Durante al menos nueve años, Dominique Pelicot, de 72, violó a su esposa mientras se encontraba sedada con tranquilizantes que le suministraba escondidos en la comida o en la bebida. También lo hicieron, al menos, otras 71 personas, de las cuales 50, igual que Pelicot, esperan este jueves desde las 9.30 la mañana el veredicto del tribunal en Aviñón (Francia). Pelicot contactaba con todos ellos por internet y les ofrecía acudir a su domicilio familiar, entrar sigilosamente y agredir sexualmente a su esposa, con la que llevaba 50 años casado. Gisèle Pelicot solo fue consciente de todo ello cuando vio los vídeos en comisaría. Hoy tiene 72 años, tres hijos y una vida atravesada por un agujero negro de medio siglo. También, esa es su victoria particular en medio de un sufrimiento indescriptible, la sensación de que el horror vivido no habrá sido en balde.
La sentencia que se comunicará este jueves pone fin a un juicio en el que, en el fondo, el veredicto es lo de menos porque no hay dudas sobre cuestiones de culpabilidad. Todos los acusados fueron grabados por Dominique Pelicot. Sobre todos ellos hay pruebas irrefutables, aunque solo 16 pidieran disculpas a la víctima y alguno siguiese al término del juicio sin reconocer lo que hizo, aun a pesar de estar grabado. Da igual. Lo que importaba eran dos cosas. Primero, entender los motivos del horror. Algo a lo que difícilmente se podrá dar respuesta. Segundo, observar el impacto y la capacidad de transformación que podrá tener en la sociedad este caso. Y eso se debe, fundamentalmente, a cómo la víctima decidió que se desarrollase.
Gisèle Pelicot optó al comienzo del proceso por la posibilidad de que este fuera abierto. Es decir, que público y periodistas pudieran entrar, tomar notas y contarlo. Algo completamente inusual en este tipo de juicios, donde las víctimas suelen sentirse injustamente avergonzadas de lo sucedido y prefieren el anonimato. “Es la hora de que la vergüenza cambie de bando”, proclamó ella el primer día en el tribunal ante las cámaras, una de las pocas veces que ha hablado para los medios. La frase, un viejo eslogan del feminismo, se convirtió inmediatamente en una bandera del proceso y de una lucha, o más bien un primer asalto, que ha durado 5 semanas (comenzó el lunes 2 de septiembre en Aviñón y se alargó hasta este pasado lunes, 16 de diciembre).
Todo empezó en un supermercado de Carpentras, en la región francesa de la Provenza. O más bien, todo terminó ahí. El 12 de septiembre de 2020, el vigilante de seguridad del establecimiento, uno de esos personajes secundarios que en realidad determinan la profundidad de las historias, vio a un hombre filmando por debajo de la falda a varias mujeres con su teléfono. “Su teléfono graba bien desde ahí, ¿eh?”, inquirió a aquel supuesto cliente. El guardia jurado alertó a las mujeres, siguió increpando al hombre que grababa y le encerró en una estancia del supermercado hasta que llegó la policía. Aquel hombre era Dominique Pelicot y acababa de llegar al final del viaje al horror al que había arrastrado a su esposa durante al menos una década.
La policía interrogó a Pelicot y le dejó en libertad. Parecía un simple mirón. Un viejo con impulsos voyeuristas. Pero otro personaje secundario, Laurent Perré, uno de los policías que se encargó del caso, decidió pedir al juez un registro de la casa de aquel hombre. Cuando entraron los agentes, encontraron un ordenador y un disco duro con más de 20.000 vídeos y fotografías en las que, principalmente, aparecía Gisèle Pelicot, esposa de aquel jubilado, siendo violada por decenas de hombres distintos mientras ella, aparentemente, se encontraba dormida o sedada. Ese mismo policía fue el encargado de llamar a la víctima, que ignoraba absolutamente todo lo que le había ocurrido durante aquellos años en los que sufrió mareos, enfermedades de transmisión sexual y una extraña somnolencia provocada por los somníferos que consumió inconscientemente. “Tiene que ver unas imágenes”, escuchó al otro lado del teléfono. Y ahí los últimos 50 años de su vida dejaron de tener sentido.
El primer ataque, orquestado por la persona a la que ella definió el día que la llamaron a comisaría como “un tipo genial”, se remonta a septiembre de 2013, según el análisis del material informático: varias tarjetas SIM, una videocámara, una cámara y un disco duro con más de veinte mil fotografías y vídeos. La investigación revela también que al menos 72 hombres pasaron por esa casa de Mazan, un pueblo al suroeste de Francia. Pero solo 51, incluyendo Dominique Pelicot fueron imputados.
El caso salió a la luz hace cuatro años, pero fue en septiembre, al inicio del proceso, cuando se conocieron todos los detalles. Dominique Pelicot había estado ofreciendo a decenas de hombres en una web de citas e intercambio de parejas a su esposa, con la que llevaba 50 años casado. No pedía dinero ni otra remuneración. Solo discreción y poder filmar o fotografiar a aquellos hombres que entraban en su casa de forma periódica para violar a su esposa mientras se encontraba sedada con los tranquilizantes que le administraba escondidos en la comida. Hacían lo que querían con ella, muchos incluso evitaban usar protección, a pesar de tener enfermedades contagiosas como el VIH.
Los perfiles de los 50 acusados —32 en libertad y 18 detenidos— son variados en lo personal y profesional: periodista, obrero, enfermero, jardinero, bombero… Sus vidas, en general, parecen corrientes y adscritas de forma simple al sistema, aunque los años que llevan en la cárcel muchos de ellos hayan oscurecido su aspecto. Los acusados tenían entre 27 y 74 años de edad, la mayoría era de pueblos a no más de una hora de Mazan ―el lugar donde vivían los Pelicot y donde se produjeron las violaciones. El juicio ha dado altavoz a la idea de que el monstruo, a menudo, se esconde en la puerta de al lado. También que la mayoría de agresiones se producen en un ámbito doméstico o que las armas utilizadas son, simplemente, el botiquín de casa.
El monstruo podríamos ser todos, viene a señalar el rumor que emana de las defensas de los acusados. Y ese ha sido, en parte, el clamor de lo que en Francia suele llamarse neofeminismo, una de las varias corrientes que a menudo viven enfrentadas dentro del activismo por la defensa de los derechos de las mujeres. Una idea que sigue dividiendo a un país que, sin embargo, no volverá a ser igual tras este juicio, al que la prensa de todo el mundo (unos 200 medios estuvieron ayer presentes en la lectura de la sentencia) puso nombre, apellidos y rostro durante estos cuatro meses.