Cada vez que veo Frozen con mi hijo, y llega la escena en la que los padres de Elsa y Ana se mueren en un naufragio, me entra la duda de si mi hijo debería ver algo así. Me suele pasar, de hecho, con todas las películas de Disney. Todos recordamos aquella escena en la que muere la madre de Bambi o cuando murió el padre de Simba en El rey león… es como si se hubieran obcecado en que nuestros hijos sepan que sus padres se van a morir. ¿Es esto bueno para los niños?, ¿hace falta exponerlos a los dramas del mundo para que se hagan a la idea lo antes posible, o debemos simplemente esperar a que los dramas ocurran, sin necesidad de recordárselo en cada película?
Por el momento mi mujer y yo, cada vez que a nuestro hijo le surgen dudas después de una película así, intentamos explicarle a nuestro hijo con toda naturalidad que la gente se muere, y que no pasa nada. Pero yo no puedo quitarme de la cabeza que sí pasa, claro que pasa, he pasado la vida atormentado con el hecho de que nos vamos a morir, ¿para qué? ¿de qué me ha servido? De absolutamente nada, más que para amargarme la existencia ante algo inevitable. Ojalá pudiera volver atrás en el tiempo y poder empezar a creer en Dios, u olvidar que nos morimos, para poder quitarme ese recordatorio continuo de que un día todo esto se acaba para siempre.
Aunque todo esto parezca un asunto banal o demasiado filosófico, lo cierto es que este debate —el de ahorrar a nuestros hijos los malos tragos de la vida— es en realidad una cuestión esencial de nuestros tiempos. Hasta hace nada, la educación consistía básicamente en que los niños se comportaran; no en entenderlos, ni muchos menos en escuchar sus emociones, sino en que no causaran problemas. Si para ello hacía falta dar un tortazo, se daba sin más, porque siempre se había hecho así. Pensar en quitar una película porque pudiera causar cierta tristeza a los hijos era, de lejos, el menor de los problemas de los padres de antes. Por suerte, los padres de ahora le hemos dado la vuelta a eso y educamos —quien más, quien menos— en el diálogo y el respeto. Pero, como casi todos los movimientos sociales, el péndulo ahora se ha ido al extremo contrario, y hemos acabado interiorizando erróneamente que el apoyo emocional consiste en hacer felices a nuestros hijos. Mientras que antes se esperaba que los hijos fueran perfectos, ahora los que queremos ser perfectos somos nosotros, y esa es una labor realmente agotadora.
Llevo dos décadas estudiando de forma científica nuestras emociones, y he llegado a una conclusión que choca de lleno con esta concepción del apoyo emocional; los sentimientos negativos no solo no son malos, sino que son una parte natural e inevitable de la vida. La culpa, la vergüenza, la tristeza, la soledad y tantas otras emociones desagradables fueron colocadas en nuestro cerebro tras millones de años de evolución para aprender a manejarnos en el complejo mundo de las relaciones humanas. Nadie pone en duda que sentir frío o dolor tenga una utilidad, pero por alguna razón nuestra sociedad ha decidido vetar las emociones negativas, como si estar siempre alegre fuera un derecho constitucional.
Una enfermedad que evidencia bien todo esto es la analgesia congénita. Los pacientes que la sufren tienen el dudoso privilegio de no sentir ningún tipo de dolor. Si un paciente con esta enfermedad pone la mano en una estufa, no sentirá nada hasta que no note el olor de su propia piel quemada. Por esta falta de alarmas naturales, estos pacientes rara vez pasan de los 25 años, por heridas no localizadas que acaban infectándose o articulaciones que acaban severamente dañadas por no haberlas puesto en reposo a tiempo. Pues bien, igual que el dolor es una señal de alarma necesaria para quitar la mano del fuego, de igual forma el resto de nuestras emociones negativas nos ayudan a diferenciar las amistades sinceras de las que no lo son, o a parejas que pueden acabar haciéndonos la vida imposible. Sin ellas, andaríamos totalmente perdidos.
La necesidad de dolor y aburrimiento
Debemos devolver el péndulo poco a poco al punto medio, y dejar de tratar la infelicidad como un error del sistema. Un niño que no desarrolle cierta tolerancia al aburrimiento de pequeño, será incapaz de leer un solo libro que no tenga un giro de guion en cada párrafo. Entiendo perfectamente el deseo de entretener a nuestros hijos cuando los vemos aburridos, pero debemos aprender a valorar la importancia de los tiempos muertos en sus vidas. Si Einstein o Newton hubiesen tenido las tardes llenas de extraescolares para no aburrirse, hoy el mundo sería muy distinto, porque habrían tenido mucho más difícil desarrollar la paciencia que requería el análisis de los complejos problemas que abordaron. De la misma manera, un adolescente que no haya desarrollado cierta tolerancia a la soledad en su juventud está abocado a pasar la vida de relación tóxica en relación tóxica, incapaz de alejarse de la gente que no le conviene por miedo a quedarse solo. Lo mismo podemos decir de la frustración, el estrés, la vergüenza, el miedo y tantas otras emociones desagradables que hoy tratamos de evitar a nuestros hijos a toda costa.
El apoyo emocional no consiste en evitar el dolor de nuestros hijos, sino en acompañarlos de la mano a través de todo el rango de emociones negativas; en decirles que nosotros también hemos estado ahí, en compartir con ellos lo que sentimos cuando a nosotros también nos dejaron o cuando se rieron de nosotros en el colegio. Esto no es solo positivo porque les ayuda a aceptar sus propios sentimientos, sino porque hará que en un futuro, cuando tengan problemas de verdad, vengan a nosotros en busca de complicidad, en lugar de guardárselo dentro por no preocuparnos. Los jóvenes necesitan que los comprendamos, no que los protejamos continuamente.
Vivimos en un mundo de falsedad emocional, donde todo el mundo parece llevar la vida perfecta. Si nos atrevemos por fin a educar a nuestros hijos en la honestidad, un día, quizás, los influencers que determinan las expectativas de nuestros hijos empezarán a compartir sus luchas internas, y las redes sociales dejarán de ser el escaparate de perfección que pretenden ser ahora. Ese día, estoy convencido, los casos de depresión y ansiedad que afectan cada vez a más jóvenes empezarán a remitir, porque no hay nada peor para la salud mental de nuestros hijos que hacerles pensar que son los únicos que se sienten solos, inseguros o perdidos, cuando de hecho todos andamos igual.
No sé si seguir exponiendo a los niños a las tragedias de la vida en las películas de Disney les servirá de algo, pero tengo muy claro que enseñarles la importancia de la infelicidad ayudará a crear una sociedad mucho más sana y honesta que la de ahora.