La historia es de sobra conocida: al emperador romano Claudio le gustaban tanto las setas, y en concreto la Amanita caesarea, que estas formaban parte irremplazable de su dieta gourmet de máximo mandatario. Un día, y aprovechando la afición de su marido por los hongos, su esposa, Agripina, decidió sustituir una amanita por otra. En vez de servirle la considerada reina de las setas, le sirvieron una Amanita phalloides, una gemela mala y venenosa de la famosa seta. Tal y como indica Mary Beard en su libro Emperador de Roma, ese supuesto envenenamiento le provocó la muerte al viejo emperador y cumplió con el plan de Agripina: su hijo Nerón subió al trono de Roma.
Se calcula que en el mundo hay entre 2,2 y 3,8 millones de hongos, la mayoría de ellos invisibles a simple vista y, por supuesto, tampoco comestibles. Hongos del moho o algunos como Penicillium notatum, a partir del cual, descubrió Alexander Fleming a principios del siglo XX, se podía fabricar la penicilina. De toda esa cantidad de hongos, el ser humano ha identificado menos del 5%. Y si pensamos en los hongos de los que nos alimentamos, el número se reduce aún más. Pero ni siquiera es del todo preciso decir que nos alimentamos de hongos, porque lo que consumimos son setas, la parte visible del hongo que se extiende también bajo tierra en forma de un micelio, algo así como su raíz.
La historia demuestra que las setas llevan formando parte de la vida de los humanos desde el principio. Siendo como éramos cazadores y recolectores, no era muy complicado ir al bosque y descubrir que de la tierra brotaban extraños elementos, ni vegetales ni animales, que podían consumirse (no sabemos cuántos humanos se sacrificaron comiendo setas venenosas, como Claudio, antes de establecer las que se podían comer y las que no). Por ejemplo, Ötzi, el hombre de hielo, se quedó congelado hace 5.300 años en los Alpes con un zurrón lleno de un hongo de abedul con propiedades curativas y un hongo yesquero de moda en la época por sus propiedades para encender el fuego. Hoy, las setas siguen siendo uno de los pocos alimentos silvestres que comemos. “Por eso son tan especiales, porque realmente ya no recolectamos nada, pero las setas te las da la tierra, te las da el bosque silvestre, se lo estás quitando al bosque”, explica Eduardo Antón, uno de los tres socios fundadores del madrileño restaurante El Brote, especializado en setas.
Los antiguos egipcios se dieron cuenta de que curiosamente las setas brotaban de la tierra después de las tormentas y empezaron a creer que era un regalo del dios Seth, enviadas por un rayo y por tanto un tesoro que solo podía consumir el faraón. Los griegos se sumaron a la creencia del rayo y se las adjudicaron a Zeus, que lanzaba semillas de setas con sus rayos y que por tanto se convertían en hijos de un dios. Con los años, la relación de la divinidad se fue perdiendo. Se atribuye a los franceses, con su champiñón de París, el cultivo de los champiñones en el siglo XIX en las catacumbas de la ciudad, aunque 1.000 años antes, los chinos ya cultivaban shiitake, su seta más consumida. Y así llegaron las setas dominadas y controladas por los hombres, las cultivadas, un producto silvestre domesticado.
Con lo que respecta a España, Eduardo Antón, que hace más de dos décadas recorrió todo el país buscando los lugares ideales donde crecen las setas, estableció también la relación entre geografía y etnología culinaria de cada comunidad. Así, mientras el níscalo domina el Levante y las islas Baleares, en la meseta se prefiere el cardo, y para los vascos el perretxiko, una seta primaveral, es de las más codiciadas. “Las setas no son solo de otoño”, apostilla Antón. En realidad, las setas crecen en todas partes y en cualquier época del año. En zonas alpinas pero también en el nivel del mar, en bosques o sobre tierra arrasada por el fuego, el lugar preferido para brotar de las colmenillas.
Con el boom de las setas, muchos restaurantes empezaron a servirlas y algunas fruterías las venden en otoño a precios de producto gourmet. “Ahora todo el mundo conoce el boletus. Y todo el mundo habla de trufa, pero venden aceite de trufa que no es trufa, que es químico”, explica Antón, y añade: “Es un producto de cocinero sibarita y la gente coge y las cocina con un huevo porque no sabe la forma adecuada de cocinarlas”.
No sabemos cómo las sirvió Agripina a Claudio, si en revuelto o en guiso o en carpacho. Lo que es indudable es que el magnicidio tampoco fue un buen negocio para ella: unos años después, Nerón ordenó el asesinato de su madre. Y todo por un puñado de setas.