Todos hemos sospechado alguna vez, por ciertas señales, que una situación iba a terminar mal. Así lo ilustra la expresión popular “estar más mosqueado que un pavo en Navidad”, dicho de orígenes inciertos, pero tan elocuente que hace inevitable una sonrisa. En el caso de los pavos, no puede decirse que les pille por sorpresa, pues el destino de miles de estas aves es, desde hace siglos, servir de plato principal en muchas mesas navideñas. Tras su temprana llegada a Europa desde América de la mano del propio Cristóbal Colón, junto a otros alimentos que modificarían para siempre la dieta del Viejo Continente, como el pimiento o el maíz, el pavo se convirtió en tiempo récord en un indispensable de las mesas aristocráticas del Renacimiento y en un elemento omnipresente en bodegones y escenas de banquete.
Al pavo que pintó Goya a comienzos del siglo XIX le ha llegado su inevitable sino. Postrado en el desangelado suelo del corral, Un pavo muerto (1808-1812) está lejos de provocar apetito o de sugerir el festín del que será involuntario protagonista. Nada a su alrededor incita a la fiesta, no hay ricas viandas de acompañamiento ni hambrientos comensales a la vista. Tampoco su gesto propone la aceptación de la muerte. No parece un animal sacrificado, sino más bien un ser al que la vida se le ha arrebatado violentamente. Así lo transmiten la forzada torsión de su cuerpo y el ala levantada, en un último y desesperado vuelo hacia la muerte.
La triste sensación que invade al espectador no es casual. Y es que el contexto en el que se pintó este cuadro, junto a los otros 11 que componen la serie de bodegones realizados por el pintor de Fuendetodos, no pretendía ser un canto a la vida y sus placeres, sino representar simbólicamente la cruda realidad de una contienda bélica. Realizado al mismo tiempo que sus Desastres de la guerra (1810-1815), el paralelismo entre ambas series parece evidente, como reflejan los cuerpos amontonados del cuadro Aves muertas y el grabado Tanto y más (1810). El desasosiego que genera este pavo resulta lógico: el animal no representa la alegría de un banquete navideño, sino la muerte y la violencia de sus compatriotas en la guerra de la Independencia (1808-1814).
Explorando una dimensión de áspera crudeza, apenas esbozada por el bodegón español, pero que contaba con interesantes ejemplos en el arte europeo, como El buey desollado (1655) de Rembrandt, Un pavo muerto se opone diametralmente a la imagen tradicional del ave americana en las naturalezas muertas europeas. Desde su llegada a Europa, de la mano del propio Cristóbal Colón como muestra y, poco después, como regalo, esta ave se convirtió en tiempo récord en un indispensable de las mesas aristocráticas del Renacimiento y en un elemento omnipresente en bodegones y escenas de banquete y al delicado concepto que, desde hacía siglos, tenían de ella quienes la degustaban.
Complejas recetas para una carne especial
A las aves conocidas y consideradas ya en la Antigüedad como el sumum gastronómico, el pavo las aventajaba en sabor y textura. Las dificultades para su adaptación a los fríos inviernos europeos y su violento carácter no desincentivaron a sus dueños y cocineros, que no dudaron en diseñar complejas recetas, como una salsa que Hernández de Maceras denominó “salsa real” en su Libro del arte de cozina (1607) y que incluía especias como la canela, el clavo o la pimienta. Todavía más fastuosa era la preparación en empanada, como la de Pieter Claesz en su Naturaleza muerta con pastel de pavo (1627), donde se observa cómo, sobre la masa de hojaldre, situaban las plumas y la cabeza del animal, con una ramita de flores en el pico, mientras que su carne se colocaba dentro del pastel. Con similar presentación se prepararían las “empanadas de pabos [sic] en masa blanca” que Martínez Montiño proponía en su Arte de cocina (1611) para un menú navideño.
Que el cocinero español más importante del siglo XVII incluyera esta ave exótica entre los ingredientes propios de estas fechas parecía obedecer a razones prácticas. Atentos a los ciclos de la naturaleza, los cocineros de la Edad Moderna pronto fueron conscientes de que era, precisamente, en esta época del año cuando la carne de este animal estaba en su punto óptimo. Como resumiría siglos después el gastrónomo Ángel Muro en su Diccionario general de cocina (1892), el momento propicio para su nacimiento es el mes de abril, pero, al cabo de un año, “son duros y de mediano comer”, por lo que “hay que matarlos para Navidad”. Parafraseando a Marvin Harris, el simbolismo vendría después.
Por ello, pese a que el pavo fue convirtiéndose en un alimento familiar, hasta el punto de simbolizar al pueblo español en el cuadro de Goya, continuó manteniendo ese halo de alimento reservado para ocasiones especiales, como la cena de Navidad. A ello contribuyó sin duda una receta decimonónica procedente de Francia: el pavo trufado, compleja preparación que precisaba de una decena de ingredientes, mucho tiempo y pericia, y que se convirtió en un plato inexcusable en los más suculentos menús festivos. Como afirmaba el célebre gastrónomo Brillat-Savarin en su Fisiología del gusto (1825), “desde comienzos de noviembre hasta finales de febrero, se consumen en París 300 pavos trufados al día”.
En España, estas y otras preparaciones levantaron pasiones y se convirtieron en objeto de deseo, como muestra la cultura popular en el juguete cómico La pava trufada (1856), de José Marco, la Zarzuela El pavo de Navidad: asado de circunstancias, trufado en verso, estrenada en el Teatro Variedades en la Nochebuena de 1866, o la película Morena Clara (1936), donde Imperio Argentina cantaba aquello de “Échale guindas al pavo”, versionada después por numerosos artistas, como Lola Flores o Raphael.
La industrialización y el pavo
Relleno de trufas o de otros ingredientes, como salchichas, orejones, ciruelas, piñones y castañas que propone Ignasi Doménech para sus “Pavos asados a la catalana” en La cocina elegante (1904-1905) o en galantina, del que aseguraba que Lhardy despachaba toneladas los domingos, la fama del pavo sobrevivió al proceso de industrialización que, según afirma Harold McGee en La cocina y los alimentos (primera edición en español, 2007), se inició a finales de los años veinte del siglo pasado, cuando un criador de la Columbia Británica desarrolló un espécimen de 18 kilos, con los músculos de vuelo y los muslos hipertrofiados, que permitió su producción en masa, convirtiéndola en una carne asequible, pero insulsa.
Frente a esta variante industrial, se erige triunfante el pavo entero cada Navidad, cebado con mimo en sus últimas semanas para tener un sabor y textura especiales, y relleno de ingredientes suculentos. Todo un reto al que se da buen fin gracias a la inestimable ayuda de las recetas de madres y abuelas, o de su moderna versión digital, que permitirán revivir, otro año más, este magnífico vestigio de romanticismo culinario.