Cuando en 2017 David Lynch se embarcó en su biografía, lo hizo lynchianamente: la periodista Kristine McKenna afrontó, hablando con más de 100 personas, la escritura del relato biográfico al uso, y tras cada episodio, Lynch se zambullía en el suyo, erigiendo sus memorias desde sus emociones: “Utilizando los recuerdos de los demás para desenterrar los míos, redactaba mi propio capítulo”. Y explicaba: “La conciencia humana es demasiado vasta para confinarla entre las cubiertas de un libro, y cada experiencia tiene demasiados elementos a tener en cuenta. En resumen, aspirábamos a que esta biografía fuera la definitiva, pero sigue siendo un mero esbozo”.
Después de obras maestras en cine como El hombre elefante (1980), Terciopelo azul (1986), Carretera perdida (1997) o Mulholland Drive (2001), y en televisión como Twin Peaks (1989 y 2017), después de 23 exposiciones, 35 obras audiovisuales de distintos formatos y de grabar ocho álbumes, tras triunfar en redes con su parte meteorológico diario, sus cortos y su pasión por la meditación, uno de sus últimos trucos fue aquel libro, Espacio para soñar (Reservoir Books), otra muestra más de su alma de prestidigitador e ilusionista. Porque cada uno ve lo que quiere ver: Lynch enseña al espectador lo que él desea que vea, mientras el público probablemente crea que está ante otra cosa, y en realidad estará sucediendo una tercera. El Espíritu Santo cinematográfico.
Pocos cineastas han explorado las fronteras del audiovisual, sin salirse de cierta ortodoxia industrial, como David Lynch. Sus películas acabaron siendo financiadas en Francia, pero en todo el mundo hay fans del creador que, con todo, entendió el juego de los formatos, de cómo hacer series y filmes en apariencia comerciales para luego robar el alma al espectador. Mel Brooks, el cómico, le contrató para El hombre elefante, porque vio Cabeza borradora en un pase que le convirtió en uno de los primeros abducidos por el cineasta: Finalizada la proyección, salió disparado a por Lynch, le abrazó y le dijo: “Eres un demente. ¡Te quiero!”. Después de Brooks, millones más hemos sentido lo mismo: siempre al lado del creador que turba al ser humano
Mel Brooks fue a un pase de ‘Cabeza borradora’. Al acabar, salió corriendo, abrazó a Lynch y le dijo: “Eres un demente. ¡Te quiero!”
Su biógrafa escribía: “Antes de David nadie juntaba lo triste y lo gracioso, o mezclaba lo aterrador con lo hilarante, o lo sexual con lo extraño”. A lo que Lynch, que jamás entendió de explicaciones ni de racionalidades pedigüeñas, respondía contando cómo compró una caballa a un pescadero para diseccionarla y empezar así durante años lo que llama kit de animales —“Es que estoy obsesionado con las texturas”—, o que asistió al nacimiento de su primer vástago (Jennifer) “porque quería ver”. Nunca le atrajo su propia leyenda, solo te interesó mantener el control creativo. Nunca dejó de lado lo que le rodeaba, aunque siempre lo percibió, lo plasmó y lo escuchó a través de su mirada. Lo que para el resto era enigma, para Lynch eran conexiones neuronales que le ocurrían a él, de forma orgánica.
Solo una vez —aparentemente― cedió ante la opinión que sobre su obra tienen muchos: cuando en Carretera perdida se escucha cantar a David Bowie I’m Deranged (Estoy trastornado): “Cielos estrechos, el hombre encadena sus manos en lo alto / Recórreme necio, recórreme cariño / Una tonta creencia más allá, más allá, más allá / Sin retorno, sin retorno”. Lynch ha sido emperador de nuestra Tierra y de su cielo. Con su fallecimiento, ahora, todo es uno.