De qué hablamos cuando hablamos del humor | Opinión



Está claro que el humor es un don y que lo peor que hay en este mundo es pretender usurpar este noble oficio para enmierdar el ambiente. El humorista señala el absurdo de la realidad; suele encarnar al personaje asombrado, torpe y listillo a la vez, al que, por no tener poder, lleva las de perder; es el pícaro, el bufón, el payaso. Hace tiempo que ciertos políticos comenzaron a soltarse la melena y a usar la burla por sistema desde sus escaños. Ellos creen que tienen gracia porque se ríen la broma los unos a los otros y se aplauden como los chulos de la clase, pero el debate público acaba convertido en un espectáculo patético y peligroso. Lo hacen para distraernos, no en el sentido más noble de la palabra, sino para que nuestra atención se concentre en dicha estupidez y así olvidemos aquello que de veras nos concierne. Hoy en día y más que nunca, hay que recurrir a los cómicos para saber de qué hablamos cuando hablamos del humor.

Andaba encanallada esta semana por todo lo que me llegaba por escrito y por las ondas cuando surgió, como el ángel del humor descendiendo de los cielos, Miguel Maldonado, que se avino a contarme, también a usted, en qué consiste la estrategia política del momento. Contaba que a su perra Conchita no le gusta que le corten las uñas, así que siguiendo instrucciones de un tutorial suele servirse del siguiente método: se envuelve la cabeza en film transparente y ya emplasticado unta sobre su frente una latilla de foie-gras, de tal manera que, mientras Conchita se lanza a lamerle, el amo aprovecha para cortarle las uñas. Esa, explicó Maldonado, es exactamente la estrategia que emplea Díaz Ayuso: nos camela para que dediquemos nuestras tribunas a expresar indignación por sus fantásticas ayusadas y ella, la presidenta madrileña, chiquichiquichiqui, nos recorta las uñas, esquilma las universidades públicas, la enseñanza secundaria, favorece los centros privados, estanca el ascensor social y despeja el camino de los que más tienen para que nos les estorben los que menos. Ella, la jefa, nos lanza al aire la ayusada del día: “¡La izquierda quiere robarnos la Navidad!”, y pegamos el salto como haría Conchi, la de Maldonado, para cazar al aire semejante golosina. Al rato, en su estado de mitin permanente, nos confiesa algo muy personal (lo personal es político, amigas), como que su abuelo no le hablaba de la guerra porque no quería educarla en el odio. En el odio, ¿hacia quién?, se pregunta una, ¿hacia los vencidos? Por increíble que parezca jamás oyó la presidenta que había abuelos y abuelas que no sacaban el asunto ni en privado por miedo a acabar como alguno de sus familiares, en la cuneta. Que esto es el foie-gras de Ayuso, seguro que logra sacarnos de quicio, también. ¿Nunca hay que morder el anzuelo? No estoy segura, porque estas ayusadas, como hace el maestro Trump, generan un ambiente de confrontación que enturbia la convivencia.

Sabíamos que Mazón soñó en su juventud con ser cantante melódico, con acudir a Eurovisión, pero, cuidado, ahí estaba su talento humorístico, acechando para hincar el diente a este oficio milenario. El hombre vio a sus camaradas en el Senado haciendo una performance como aquella de los payasos de la tele, (“¿Cómo están ustedes?”, preguntaba Fofó, y los niños respondían desgañitándose, “!Biennnn!”), y pensó, pues ahí que voy yo. Instó al PP valenciano a no quedarse atrás y, oigan, qué mejor momento en Valencia para hacer chistes. En la táctica de echar balones fuera, acusaron al presidente de la Confederación Hidrográfica del Júcar de no dar la cara, ilustrando la broma con la canción del Probe Miguel. No caía en la cuenta el inefable Mazón de que el verdadero chiste del asunto era culpar a alguien de no comparecer. Cuando un chiste es bueno, hay que celebrarlo. ¿A quién ve Mazón cuando se mira al espejo, al presidente, al cantante melódico o al humorista?



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