Las imágenes de la época son elocuentes: el viejo estadio de Chamartín se construyó en una planicie desértica, en medio de la nada. Antes, desde primavera de 1901, una sociedad muy incipiente deportiva bautizada como Madrid Foot-Ball Club venía jugando sus partidos junto a la tapia del parque del Retiro, en un terreno propiedad del marmolista Claudio Estrella, suegro del presidente (y jugador) del club Julián Palacios.
Aquella agrupación embrionaria de apenas una docena de socios se convertiría en club deportivo con todas las de la ley al aprobarse unos estatutos y elegirse una junta de dirección, el 6 de marzo de 1902, con el empresario barcelonés Juan Padrós como primer presidente electo. El equipo, que ya vestía de blanco, aunque con medias negras, siguió dándole patadas al balón en la vecindad del Retiro, en el llamado estadio de O’Donnell, en la calle de La Elipa (hoy Duque de Sesto), un recinto con capacidad para 7.000 espectadores cuya construcción costó alrededor de 6.000 pesetas.
Por un entonces, contaba con varios centenares de socios, fue pionero en la construcción de una cerca de madera para separar el campo de tierra de la grada que ocupaban los aficionados y competía, de manera más o menos formal, con una pléyade de clubes locales: el Athletic Club de Madrid (huésped también del entorno del Retiro), la Real Sociedad Gimnástica Española, el Club Deportivo Nacional, el Unión Sporting o el Racing Madrid.
La conquista del este
1923 fue un año decisivo. El Madrid Club de Fútbol se trasladó provisionalmente al recinto polideportivo del velódromo de Ciudad Real, donde acababa de inaugurarse el primer campo de fútbol de hierba de España. En paralelo, el presidente, Santiago Bernabéu y Úbeda, adquirió unos terrenos en el límite meridional de un municipio vecino, Chamartín de la Rosa, con la intención de construir allí un nuevo estadio. Los obtuvo a un precio muy razonable: los hijos del marqués de Casa Palacio y de Villarreal de Álava, aficionados al fútbol y seguidores del club, le ofrecieron a Bernabéu un ventajoso arriendo de seis años con opción de compra de un inmenso baldío que formaba parte de una de sus fincas, Villa Rosa. El presidente financió la operación emitiendo unos bonos que se liquidaron en muy pocos días.
La prensa de la época dejó escrito que el Madrid se mudaba “a las afueras”. Aunque lo cierto es que el nuevo destino estaba más cerca del centro que la Ciudad Lineal, formaba parte de la minúscula aldea de Maudes, al este del arroyo que corría paralelo al final del paseo de la Castellana. Allí, en el salvaje este de la periferia madrileña, entre discretos afluentes del río Manzanares, fincas señoriales, predios de las órdenes monásticas y caseríos como el llamado barrio de las Cuarenta Fanegas, el club empezó a construir una instalación deportiva vanguardista.
El arquitecto José María Castell, exjugador de la entidad y responsable también de la construcción del Stadium Metropolitano, se hizo cargo de la obra. El Madrid solicitó un crédito de medio millón de pesetas para construir en los 120.000 metros cuadrados de Villa Rosa un complejo deportivo con escasos precedentes, dotado de piscina, gimnasio, pista de tenis y campo de hierba con grada para 15.000 espectadores.
Del sexmo de Vallecas al olivar de Napoleón
J. Nicolás Ferrando, director de la editorial Artelibro y autor de 21 monográficos dedicados a cada uno de los distritos de la ciudad de Madrid nos explica que Chamartín de la Rosa era, por entonces, “una villa periférica que vivía completamente de espaldas a la capital”. Ni siquiera podía considerarse del todo un municipio limítrofe, porque los terrenos del futuro ensanche de Madrid, hoy barrio de Hispanoamérica, no estaban urbanizados. Chamartín de la Rosa quedaba bastante al norte, más allá de solares y arroyos.
En Chamartín. 75 años en Madrid, Ferrando sitúa el germen del municipio en “la iglesia parroquial de San Miguel, situada entre lo palacetes nobiliarios de los duques del Infantado y Pastrana”, un edificio del que se tiene constancia desde 1427. Antes de eso existía apenas un conjunto de casas integradas en el llamado sexmo de Vallecas y que Fernando III el Santo incluyó en la Carta Foral del Concejo de Madrid de 1222, primer testimonio inequívoco de que en este rincón de la meseta castellana había algo.
Un algo bien modesto, en cualquier caso. Chamartín (cuyo nombre puede derivar de una corrupción coloquial de “San Martín”, aunque el patrón local sea San Miguel) tenía 25 vecinos en 1705, casi cinco siglos después de su primera entrada en los registros históricos, y menos de una docena en 1712. El municipio empezaría a crecer tras la Guerra de Independencia. El catastro de Ensenada le atribuye “60 fuegos” a mediados del siglo XIX.
Ferrando destaca, como curiosidad, que los primeros vecinos de este rincón del viejo sexmo de Vallecas fueron “colonos venidos de Vizcaya cuya lengua materna era el euskera”. También que las tropas de Napoleón Bonaparte acamparon en el por entonces frondoso Olivar de Chamartín, “mientras el emperador francés se hospedaba en el Palacio Nuevo de los Duques de Infantado y de Pastrana”. Allí, tal y como cuenta también Benito Pérez Galdós en uno de sus Episodios Nacionales, titulado Napoleón en Chamartín, firmó siete decretos, incluido el que abolía la Inquisición. El árbol bajo el que se sentaba el estratega corso para esbozar sus tácticas militares era, en palabras de Ferrando, “un pino centenario que sobrevivió, al parecer, hasta bien entrado el siglo XX”.
Tetuán y el nuevo estadio
Chamartín de la Rosa tuvo una existencia plácida hasta que, a principios del siglo XIX, le tocó absorber el cercano vecindario de Tetuán de las Victorias, más allá de la Glorieta de Cuatro Caminos: “El ayuntamiento de una villa castellana con mucho arraigo, pero de apenas un millar de habitantes, tuvo que hacerse cargo de un nuevo barrio con serios problemas de chabolismo que había aparecido de la nada en torno a 1860 y 20 años después tenía ya más de 3.000 habitantes”. En ese contexto de difícil convivencia en un mismo término municipal de dos núcleos de población muy distintos, un enclave rural más bien idílico y “una zona mucho más convulsa, con construcciones irregulares proliferando sin ningún control en torno a la carretera de Francia”, a Chamartín de la Rosa le llegó un nuevo inquilino: un club de fútbol en fase de crecimiento acelerado.
En 1920, Alfonso XIII había concedido al club madrileño el título de Real. Por entonces, el equipo encadenaba títulos en torneos regionales, había sido campeón de Copa de España en tres ocasiones (1905, 1906 y 1917) y empezaba a ir de gira para enfrentarse a algunos de los mejores equipos del continente europeo, del Porto al Bolonia pasando por el Benfica, el Génova o el Livorno. El nuevo estadio se construyó, como explica Bernardo de Salazar en la revista Libero, en el antiguo camino del Arenal de Maudes, hoy Paseo de la Castellana.
Fue una obra rápida. Estuvo listo en apenas un año y pudo inaugurarse el 17 de mayo de 1924, en plenas fiestas de San Isidro, con un partido amistoso contra el Newcastle United con saque de honor a cargo del infante Juan de Borbón. Aquel Newcastle acababa de proclamarse campeón de la Copa de Inglaterra contra el poderoso Aston Villa y contaba en sus filas, según las crónicas de la época, con un inmisericorde depredador del área como el escocés Neil Harris y un extremo de zurda prodigiosa, Stan Steymour. Pese a todo, el Real Madrid se impuso por 3 a 2, con un gol de José María Muñagorri y dos de Félix Pérez. La construcción del estadio y el ensanche de Madrid se cobraron, pese a todo, un peaje doloroso: el derribo de la iglesia neomudéjar de los Sagrados Corazones, que sería construida de nuevo, con un diseño apenas deudor de la planta original, en 1965.
El edén de las casas baratas
Ferrando considera exagerado afirmar que el Chamartín moderno creció a la sombra del estadio Santiago Bernabéu: “En realidad, uno y otro fueron prosperando en paralelo. El actual barrio de Hispanoamérica no completó su desarrollo urbanístico hasta de década de 1970, y en su génesis fueron decisivos la ampliación de la Castellana y la construcción de los Nuevos Ministerios, que pronto traerían un bum inmobiliario en la zona”.
El estadio contribuyó, sobre todo, “a que los aficionados al fútbol, y los madrileños en general, integrasen ese rincón olvidado de Chamartín de la Rosa en su mapa mental de Madrid”. Antes de que Bernabéu y Castell realizasen su proyecto faraónico, “la capital acababa al oeste del arroyo de la Castellana”.
El municipio en su conjunto se benefició muchísimo de la llamada Ley de Casas Baratas de la década de 1920, que supuso, para Ferrando, “un impulso para la arquitectura funcional pero digna” y dio pie a la aparición de colonias como El Viso o Albéniz: “En esas nuevas ciudades jardines se instalaron escritores como Menéndez Pidal, pintores como Alfredo Ramón o los propios arquitectos impulsores de estos desarrollos urbanos, lo que de por sí demuestra lo bien que se construyó en esos años decisivos, hasta 1960, en que Chamartín fue sinónimo de excelencia en el desarrollo urbano”.
En ese contexto, el estadio del Real Madrid dejó de ser un alienígena aterrizado en una finca junto a un arroyo y se convirtió en un puente entre dos mundos cada vez mejor integrados, la rutilante capital y su cada vez más próspera periferia cercana.
En 1948, Chamartín de la Rosa perdió su carácter de municipio independiente y se integró en Madrid. Hoy es uno de sus 21 distritos, uno que destaca, según Ferrando, “por la personalidad diferencial que le da su historia, muy visible en el barrio de Prosperidad, porque cuenta con alguna de las mejores escuelas de Madrid y por la calidad de su arquitectura residencial moderna y contemporánea”. Ahora mismo está en el epicentro de la llamada Operación Chamartín o proyecto Martín Nuevo Norte, un desarrollo tan ambicioso que contribuirá a un más a que olvidemos que, hace apenas un siglo, en el límite sur de Chamartín de la Rosa, entre un arroyo y otro, se proyectó un estadio donde no había nada.