En 1848, hace 176 años, se fundó la primera escuela española de ingenieros de montes, y así nació en nuestro país esta profesión. Entre todas las iniciativas que los ingenieros de montes tomaron para mejorar el maltratado medio natural, ocupó un lugar destacado una metodología para prevenir avenidas torrenciales que estaba basada en la naturaleza (y en el sentido común): en vez de centrar los esfuerzos solo en manejar las inundaciones en la parte baja de las cuencas (las zonas inundables), había que dedicarlos principalmente a las partes altas de las cuencas, donde caen las lluvias y se generan los caudales torrenciales, y que son, por tanto, las zonas inundadoras.
Allí, en esas partes altas, los caudales son aún pequeños, y podemos retenerlos, infiltrarlos o derivarlos con mucha más facilidad que en las zonas inundables, donde ya han adquirido gran magnitud y energía y además arrastran una enorme cantidad de materiales sólidos. Como decimos, es puro sentido común: más eficaz y barato es actuar donde se crea la inundación que donde se manifiesta; y luchar contra el enemigo cuando aún está lejos, disperso y débil, que esperar a que se reúna, se arme y llegue a nuestra casa. Si no actuamos sobre las zonas inundadoras, las obras en zonas inundables serán a menudo poco útiles y hasta a veces contraproducentes. Hay que tener una visión global del problema.
¿Cómo retener los caudales en las zonas inundadoras? La ingeniería de montes propone en primer lugar una solución biológica: en las laderas ha de haber un bosque denso y bien gestionado; y si no lo hay, ha de crearse con repoblación forestal. Y es que todos los elementos del bosque parecen diseñados para controlar las avenidas: las copas interceptan la lluvia; los troncos frenan la escorrentía; las raíces infiltran el agua; y todo el ecosistema evita la erosión e impide que el agua arrastre toneladas de tierra. Esa restauración biológica se complementa con obras hidráulicas: se construye una red de diques forestales en los cauces de los pequeños torrentes y barrancos de las cabeceras de las cuencas, frenando el agua, quitándole energía, y reteniendo los lodos. Como efecto directo de estos trabajos en las zonas inundadoras, los caudales torrenciales que llegan a las zonas inundables son mucho menores y tienen menos energía y lodos. Los ingenieros de montes dieron un nombre a esta combinación armónica de biología e ingeniería: restauración hidrológico-forestal (RHF).
La RHF fue haciéndose realidad desde finales del siglo XIX. En 1888 se crearon unas comisiones de ingenieros de montes especializados en la repoblación hidrológica, que actuaron sobre las cuencas de los ríos Júcar, Segura y Lozoya, obteniendo los primeros grandes éxitos, como la restauración forestal de Sierra Espuña (Murcia). En 1901 las comisiones fueron sustituidas por las Divisiones Hidrológico-Forestales, que empezaron a hacer obras de RHF de forma acelerada: ya antes de la Guerra Civil, se corrigieron activísimos torrentes y ramblas en los Pirineos aragonés y catalán, en Sierra Nevada, en la Alpujarra, en el Jiloca (Teruel y Zaragoza), en el Guadalmedina (Málaga)… Los resultados fueron excelentes: especialmente espectaculares, por su tamaño, por las dificultades técnicas que superaron y por el éxito obtenido, fueron las obras hechas entre 1907 y 1930 para defender contra avenidas y aludes a la estación ferroviaria internacional de Canfranc (Huesca), que constituyen un asombroso museo hidrológico-forestal que toda España debiera conocer.
A partir de 1941, un nuevo organismo llamado Patrimonio Forestal del Estado (PFE) asumió la competencia de repoblación forestal, y absorbió a las Divisiones Hidrológico-Forestales. Por toda España se generalizaron los trabajos de RHF: cientos de cuencas fueron reforestadas, y cientos de ramblas y torrentes dejaron de representar un peligro constante para bienes y personas. El Instituto Nacional para la Conservación de la Naturaleza (ICONA), creado en 1971, sustituyó al PFE y continuó (aunque con menos intensidad) esta línea de actuación.
De este modo, durante las primeras ocho décadas del siglo XX, se desarrolló una profunda comprensión de los problemas hidrológicos, y se aprendió —cometiendo también a veces errores, inevitables en el proceso de creación de una ciencia— cómo corregir los torrentes pirenaicos, las ramblas levantinas o las cárcavas de la meseta castellana. España se convirtió en una referencia mundial en RHF, y exportó a otros países sus ciencias y técnicas. Cuando en 1981-1985 se traspasaron las competencias forestales a las Comunidades Autónomas, el Estado firmó convenios con casi todas para seguir financiando actuaciones hidrológico-forestales, comprometiéndose los gobiernos autonómicos a destinar a ese fin al menos la misma cantidad que la administración central.
Desinterés por el sector forestal
Pero desde mediados de la década de 1980, la clase política se desinteresó del sector forestal. Excepto la extinción de incendios, que aparecía en todos los telediarios, las inversiones forestales no ganaban votos: se hacían en lugares despoblados, tardaban muchos años en asentarse, no se entendían por la población urbana, e incluso se las relacionaba con el franquismo, como si no se hubieran hecho desde el siglo XIX. Así, disminuyó abruptamente la inversión forestal, y la RHF fue casi abandonada. La sociedad española en general se olvidó de que había que restaurar cuencas y corregir torrentes; en realidad, se olvidó de que tenía montes y de que había administraciones forestales. Incluso se extendieron leyendas negras anticientíficas contra la repoblación forestal, a la que llegó a considerarse intrínsecamente mala, en un país con más de 12 millones de hectáreas forestales totalmente rasas.
En este desolador contexto, en 2011 el Estado canceló todos los convenios de hidrología forestal que mantenía con las Comunidades Autónomas. Da igual el gobierno que lo hiciera, porque ningún otro ha demostrado interés real en recuperar una herramienta tan útil para el bien común. En materia de inundaciones, prácticamente todas las inversiones se destinaron a obras en las zonas inundables, donde las veían los votantes y todo el mundo creía que eran el remedio por sí solas. A nadie parecía importar que eso fuera tratar los síntomas en vez de curar la enfermedad.
Y vino la gota fría, que ahora llamamos dana, y nos recordó que deberíamos haber estado preparados para ella, porque nos acompaña desde tiempo inmemorial. Pero no lo estábamos. Y mañana puede descargar en otra cuenca deforestada y causar otra tragedia aguas abajo. Debería bastarnos un solo recordatorio, que ha costado más de doscientas vidas y enormes daños materiales, para recuperar en España la restauración hidrológico-forestal, en la que fue pionera la ingeniería de montes española, hasta que la sociedad creyó que no la necesitaba. El mensaje de la naturaleza ha sido claro; solo falta que veamos lo evidente, lo cual, en esta época en que vivimos, es lo que menos se ve.