillo elemento que diferencia el plato de cocidos vecinos, como el maragato o el más popularizado cocido madrileño.
El relleno integra miga de pan posada de días atrás, que en el Oso separan cuidadosamente de la corteza a cuchillo para luego integrarlo con huevo en una masa que aderezan con chorizo, tocino y perejil. Posteriormente, la masa se fríe muy lentamente en aceite de oliva, para dar lugar a una suerte de bizcocho de pan y huevo que luego se rehidratará con el nutritivo caldo procedente de la olla.
Ya en el comedor, sobre manteles de Bassols perfectamente planchados y platos de Villeroy & Boch rebosantes de una energizante sopa, se sucederán las fuentes dispuestas con los garbanzos, el repollo y las viandas, servidas en seco.
Bajo la atenta mirada de la jefa de sala Raquel Floranes, que lleva 30 años trabajando en el hotel, y un equipo volcado en el arte de agradar al comensal, el ambiente se vuelve rápidamente animado con la incesante charla de una clientela satisfecha compuesta por grupos de feriantes locales, camioneros, grandes mesas familiares que celebran el rito del peregrinaje al hotel, políticos, reconocidos enólogos, montañeros y el conocido del Jaguar.
Con un oficio sacrificado y a veces injustamente reconocido, Ana Rivas, que además de copropietaria trabaja atendiendo el restaurante desde los 13 años, confiesa la enorme satisfacción que actúa de motor para su trabajo: el agradecimiento y el respeto que sus clientes muestran para con su negocio: uno que, junto a sus hermanas, seguirán defendiendo con valores de humildad, honestidad, constancia y una enorme ilusión por compartir las bondades del valle.
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