Cuando a la policía no le divierten los chistes | Televisión



El valor de un chiste no siempre se mide por las carcajadas que provoca, sino por los cabreos. Según quién, cómo y cuánto se mosquee, se puede evaluar la calidad democrática de una sociedad o de parte de la misma de una forma mucho más precisa que los informes anuales de The Economist. Podríamos hacer una clasificación de democracias según el grado de tolerancia de sus mandamases a la burla. Uno de los parámetros elementales sería el aguante de las fuerzas y cuerpos de seguridad: la grandeza de la democracia se mediría en el tiempo que pasa entre que el uniformado escucha la broma y echa mano a la porra. Si no la saca, la democracia es plena. Si llegara a reírse, la democracia sería perfectísima. No pido tanto: basta con que encaje los chascarrillos como los beefeaters de Buckingham.

No parece una buena idea burlarse de la policía en Marruecos o en Rusia, pero ningún ciudadano español debería tener miedo por salir en la tele y hacer un par de chistes como los que hizo Grison en La revuelta a cuenta de las drogas y las pruebas físicas para ingresar al Cuerpo Nacional de Policía. Bien es cierto que la policía, como tal, no ha reaccionado —lo cual sería escandaloso—, pero dos sindicatos policiales sí lo han hecho a través de las redes sociales. Y sin duda les ampara el derecho a la libertad de expresión para ofenderse y compartir su ofensa, y no es menos cierto que sus posts son una mera respuesta informal. No ha habido pronunciamientos solemnes, pero a mí me parece que un funcionario que ejerce, como se suele decir, el monopolio de la violencia está democráticamente obligado a mantener un decoro exquisito. Si van a comentar un chiste, que sea para seguir la broma. Aunque no lo crean, así reforzarían su prestigio y su autoridad. Si no están de humor, el silencio es el mejor servicio que pueden prestar a la democracia.

Esto se aplica a cualquier forma de autoridad. Nos hemos acostumbrado a que ministros, altos cargos e incluso jueces utilicen las redes sociales con altanería para atacar a sus críticos, como si se olvidaran de quiénes son y a qué instituciones se deben. Una figura con poder debería templar mucho su interacción con los ciudadanos, pues no debate en igualdad y su agresividad puede confundirse con amedrentamiento. Y eso no aparecerá en los parámetros de calidad democrática de The Economist, pero habría que empezar a incluirlo.



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