Édouard Louis: El abismo entre cenar con la tele puesta o sin ella | Ideas


Édouard Louis en 2020 durante una de las representaciones de su adaptación dramática de su libro '¿Quién mató a mi padre?'.
Édouard Louis en 2020 durante una de las representaciones de su adaptación dramática de su libro ‘¿Quién mató a mi padre?’.Jean-Louis Fernamdez

Recuerdo la rapidez con la que conocer a Elena me separó de todos los que habían formado parte de mi vida antes de marcharme a Amiens. No sólo tú [el autor se dirige a su padre]. Cuando volvía a casa los fines de semana, ya no me reconocía en la realidad que me rodeaba; bastaron unas cuantas horas con Elena para que se viniese abajo todo lo que había aprendido entre mi nacimiento y mis catorce años. De repente ya no soportaba las cosas que me habían gustado antes de entrar en el liceo, las cosas que compartía con mi madre y contigo a pesar de lo que nos separaba, las horas pasadas delante de la televisión todas las tardes, siete u ocho horas antes de acostarme, o los días jugando a un juego de consola, o las bromas sobre las mujeres que hacías a la hora del aperitivo cuando los que llamabas tus “amigotes” venían a beber pastís contigo, esas bromas que a Elena le parecían vulgares y violentas, o las tardes en la plaza del pueblo cuando había feria y venta de artículos de segunda mano, que antes me encantaban; las pocas cosas que aún nos unían se volvieron imposibles.

Te guardaba rencor por no poder contarte lo que había sentido al entrar por primera vez en casa de Elena, el mundo que se ofreció ante mí, el continente que descubrí a través de ella. Me habría gustado hablar de eso con alguien, creo, poder expresar la violencia de lo que estaba ocurriendo en mi interior, no una violencia destructiva, no, al contrario, una violencia hermosa, la del desarraigo, la de la posibilidad de una forma de libertad.

No encuentro las palabras, no sé cómo decirlo, sabía que había otras vidas antes de conocer a Elena, claro, ricos y pobres, privilegiados y excluidos, gente a nuestro alrededor que tenía ventajas que tú no tenías, como la farmacéutica del pueblo o el alcalde, que tenían dinero y buenas casas, pero hay que entrar en esos mundos para darse cuenta de hasta qué punto la diferencia es real, hasta qué punto está en todo, no sólo en el dinero, sino en las formas de pensar, de andar, de respirar, en todas partes. Me habría gustado poder describirle a alguien ese abismo y mi fascinación, el hecho de que comprendía nuestro mundo a través del de Elena y el de Elena a través del nuestro (pero quizá también digo “me habría gustado contarte todo esto” sólo porque es demasiado tarde, y porque, protegido por la imposibilidad radical y cronológica, puedo atribuirme todas las intenciones, las más bellas y las más poéticas; quizá, en el fondo, me gustaba guardarme esos descubrimientos para mí y me gustaba ese nuevo silencio entre tú y yo).

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En casa me había convertido en un extraño. Tú y mi madre notasteis ese cambio en mi manera de ser. Imitaba lo que veía en Amiens, ya no decía que quería comer sino que quería cenar, ya no quería ver la televisión por la tarde. Ya no soportaba las frases hechas, “lo que hace falta es que vuelva la pena de muerte” o “a fin de cuentas, la derecha y la izquierda son lo mismo”, me irritaba cuando las decíais, gruñía “qué tonterías”. Me dolía no tener unos padres como los de Elena, que ponían en tela de juicio todos los principios en sus conversaciones, y me avergüenzo de haberlo pensado porque sé que es falso, pero para mis adentros os reprochaba falta de inteligencia y de complejidad, al contrario que los padres de Elena. Es como si en casa de Elena descubriese emociones que nunca había sentido durante mi infancia, no por la edad ni porque antes fuera demasiado joven sino porque ni siquiera sabía que existían: la melancolía, la exaltación artística, el letargo, y quizá en parte es cierto, quizá algunas emociones son inventos burgueses (era antes de que me diera cuenta de que la burguesía también suele ser incapaz de ciertas emociones, como la rabia o la compasión, pero entonces no lo veía). Le daba consejos a mi madre sobre cómo educar a mi hermano y a mi hermana, menores que yo: No tiene que ver tanta televisión, por qué no haces que escuche música clásica, y ella se enfadaba. Yo utilizaba palabras nuevas, palabras sin importancia pero que me parecían distinguidas, fastidioso, extraordinario, bucólico, ya no decía las ocho de la tarde sino las veinte horas, palabras de otro mundo, y mi madre se burlaba de mí: “Habla como los médicos”.

Le mandaba mensajes a Elena diciendo que odiaba a mi madre, que os odiaba. Me quejaba de que mi familia no entendía en lo que me estaba convirtiendo, que no podíais entenderlo porque nadie de la familia había estudiado o vivido lo que vivía yo, pero no era verdad, mis quejas eran falsas, en el fondo esa incomprensión y esa distancia me halagaban.

Una noche, después de cenar, le dije a mi madre: Voy a hacerme el té, ¿quieres uno?; no dije hacerme un té sino hacerme el té, como Elena. Lo dije para poner de manifiesto la nueva persona que creía ser. Mi madre me miró y se echó a reír: Ojo con éste, ahora juega al señorito, es de la nobleza, se hace el té. Fingía reír, pero noté la herida en su voz, en su cara.

Tú no decías nada. Veías la televisión, en silencio, como siempre, y no sé qué pensabas de mi transformación.

Sabía que había ricos y pobres, pero no que la diferencia es real. Está en todo: en el dinero y en la forma de pensar, de respirar

Tras la primera visita a casa de Elena, fui allí cada vez más regularmente. Su madre me invitaba a cenar con ellos los fines de semana, a dormir en la habitación de invitados, y yo hacía todo cuanto estaba en mi mano para ir al pueblo lo menos posible, para alejarme de manera aún más radical de mi madre y de ti. Quería oír a Elena sin cesar, estar en su casa, escuchar con ella los discos de Glenn Gould o de Keith Jarrett que le gustaban, o los de Brahms, por quien su madre sentía admiración. Para mí, todo lo demás se había convertido en una pérdida de tiempo. Incluso las noches de entre semana evitaba el internado, que es donde tendría que haber estado; Nadya me decía que su casa era también la mía y que podía pasar allí todo el tiempo que quisiera. Durante la cena, la hermana pequeña de Elena interpretaba sonatas al piano para nosotros. Nadya regalaba libros a sus hijas, García Lorca, Victor Hugo, Sylvia Plath.

En casa de Elena, sobre todo, tenía que darle la vuelta a todo lo que había aprendido contigo; su mundo era el nuestro invertido. Tú me habías enseñado que había que ver la televisión sentados a la mesa, que la hora de cenar era el momento de ver la tele en familia, primero los informativos y luego una película o una serie. Si mi madre intentaba decir algo o si yo quería contar una anécdota de mi jornada escolar, te enfadabas, nos mandabas callar. Decías que ver la tele por la noche era de buena educación. En casa había cuatro o cinco televisores, ibas a buscarlos al vertedero y los reparabas, una tele en cada dormitorio y una en el comedor. La veíamos por la mañana antes de ir al colegio, por la noche antes de acostarnos, por la tarde los fines de semana. En casa de Elena no había televisión ni en el comedor ni en los dormitorios, pero, además, comprendí que en su familia la cena era el momento de hablar, contar cómo había sido el día, compartir proyectos, exponer ideas.

En su casa la cena era una ceremonia durante la cual había que conversar, y de mala educación habría sido lo contrario. ¿Cómo es posible que su modo de vida y el nuestro fueran tan opuestos de forma tan simétrica, tan caricaturesca?

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