De ‘hipsters’ a rojipardos | Opinión



“¿Alguien ha desarrollado ya una teoría sobre el evidente vínculo entre el antiguo hipsterismo y el nuevo rojipardismo? (Es decir: por qué tanto exhipster digievoluciona en rojiparde) Soy toda oídos”. La pregunta la lanza en Twitter la periodista Raquel Peláez y abre un hilo que es oro puro por su relevancia social y política.

Para seguir dicho hilo conviene aclarar qué se entiende en Twitter por “rojipardo”, un término que aglutina una importante conversación en redes, aunque no termina de tener visibilidad fuera de internet. Los rojipardos son sujetos que dicen ser de izquierdas, pero comparten presupuestos políticos con la derecha más conservadora. Es decir, son esos treintañeros (y cuarentones) que aseguran que sus padres vivían mejor que ellos. Y que en ese “mejor” fusionan las condiciones materiales que envidian (sueldos más altos y casa en propiedad) con valores morales que ansían (el retorno de la familia convencional, la reivindicación de un nacionalismo español y un Estado centralizado o el deseo de vivir con menos inmigrantes alrededor). Es decir, votantes con un pie en la izquierda (redistribución de la riqueza) y otro en la derecha (valores reaccionarios).

Y al hilo entra la escritora Lucía Lijtmaer: “Porque si tu estética y discurso se basan en que todo pasado fue mejor, es una consecución bien lógica, imagino”. “Absolutamente. La nostalgia como hilo conductor”, refrenda Peláez. Justo antes de que salte al rebote el jugoso análisis de Sergio C. Fanjul. “Yo creo que el hipsterismo fue la primera ‘subcultura juvenil’, por decirlo de alguna manera, que no contestó al sistema, sino que se dejó querer por él. Más integrada que apocalíptica. La evolución es lógica”. Aunque Peláez exige a Fanjul un paso más. “¿Por qué es lógica la evolución?”. Y Fanjul se moja: “Yo creo que está habiendo un movimiento pendular en la hegemonía por la desigualdad creciente, las continuas crisis y la desaparición de la idea de futuro”. El diálogo continúa y las ideas brillan en tiempo real dando lugar a un finísimo y coral análisis —donde se tejen decenas de voces y temas, como la religión, la brecha de género o la deriva del 15-M— que muestra cómo las ideologías tradicionales se han vaciado de sentido y revestido de trapos y poses para buena parte del electorado. Como si la relación entre ética y estética hubiera saltado por los aires y la modernidad o la juventud fueran capaces de convertir tesis reaccionarias en ideas de izquierdas.

Era de esperar. Especialmente si recordamos que tras la crisis de 2008 ni se legisló ni se hizo nada para cambiar las cosas. El movimiento Occupy Wall Street, liderado por Micah M. White, se disolvió sin pena ni gloria y lentamente el mundo entero asumió que el liberalismo no gusta a nadie, pero que lo hemos aceptado todos. Es decir, tras la derrota de la ética solo cabía esperar la victoria de una estética que no precisa coherencia ni rigor: cualquiera puede defender lo que le dé la gana y ponerle el nombre que le apetezca. Así, a las puertas de unas generales, en España abundan los rojipardos, pero también los verdipardos, las femipardas y antiguos naranjitos en busca de un partido que encienda su corazón. ¿Y a la izquierda que le queda? Leer el hilo de Raquel Peláez y subrayar. Y después, recordar que cuando desaparece el horizonte, solo caben dos opciones: volver atrás o crear uno nuevo. Eso sí, con o sin gafas de pasta, el futuro será de quien lo imagine.





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