“Una luz da vida, dos luces matan”. Con este credo sobre la sencillez a la hora de tomar imágenes, el fotógrafo Irving Penn (Nueva Jersey, 1917-Nueva York, 2009) logró ser uno de los más grandes del siglo XX. Su trabajo, siempre con luz natural y en estudio, y la meticulosidad, cualidad heredada quizás de su padre, relojero, los plasmó con elegancia y sobriedad en todos los géneros que tocó, desde extraordinarios retratos de celebridades a bodegones compuestos por colillas, pasando por la fotografía de moda. Una panorámica a su extensa trayectoria, iniciada en los años treinta y que llegó hasta comienzos de nuestro siglo, puede disfrutarse en la exposición Irving Penn: Centennial (Centenario), en la Fundación Marta Ortega Pérez (MOP) en A Coruña, organizada por el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (Met) —donde se pudo ver en 2017, año del centenario de su nacimiento—, en colaboración con la Fundación Irving Penn, desde este sábado hasta el 1 de mayo de 2025.
Con cerca de 170 imágenes, más revistas en vitrinas y piezas como el telón de fondo que Penn usaba en su austero estudio, la exposición está comisariada por Jeff L. Rosenheim, jefe del Departamento de Fotografía en el Met. Antes de estar en el Muelle de Batería de A Coruña (entrada gratuita), ha recalado en numerosas ciudades del mundo.
El recorrido comienza con las fotografías más antiguas que tomó Penn, en 1939, de carteles publicitarios de los que le llamaban la atención las letras. Desde niño, este hijo de padres rusos judíos que cambiaron sus nombres en Estados Unidos, fue observador y sensible. En su formación fue fundamental su periodo de ayudante del ruso Alekséi Brodóvich, su maestro en la escuela de arte industrial de Filadelfia y director de arte de Harper’s Bazaar. A través de él, Penn conoció el arte de Matisse, Picasso, Man Ray. “Era mi padre en muchas cosas”, escribió de él. En 1938, Penn se compró una cámara Rolleiflex y debutó como director de arte de una revista mensual sobre mujeres dedicadas al voluntariado.
Sin embargo, como otros grandes fotógrafos, Penn quiso probar antes con los pinceles, una etapa que vivió en México y “donde se dio cuenta de que no pasaría de pintor mediocre, incluso llegó a destruir sus cuadros”, dice Rosenheim. A la vuelta conoció a su segundo padre artístico, Alexander Liberman, otro ruso emigrado, director artístico de Vogue, que le contrató cuando vio sus fotos de México. En octubre de 1943, Penn fotografió la primera de las 165 portadas que firmó para esta revista: un bodegón compuesto por un bolso, unos guantes, un cinturón y una cartulina con unos limones dibujados, un aparente desorden en el que todo encajaba. Fue un género en el que ejerció su maestría, como puede verse con los sencillos ingredientes de una ensalada o los objetos del bolso de una mujer elegante. “Entendía a la perfección lo que era el espacio de una portada de revista”, apunta el comisario.
Al inicio de la exposición hay una especie de rincón de pensar para niños traviesos. Son dos paneles móviles que simulan el espacio donde colocaba Penn en su estudio a las celebridades, de las que lograba que expresaran su personalidad. El efecto era como si se abriera un libro y viéramos a Dalí, Stravinsky, Duchamp… Aunque a veces no convencía al retratado, como a Marlene Dietrich, que se enfureció al ver el suyo. Antes, había probado con retratos en los que el único atrezo era una vieja alfombra sobre un taburete en la que colocó, entre otros, a Hitchcock. Eran largas sesiones en las que Penn, introvertido, hablaba lo justo.
Penn pasó casi siete décadas trabajando para revistas, sobre todo Vogue. Un periodo que solo se vio interrumpido por su participación al final de la Segunda Guerra Mundial como conductor de ambulancias en Nápoles. Después de absorber los conocimientos de sus maestros y de los clásicos de la pintura y la escultura, estaba preparado para ser el gran renovador de la fotografía de moda, al colocar a las modelos sobre un telón neutro para realzar los tejidos, sin aparatosas escenografías, como entonces sucedía.
Del glamur pasó, durante un viaje de trabajo a Perú, en 1948, a fotografiar a los quechuas en Cuzco, en uno de sus trabajos más conocidos. Son imágenes en las que Penn baja la cámara y hace posar a los indígenas con gran dignidad, aunque vistieran harapientos y en sandalias.
Su descomunal talento se trasladó a otros campos en los cincuenta, como la publicidad (”Una fotografía que vende una pastilla de jabón también puede ser arte”) o los desnudos, en los que apostó por cuerpos carnosos de modelos de pintores, a lo Rubens, mostrados sin rostro y en escorzo. Era también una reacción a su trabajo, “con tanta mujer delgada con aspecto de haberse obligado a pasar hambre”, aseguraba. Sin embargo, los desnudos no gustaron a Liberman y el Museo de Arte Moderno de Nueva York los rechazó por vulgares. Vistos hoy, puede pensarse que Penn era un adelantado a los críticos y comisarios de arte de su época.
Con Europa en paz, a Penn lo mandaron a París porque allí estaba la gran oportunidad del esplendor de la alta costura con Dior, Balenciaga… Se introdujo en el mundo de los rápidos cambios de traje, los retoques de peluquería y maquillaje… y en el que además conoció a la que sería su segunda esposa, la modelo sueca Lisa Fonssagrives, la mejor pagada en ese momento. En un estudio modesto y con su telón, alternaba las sesiones de moda con la que se convirtió en otra de sus estupendas series, Los pequeños oficios, que empezó en París y continúo en Londres y Nueva York: camareros, verduleros, afiladores, barrenderos… Quería que posaran con sus ropas de trabajo y si estaban sucios, mejor.
Son los años en que también despliega su galería de “retratos clásicos”, en los que elimina detalles para resaltar las formas. El más célebre, que ocupa un lugar especial en la muestra, el que hizo a Picasso en 1957. El artista le dio diez minutos, suficientes para que Penn se acercase más y más al rostro de Picasso, hasta lograr un primer plano en el que el genio posó con capa y sombrero, con la mitad del rostro en sombra y su ojo izquierdo atrayendo todo el foco. A su alrededor, Audrey Hepburn, Francis Bacon, Dora Maar, Miró con su hija…
Llegan los sesenta y el mundo se agita entre protestas, movimientos sociales y la descolonización. Penn, atento, empieza a fotografiar hippies, ángeles del infierno o tribus indígenas de Nueva Guinea. Sin embargo, la producción de este trabajo, junto con los realizados en Dahomey y Marruecos, derivan a veces en espectáculo circense, con los occidentales llevando regalos a los nativos para que se dejaran fotografiar.
Esa renovación en los temas llegó también a su técnica. Penn experimenta con el platino para conseguir otra textura en sus imágenes, viendo que la calidad de impresión de las revistas había bajado mucho por su coste. Con la técnica de la platinotipia producirá la serie, Cigarrillos (1972), en la que fotografió colillas como bodegones. Era la crítica de un hombre que odiaba el tabaco y que había perdido a su padre y a su maestro Brodóvich por cáncer de pulmón. Cuando se expuso en el Museo de Arte Moderno de Nueva York recibió muy duras críticas; “repugnante, feo”, lo tildó The New York Times. Hoy solo pueden ser contemplados como obras de arte.
Siempre sensible, tras la muerte de su esposa, en 1992, realizó una preciosa serie de flores en fase de marchitarse, que vemos al final del paseo expositivo. Al fin y al cabo, Penn decía que “una buena fotografía era aquella que tocaba el corazón del espectador”.
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