Donald Trump ha afirmado repetidamente que será capaz de resolver la guerra de Ucrania en 24 horas una vez regresado a la Casa Blanca. Quedan un par de meses para certificar si tenía razón o si era una bravuconada más. El camino hacia la paz en Ucrania es de una enorme complejidad y, a la vista de sus manifestaciones públicas, cabe sospechar que Trump no ha ponderado con detenimiento un plan. Pero lo que se sabe es suficiente como para temer que, con toda probabilidad, su impacto será dramático para los intereses de Ucrania —y de Europa—. Sabemos que no le apetece gastar recursos para sostener la defensa de Kiev ante los agresores y que cree que Ucrania debe hacer consistentes concesiones. A la vista de la opinión que le merece la OTAN, tampoco cabe esperar que empuje para que lo que quede de Ucrania tras sus decisiones negociadoras pueda entrar en la Alianza.
Esto configura un cuadro explosivo. La agresión brutal e ilegal rusa obtendría el premio no solo de una amplia conquista territorial, sino también de la amputación de la soberanía política de Ucrania, el principio básico por el que un país es libre de decidir qué lugar tener el mundo, con quién asociarse. Esto sería, sustancialmente, la victoria de Putin.
Aquellos que —sotto voce o en do de pecho— sostienen que ciertas decisiones son una provocación por la cual se entienden ciertas reacciones, que la finlandización no sería tan mala opción u otros argumentos parecidos, tienen todo el derecho de hacerlo, pero tienen también el deber de reconocer con honestidad intelectual lo que eso significa: quitar a otros derechos y libertades básicas. Con toda la diferencia entre Estados y personas, hay una raíz moral equivalente: así como jamás debe aceptarse que una mujer tenga que limitar sus derechos y libertades porque tiene a lado un machista matón que quiere controlarla, no debería pretenderse que un país acepte lo mismo porque una potencia vecina exija una esfera de influencia. Conviene recordar que Putin atacó a Ucrania cuando el país estaba a punto de firmar un pacto de asociación con la UE —no de integrarse a la OTAN, cosa que no estaba ni remotamente a la orden del día—. ¿Hasta qué punto debe renunciar a sus derechos Ucrania para que el matón se quede contento?
Desgraciadamente, la realidad es que Trump, con toda probabilidad, va a desenchufar el apoyo, que los europeos no estamos en condiciones —por nuestra prolongada desidia, con algunas excepciones— de sostener la defensa de Ucrania por nuestra cuenta y ni tampoco de ejercer un efecto sólido de disuasión para nuestra propia seguridad. En este marco, como muestran los sondeos, la moral de la ciudadanía ucrania está bajando. Ucrania está exhausta. Hay expertos que señalan que un colapso del frente no es algo inimaginable. Por ello, también Biden ha levantado restricciones al uso o a la entrega de cierto tipo de armamento. ¿Qué hacer ante este panorama?
Hay dos premisas ineludibles: la primera es que siempre debe tenerse en cuenta la voluntad política de los agredidos; la segunda es que sin respaldo militar no hay paz posible, solo subyugación. Los profetas de la búsqueda de la paz sin sostén a Ucrania quedan muy bien en ciertos círculos, pero es una evidencia al alcance de niños de corta edad que aquello pisoteaba la voluntad de resistencia de los ucranios y que, en todo caso, la única paz que hubiese ocurrido con esa política habría sido la de la subyugación completa al régimen dictatorial y medieval de Putin.
Ahora se perciben cambios en el primer plano: sin el apoyo de EE UU, y después de años de durísimo sufrimiento, es probable que la voluntad política dominante en Ucrania mute. Habrá que escuchar atentamente. Lo que no cambia es lo segundo: la paz, o el alto el fuego, necesitan la voluntad de dos y es difícil que Rusia pare si ve que puede seguir ganando terreno y no se le ofrece básicamente una capitulación. La precondición para una paz que no sea un abuso total es, por tanto, sostener a Ucrania, que el frente no colapse, que Putin tenga un incentivo para parar, porque percibe que seguir es encajar grandes daños sin perspectivas de grandes mejoras. Suele ser el único motivo por el que un beligerante agresor se detiene.
Como Trump probablemente no lo hará, toca a los europeos hacer más. Hay que ser realistas: no podemos sustituir un vacío completo de EE UU. Pero sí podemos hacer más. Podemos y debemos intentar evitar el colapso de Ucrania, y por esa vía una paz que sea una rendición.
¿Qué paz es entonces posible tras la victoria de Trump? No hay que hacerse ilusiones: ya no es posible el objetivo principal, una paz que certifique que la agresión no sirvió. Con Trump no es racional esperar una paz que no implique una consistente renuncia territorial. Ni una que reconozca formalmente el derecho de Ucrania a decidir plenamente su política exterior.
Pero sí se puede trabajar para al menos contener los daños. Para que esas pérdidas territoriales no sean una anexión reconocida; para que, si no se establece el derecho de Ucrania a la plena libre determinación de su política, sí pueda al menos quedar despejado su camino hacia la UE; para que desde el día después de un eventual alto el fuego puedan activarse indudables garantías de seguridad para Kiev. De lo contrario, sin camino hacia la OTAN y sin otras garantías disuasorias, toda paz será solo un intervalo de respiro para que Putin recupere el aliento antes de intentar concluir el trabajo.
Y ahí, de nuevo, es cuando los europeos tendrán que hacer su parte. Trump no la hará. Así, cuando pensamos en la paz en Ucrania, debemos pensar en varias cosas: en cómo lograr que se materialice, en cómo garantizar que se sostenga y, también, en cómo evitar que Putin use la maquinaria bélica que ha ido alimentando en otros lugares. Hay que pensar en cómo podemos ayudar a Ucrania a evitar un colapso hoy; en si estamos dispuestos a enviar soldados que mantengan la paz mañana; en cuánto invertiremos para disuadir futuras terribles aventuras siempre.
La solución a la nefasta hipocresía europea por la que observamos inertes los desmanes de Netanyahu mientras denunciamos los de Putin no debe conducir a la trágica coherencia de no hacer nada ni aquí ni allí. Ayudemos a Ucrania, aislemos radicalmente el Gobierno de Netanyahu.