Gente con la que me une una incaducable amistad desde hace mucho tiempo y con la que comparto el amor a los libros intenta convencerme de la sublime ventaja de intercambiar los libros de papel por los libros digitales, esos que no huelen pero que los puedes saborear a través de una máquina. Y todos coinciden en su esencia milagrosa, y es que no aportan peso en los viajes. Aunque en mi caso ya solo viajo por mi casa o a través de la imaginación, si no tengo más remedio que hacerlo físicamente, solo aspiro a tener la maleta repleta de libros. Y sigo recordando con fascinación el arranque de la novela de Italo Calvino Si una noche de invierno un viajero, en el que recrea el paraíso que aparece desde que abandonas tu casa para visitar una librería. También el regreso después de haber encontrado tu tesoro.
Acabo de renovar ese placer ancestral. Descubro un volumen que lleva la suculenta firma de Andrés Trapiello. Se titula Fractal del Salón de pasos perdidos. Contiene 808 páginas. O sea, complicado para mantenerlo entre las manos. Bendito sea su grosor. Aunque tuviera que hacer equilibrios físicos no me importaría que fueran 2.000 o 3.000 páginas. Son diarios, pero también otras cosas, literatura pura, como igualmente lo era su precioso libro Madrid, algo a lo que recurro continuamente para conciliarme con una ciudad que me pareció hermosa, pero que cada vez me resulta más dura e inhóspita, en la que ya no puedo pasear sin que me atropellen los ejércitos de ultracuerpos conectados permanentemente a un aparato.
Y el cine y las series son tediosamente previsibles, tendenciosas o mediocres. Y ya no puedo leer en la prensa impresa a gente que he admirado siempre, como Fernando Savater y Enric González. Del primero pregunto en vano en las librerías que si ha aparecido algo suyo (su nombre, como el de Trapiello, ya están prescritos en el culturalismo oficial) y Enric, alguien aún más vago que yo en nuestro decadente oficio, me informa que no pretende sacar ningún libro, aunque le ofrezcan adelantos sabrosos. Me consuelo abriendo al azar cualquier página de la obra de esta gente, y de la escasa, aunque deslumbrante bibliografía de Ignacio Peyró. Sé que me voy a encontrar con algo brillante, con la belleza de saber narrar, con una escritura regida por la inteligencia. Y en todos ellos también existe el humor, esa tabla de salvación.
Que yo sepa a González y a Peyró todavía no les ha condenado la Santa Inquisición. Sí a Trapiello y Savater. Quiero pensar que no les preocupa lo más mínimo o que se sienten orgullosos de su condición de blasfemos. Por mi parte, seguiré buscando con fervor a esa raza de espíritus libres y en posesión de arte.