El patio de butacas del Teatro Real de Madrid parece un huerto de gorros raros: abunda el clásico gorro de Papá Noel, pero también brotan sobre las cabezas árboles de navidad llenos de espumillón, coronas de rey medieval, pelucas de colorines, sombreros de paja con un globo pegado, orejas de conejo o cuernos de reno. Se respira ambiente popular en este espacio normalmente dedicado a las más refinadas esencias de la alta cultura. Cuando los bombos del Sorteo Extraordinario de Navidad de la Lotería Nacional están repletos, uno con los números y otro con los premios, y cuando se anuncia la cuantía del premio gordo (400.000 euros por boleto) la gente aplaude rabiosamente, jalea (“¡ahí está el mío!”) y todo ese huerto de gorros se menea alegremente. Cuando entran los niños de San Ildefonso, se cae el teatro.
Los periodistas se apostan en los palcos y por el borde del patio pulula esa fauna que cada año se disfraza para asistir al sorteo. Están, como siempre, el hombre disfrazado de papa, el hombre disfrazado de obispo y otros clásicos de la jornada. Vicent y Elena vienen a esta fiesta desde Valencia hace seis años. El año pasado venían ataviados de zorritos, pero este han elegido trajes falleros propios de su comunidad: “Llevamos en Madrid desde ayer [sábado], hemos alquilado un piso y hemos traído a nuestras madres, que andan sentadas por ahí, para que nos ayuden con la logística”, explican. Se han levantado a las cuatro de la mañana para preparar el peinado de Elena.
Es el gran momento de la redistribución azarosa de la riqueza, la última oportunidad del año para montarse en el ascensor social. Esta es la tropa que cree más en la esperanza que en la triste ciencia de las probabilidades. Piensan que viniendo aquí, estando presentes, llevando un disfraz, están engrasando los ignotos mecanismos del azar, atrayendo la suerte, tan esquiva para algunos. Hay “objetores de conciencia” de la Lotería de Navidad, los que piensan que es una práctica irracional, que es tirar el dinero, que es una forma artificial de inflar el optimismo de la población. Pero esos no están aquí.
Ojo, igual venir funciona: hace dos años el Gordo cayó en este mismo patio de butacas. Fue sobre una mujer peruana desempleada, de nombre Perla, propietaria de un décimo comprado en Asturias. Cuando cayó el premio, los servicios médicos tuvieron que sacarla del teatro para protegerla de la avalancha periodística. Prometió repartirlo entre sus hijos y la Iglesia católica.
Andan por el Teatro Real algunas celebridades del costumbrismo raro español, como El Mocito Feliz, sentado en las primeras filas, acostumbrado a figurar en los saraos más inopinados y cantar cosas dadaístas delante de las cámaras. Dice que ni siquiera ha comprado lotería, viene por el ambiente: “Ya habrá comprado mi familia”. Otro habitual es ese Don Quijote de Móstoles encarnado en José Antonio Toro, este año en una versión más colorida y jipi: “Venimos con la comuna friki de la ínsula de Barataria”, dice con una notable afonía. “Más que afónico, vengo sabinero, de esperar ahí fuera 19 días y 500 noches”, bromea. En vez de la bacía de barbero que lucía por sombrero el Caballero de la Triste Figura, lleva un escurridor de plástico rosa.
La verdad es que el espectáculo sobre el escenario no es demasiado entretenido, más bien induce al sueño, como un mantra de números y euros que te arrulla, sobre todo un domingo de invierno por la mañana. Pero el público lo soporta con paciencia, nervios e ilusión: en cualquier momento los niños de San Ildefonso pueden abrir una nueva rama del multiverso en la que uno es millonario.
Tres chavales de A Coruña y uno de Canarias, muy altos, están en ello: han venido disfrazados de pescadores, con chubasqueros amarillos y camisetas de rayas. “Queríamos venir de algo gallego, primero pensamos venir de gambones, pero luego se nos ocurrió venir de pescadores, a ver si pescamos algo”, dicen. En sus redes llevan los boletos de lotería. “Aunque lo importante es la ilusión, nos lo estamos pasando genial… Si nos llevamos algo, más contentos que nos vamos”.
La dana de Valencia tiene su presencia en el sorteo. Además de Vicent y Elena, los citados valencianos vestidos de falleros, hay otros asistentes que portan banderas de la Comunidad Valenciana, o dos mujeres del Club de Baloncesto de Chiva (CBC), una localidad afectada por la catástrofe. “Perdimos las pistas nuevas que habíamos puesto dos meses antes. La dana se las llevó. Sabemos que ha habido pérdidas más importantes, pero arreglar las pistas es importante para que los niños recuperen la normalidad, para que vuelva la ilusión”, dice Chus, representante del club. Buscan un poquito de suerte para deshacer el entuerto: el logo del CBC es un toro, como el símbolo de las fiestas patronales del pueblo, eso les infunde fuerza. “Además, mi hermana es muy lotera, venir era la ilusión de su vida, así que nos venimos para aquí: a ver si no nos cuesta el divorcio”.