Solitario es el nombre de un jabalí albino, el Moby Dick de esta novela que, a diferencia de la de Melville, no necesita de toda una gesta para ser cazado. Su muerte, narrada de maravilla por un Rivas en plena posesión de sus facultades, no es el duelo final de Tras do ceo (Detrás del cielo) porque aquí ya no hay épica, sino azar y vergüenza. Tras do ceo es un relato capaz de honrar un futuro sensible a la naturaleza entendida como fuerza de la vida. Un noir rural de acento político que actúa contra la idea mortífera de la extinción.
Aquello que hoy la ciencia descubre con asombro —el bosque está unido a sí mismo por una red infinita y subterránea; la savia circula por canales que son al mismo tiempo cauces de emoción—, la narrativa lleva siglos sabiéndolo. Y por eso los bosques preñan los cuentos y las pesadillas de los niños, por lo que no es sensato (parece decirnos también Rivas) reemplazarlos o suavizar sus calidades: antes bien, es preciso que aprendamos a reconocer el bien y a apartarnos del mal. El arranque y el final de esta novela actúan, en este sentido, como un bello contrapunto del cuento de Rosa Aneiros Os ourizos cachos e o gran río gris. La madre de los puercoespines guía amorosamente a sus hijos para que aprendan a cruzar con cuidado el gran río gris de la autopista, mientras que el leviatán del bosque de Tras do ceo es figurado por sus cazadores como un monstruo solitario. Pero como una de las cuestiones centrales de la novela es el carácter cíclico de la experiencia (hasta el punto de que su final, extraordinario, es un desmentido radical de la distinción entre la vida y la muerte), el jabalí cazado parece revivir en una cría de erizo con la que el narrador alimentará los sueños de una niña.
A efectos de las políticas del nombre, la novela distingue entre lo doméstico y lo salvaje, sin pretender que los dos ámbitos sean estancos. Es una antigua querencia del autor, cuyos títulos suelen ser muy meditados y saben casi siempre de fronteras. Pensamos entonces en el inmenso esfuerzo de reescritura que hubo de suponer traducir esta novela a otro idioma y sabemos, al leerla en gallego, que al igual que hay una ecología de los montes y los valles, tiene que haber también una ecología de las lenguas que honre la posibilidad de su existencia imprescindible y pequeña. “Hai que ter moita conta das palabras”, dice certeramente un narrador que alterna topónimos felizmente inventados (Chorima, Vilar de Vide) con otros de resonancias célticas como Amerguín o el brumoso Bosque de Acebos, indescifrable como una promesa o un recuerdo. Topónimos que confluyen con el O’Connor de Sinéad, la masificada playa de las Catedrales o los tractores John Deere.
La tarea de los lectores de Tras do ceo es desvelar todas estas políticas del nombre que operan entre Kafka y el apego. Y es así como, en general, el narrador atribuye a los animales domésticos nombres concretos, y a los segundos, nombres alegóricos. Con una notable distinción, crucial para el avance de la trama: Xallas y Navia, nombres de cuervo y de río. El narrador los bautiza sin que nadie lo escuche. Porque hay dos tipos de silencio, como Dombodán sabe sin citar a Heidegger. Este es el privilegio de las formas sensibles, fruto de aquello que Badiou llamó la “Edad de los poetas”: son los filósofos quienes, abrumados por el peso de una imagen verbal, guardan silencio ante la maestría de quienes no necesitan de categorías para hacer volar el lenguaje.
Este uso estratégico de las mayúsculas es marca, en Tras do ceo, de un nuevo objetivismo de todo menos neutral. Chisme es el nombre que se le da al teléfono móvil, dispositivo del que se hace un inteligente uso narrativo, al amparo de tramas que vinculan la pandemia, las operaciones policiales contra la trata de blancas, el narco, el recuerdo del elefante de Botsuana y los barcos de Open Arms. Un nuevo objetivismo orientado a la defensa de un mundo amenazado, pero consciente de que quienes mejor conocen el territorio son, también, quienes tienen las mejores armas para destruirlo. Por omisión o por complicidad, y también desde el más puro empirismo: la caza es el arte de desvelar pisadas, y desde el clásico estudio de Ginzburg sabemos que el demonio vive en los detalles y que el poder para reconocer indicios apenas visibles es un poder de vida y un poder de muerte.
El Solitario era blanco, como blanca era Aldara, la cierva ancaresa a la que, según una leyenda viva, descuartizaron sin sospechar que era, en realidad, una doncella. Blanco era también el rey de los animales galeses, aquel Twrch Trwyth de los Mabinogion que escondía tesoros en sus púas, como esta novela esconde sus deudas con la materia artúrica, veta de esplendor de la literatura gallega, de Cunqueiro a Méndez Ferrín. En esta estirpe de cazadores cazados milita Manuel Rivas, maestro de esa antigua arte de anudar ojos, oídos y boca que llamamos novela.
Manuel Rivas
Alfaguara, 2024
216 páginas. 19,90 euros
Manuel Rivas
Xerais, 2024
216 páginas. 18,95 euros