El currículo de Bill Buford (Baton Rouge, EE UU, 70 años) incluye haber sido el fundador de la célebre revista estadounidense Granta y el editor de ficción en The New Yorker, un miembro temporal de la facción más violenta de los seguidores del Chelsea FC y aprendiz de cocina en el mítico restaurante italiano Babbo, en Nueva York. En esa ciudad ha residido casi toda su vida, salvo en los periodos en los que ha viajado por Europa para escribir Entre los vándalos (1990), fascinante relato de cómo se infiltró en la cultura hooligan inglesa y que termina con él sufriendo una terrible paliza en las calles de una ciudad italiana durante el Mundial de 1990. O los cinco años que pasó en Lyon para escribir su último libro, La transmisión del sabor (Anagrama). En él, este periodista gonzo que desprecia todos los tics del gonzo más ególatra, relata su experiencia como aprendiz en cocinas de alta gama en la capital gastronómica francesa. Lo que iba a ser una breve aventura familiar —Buford se mudó junto a su esposa y sus gemelos de apenas dos años— derivó en un lustro de aprendizaje que va mucho más allá de lo gastronómico, entrelazando crisis familiares con la matanza del cerdo o el bullying que los más débiles pueden terminar padeciendo en entornos tan agresivos como las grandes cocinas de los grandes chefs.
Hablamos con él por Zoom en hasta tres ocasiones sobre gastronomía francesa, su estancia en Galicia a finales de los años setenta, por qué el hooliganismo jamás cuajó en Estados Unidos, lo peligroso de mudarse con hijos al campo, Ryszard Kapuściński —su verdadero héroe— o su ritmo creativo, un manejo del tiempo, el espacio y los recursos que nadie sabe cómo, pero le funciona. Porque menudo desastre de señor. Eso sí, hace un caldo de pollo fabuloso. O eso afirma. Y bueno, como estamos frente a él, en la pantalla, con su gato merodeando, y no ante Hunter S. Thompson en algún burdel de Nevada, nos lo creemos.
¿Cómo de raro es hablar en 2024 de un libro que empezó a escribir en 2008 y terminó en 2020?
Cada uno de los libros que escribo tiene una vida larga. Nacen, se desvanecen, renacen y vuelven. Por ejemplo, este año estoy hablando de Entre los vándalos más que nunca. Y de este último parece que van a hacer una serie sobre él. Hemos viajado dos veces más a Lyon con el director y el guionista. Los libros vuelven al público y luego vuelven a mí, también. Mis hijos son hoy ya adolescentes enfadados e insoportables, pero hablan un francés casi perfecto gracias al tiempo que pasamos en Lyon con este libro. Uno incluso cocina y le hace steak tartar a su novia, por lo que doy el tiempo en Francia por medio amortizado. Este libro fue nuestra vida y nos arruinó. Fuimos muy felices. Un par de noches atrás hablábamos de ello. Fue un privilegio poder vivir esta experiencia. Nos vemos en parte como lioneses.
En el proceso de creación de sus libros previos, usted salió como una persona distinta, le cambiaron la vida. Esta vez, eso se extendió a toda su familia.
Es mi culpa, soy lento, escribo rápido, pero soy lento en dar las cosas por terminadas. Todo me lleva tiempo, mucho tiempo. La idea era ir a Lyon un verano y escribir. Profundizamos mucho y muy rápido. No se hacen amigos fácilmente allí, pero cuando se convierten en amigos lo son para toda la vida. Y si te portas mal, te hacen la cruz para siempre. Pero claro, estuvimos cinco años. Y eso, mientras me cambiaba a mí, también cambiaba a mi esposa y a mis hijos.
Lyon era una ciudad nueva para usted: la cocina francesa, las técnicas gastronómicas francesas, el idioma desconocido… Y bueno, acababa de ser padre de dos gemelos. Este libro podría haber pertenecido casi a cualquier género.
¡Sin duda! Todo era nuevo. Bueno, yo ya no era tan nuevo. El tiempo que pasé en Granta me hizo aprender a profundizar en los reportajes y a lograr cosas que no consigues de otra manera. Y son cosas que te afectan. Y vuelves con los elementos clave, aunque no encajen con tu idea original. Esto no iba a ser la historia de mi familia, lo juro. En la serie mi familia va a ser más importante incluso que en el libro. Fue una experiencia vital brutal.
¿Cómo logra que le acepten en las tribus, ya sean hooligans ingleses o chefs franceses?
Creo que solo se trata de estar allí, ser claro y pasar tiempo con ellos. Yo soy muy curioso, mucho. Debes colocarte ahí y mostrar tu interés, y que este no sea cínico, sino genuino. Si eres paciente y preguntas y preguntas, te acaban aceptando.
¿Es importante que en sus libros aparezca usted pero jamás traten solo sobre usted?
Voy siempre con cuidado de no parecer más listo o importante de lo que soy. Hacer eso es una mierda. No funciona. En la cocina de Mario Batali recuerdo que había un tipo que tenía un ascendente enorme en todo y siempre mostraba que era el mejor. Inconscientemente me puse a competir con él, hasta que Batali me dijo que ni se me ocurriera escribir de eso, que era como relatar un concurso de pollas y que mi polla no le interesaba a nadie. Lo tuve que desechar todo y sacar toda esa mierda de la competición de pollas fuera de la narración. Y el libro mejoró. Al final soy más de buscar la comedia, y como eso lo hago también en la vida —mucho más que medirme las pollas con alguien—, me sale más natural que hacerme el importante, que tampoco lo soy demasiado. Hay algo en escribir en primera persona muy peligroso. No debes olvidar que la historia es sobre lo que pasa y la primera persona es solo porque eres el investigador. Debes estar preparado para sacarte de la historia si es necesario. Yo no soy quien hace mis libros interesantes. Estoy ahí con mis entrecots, enfadando a mi mujer, asustando a mis hijos, y en esas escenas soy uno más. Solo que alguien debe narrarlo, y ya.
Su lentitud ha provocado que la cocina francesa se haya pasado de moda dos veces y vuelto a estar en boga otras tantas desde que se mudó a Lyon. ¿Cómo lleva esto?
Cuando fui a Francia, el país estaba muy pasado de moda en casi todo el mundo, es cierto. Mucho. Ferran Adrià era el rey y aún tenía elBulli. Los franceses, eso sí, estaban poco interesados en lo que decía el resto del mundo de su cocina. Lo habitual. Cuando volví a Nueva York cinco años más tarde, hubo un renacimiento de la gastronomía francesa en la ciudad. Y luego se complicó el asunto otra vez. Estos flujos no ayudan al libro para nada. Y si no fuera tan lento publicando, tal vez me los podría ahorrar, es cierto.
¿Cómo cree que se puede leer en un país tan orgulloso de su gastronomía como España un libro como el suyo, que glorifica la tradición culinaria francesa? Es casi una afrenta, oiga.
Es complicado. No tengo ni idea, la verdad. En Cataluña parece que todo el que cocina tiene los genes de Dalí y hay una especie de maravillosa anarquía culinaria. Es fabuloso y, como con la cocina vasca, ha opacado un poco en ciertas épocas recientes a la francesa. Eso sí, creo que a cualquiera que le guste cocinar debe sentir interés por la técnica y el estilo que los franceses han estado perfeccionando de forma científica y cuadriculada, como ellos son, durante más de 400 años. Y eso es básico. Adrià aprendió en Francia, fue a esos sitios y se empapó de todas esas técnicas. No hay duda de que la disciplina, el entrenamiento y la actitud que sacas de una cocina francesa son incomparables. Por cómo alguien pone la tabla de cortar sabes si ha sido o no entrenado en Francia. Lo aprendes allí y se te queda en la cabeza para siempre. Y son muy duros y pesados con todo. Michel Richard, un chef que sale en este libro, cree que en un entorno de mucho aprendizaje y muchas normas lo que logras es abrir tu mente y hacerte más creativo, aunque de forma intuitiva pienses lo contrario. La disciplina es una forma de provocar la creatividad. Conociendo la técnica lees las recetas como sucesiones de ideas, no de instrucciones.
Viajó a Galicia a finales de los setenta, ¿verdad?
Pasé el verano allí en 1978. Estaba becado en Cambridge y tenía algo de dinero para viajar. Me fui directo a España. Me dijeron que evitara Barcelona y Madrid y, bueno, acabé en un pueblo en las Rias Baixas. Incluso aprendí un poco de gallego. La carretera había sido asfaltada el año anterior y había carromatos aún. Sonaban las gaitas en los bares. Todo era una maravilla. Me encantó. Tengo que volver. Habrá cambiado muchísimo, claro. El vino en cuencos. Eso me chocó. ¿Aún se hace?
Le debe un libro a España, aunque conociendo su ritmo…
Aún lo considero. Sí, sin duda. Lo considero todo aún, soy un iluso. Mantengo una relación sentimental con España, la verdad. Empezó cuando tenía 15 años y tomé clases de español. Me obsesionó la música clásica española, muy sentimental, muy bella. Era mi rutina en el colegio levantarme a las cinco de la madrugada y tocar la guitarra española durante cuatro horas. Luego me obsesioné con la Guerra Civil. Pasé mis primeros dos o tres años en Inglaterra pensando mucho en España. Es un romance. Es un romance de juventud que aún dura.
¿Dónde nació su pasión por la gastronomía?
Pues mira, en México. Pasé un verano allí y aprendí a hacer tortillas y mole. Volví a mi casa y cociné cosas mexicanas sin parar, hasta que descubrí la cocina japonesa y me puse incluso a aprender el idioma. Pero donde realmente me tomé en serio lo de los fogones fue en Inglaterra, donde la comida es un horror. Estaba en un hotel donde nos daban cordero con salsa de menta. Era desagradable, un asco. Lo peor. Pero en sus casas mis amigos eran cocineros decentes y guisaban casi cada noche, algo que se hace poco en Nueva York, la verdad. Ahí empezó a gustarme cocinar. También descubrí que si la comida es buena, la charla alrededor de la mesa mejora.
¿Sigue juntándose con sus hijos y su esposa a cenar juntos? ¿Cómo de importante es eso en su familia?
Es esencial. Magia. Ahora estamos en un momento raro con mis hijos. Tienen 18 años, están de año sabático antes de ir a la Universidad y se han enfadado conmigo porque nos hemos mudado al campo, en la parte norte del Estado de Nueva York. Para mí, la cena familiar del sábado, ahora solo los sábados, eso sí, es clave aún. Y esto lo empezamos cuando los gemelos tenían cuatro años. Ya ayudaban. Era todo un puto lío divertidísimo, toda la comida en el pelo, el suelo, la mesa…, pero era profundo, una experiencia muy grande. Ahí, frente al plato y alrededor de la mesa, haces planes, cuentas historias. Nosotros hemos guardado siempre las historias para la cena. Eso sí, no creas que nuestras cenas son concursos de ingenio ni bacanales intelectuales, somos más simples, guardamos anécdotas divertidas y nos reímos mucho, y comemos. Comes para vivir y ríes para vivir. Es una de las experiencias fundamentales del ser humano.
Tengo entendido que es usted de cenar tarde, ¿sigue haciéndolo?
Esta es una pregunta muy complicada y un tema candente entre mi familia y yo. Mi esposa quiere cenar no más tarde de las siete, así se puede ir a la cama pronto y levantarse también pronto. Mis hijos también quieren cenar antes de las siete porque tiene hambre. Y lo intento. Pero he descubierto que, incluso si empiezo a cocinar muy pronto, por ejemplo esa misma mañana o el día anterior, termino sirviendo la cena como si estuviéramos en Madrid. El problema es que, si me das más tiempo, quiero hacer más cosas. Hago más platos, más salsas, barrunto qué hacer con las sobras. Ta vez deberíamos mudarnos a España.
Destripar cerdos, lanzarse cazos en cocinas lionesas, pelearse a puñetazos con hooligans en Londres o Turín… ¿Qué importancia tiene lo violento en su escritura? ¿Y cómo lo afronta?
Es vital y se afronta siempre con mucho cuidado.
¿Como en la vida real?
Exacto. Para un escritor, la violencia es un regalo. Cuando golpean a alguien es horrible, afecta a todo el metabolismo. Pero para un escritor es genial, rompe todas las reglas. Pasas a otra realidad cuando entra la violencia. Cuando golpean a alguien en el mundo real no es como en las pelis, oyes los nudillos, la mandíbula, la piel. Todo cruje. Lo notas. En Entre los vándalos hay una escena en que aparece una familia italiana atrapada cuando los fans están reventando las calles de Turín, y ves a un señor tratar de sacar a sus seres queridos del lío y cómo lo golpean. Es de lo más enfermizo y feo que he vivido. Y también ser parte de ello. Hay mucho detalle en la violencia real y como escritor debes hacerle justicia, relatar todo eso. Como no escribo sobre sexo, escribo sobre violencia.
Aún puede escribir de sexo, ¿no?
Sexo y España, sí. Pendientes.
¿Cómo vive usted el renacimiento del hooliganismo en Europa?
Nunca pensé que volvería a ser un problema. Pero lo es. Este año he hecho bastantes entrevistas y hasta un podcast sobre el libro y el hooliganismo otra vez. Pasó en Inglaterra y luego en toda Europa y paró. El Mundial de 1990 fue como una especie de punto final. Lo que sucedió es que en el verano siguiente llegaron las raves y el éxtasis y toda la gente involucrada en el hooliganismo descubrió las pastillas y el tecno, y cambiaron sus prioridades.
¿Qué le gusta del fútbol?
Me encanta, pero hay algo en el fútbol que es frustrante. Es bello, es el juego bonito, sin duda. Pero es extraordinariamente frustrante. Mira, recuerdo uno de mis primeros partidos en Inglaterra, fue en Leeds. Ahí estaba yo con todos esos señores curtidos, habituales del estadio. Cada vez que la pelota se acercaba a la portería lo pasaban fatal, parecían otra cosa, frágiles… Y al final, el partido terminó cero a cero. Eso es exactamente el fútbol. Me encanta.
En su última visita a Londres, ¿fue a aver algún partido?
No, y es algo a lo que hay que ponerle remedio pronto. Lo que sí hice en Londres es quedar con un par de personas que conozco desde mis días entre los vándalos. Me alegra mucho haber podido comprobar que siguen vivos.
¿Por qué la violencia grupal del hooliganismo jamás ha parecido expandirse por Estados Unidos como lo ha hecho por Europa?
No sé, tal vez tiene que ver con el individualismo estadounidense. La violencia en el deporte europeo es tribal. Sé que ha habido lío en finales de baloncesto en Estados Unidos, pero eso es raro, y casi siempre sucede en Chicago, es algo de Chicago y es algo de romper cosas o pelearse uno con otro, no es como en el fútbol europeo.
¿Cocina últimamente?
Estoy en una fase en la que hago mucho caldo, mucho caldo de pollo. Aprendí a hacer también base de caldo de pato. Lo hago todo el rato. Mi caldo de pollo, de 14 horas de cocción, es algo serio. He dedicado más de un año a perfeccionarlo haciéndolo a 60 o 70 grados. Juego mucho ahora con salsas con vinagres y cítricos. Estoy en fase aviar, sin duda. Quiero volver a hacer pasta otra vez, es directo, supuestamente fácil. No la hago con máquina, es un talento que tengo. Antes no teníamos una cocina grande como para hacerla, pero ahora sí y quiero volver a la pasta. Y voy a abrir un restaurante efímero para llevarme al infierno. Daniel [Boulud, el chef francés] está emocionado con eso.
¿Realmente inventaron los italianos la cocina francesa?
No es descabellado. En los siglos XVI y XVII hay muchos libros de cocina y muchas traducciones, y los franceses querían alcanzar lo que los italianos lograron antes en el Renacimiento, cuando la cocina fue otra disciplina artística más. Se desarrolló mucho. Hay bastante cocina de la época que ha ido evolucionado y que creó un modelo que inspiró a los franceses. Incluso poner la mesa es una idea italiana desarrollada más tarde por los franceses.
¿Aceite versus mantequilla? ¿Conoce ese mapa que divide Europa entre países que cocinan con aceite de oliva y países que cocinan con mantequilla?
Me lo han mencionado muchas veces.
¿Una forma de división europea?
Sí. Existe el nacionalismo gastronómico como existe el deportivo. Es así de cierto. Eso sí, el culinario creo que es más regional que nacional. Me gustan mucho los sitios donde la frontera es porosa, como la italiano-francesa. Ahí se cruza la tradición culinaria de ambos sitios. Es algo terriblemente rico. Estas fronteras marcadas por aceites o salsas son mucho más importantes que las fronteras políticas. Son más antiguas y más verdaderas. El Mediterráneo, por ejemplo, es un estado mental compartido por gente con pasaportes muy distintos.
¿Cómo avanza su nuevo proyecto? Bueno, ¿hay nuevo proyecto? ¿Avanza?
Me gusta de su pregunta que asuma que me cuesta enfocarme en un proyecto y ya no digamos acabarlo. Dicho esto, estoy rematando un libro que empecé hace dos décadas al volver a EE UU tras una estancia en el extranjero y que era un formato de carta desde Nueva York que se emitía en BBC Radio 3. Algunas de aquellas historias fueron publicadas en The New Yorker, otras en The Guardian. También tengo a punto de terminar un libro junto a Daniel Boulud de recetas francesas de la vieja escuela, la mayoría del siglo XIX. Ya casi. Y bueno, tras la venta de los archivos de Granta a la Biblioteca Británica, he disfrutado mucho rebuscar entre cajas de cartas manuscritas y demás artefactos y he pensado que me gustaría contar la historia de la revista y lo emocionante que fue vivir durante aquellos años en Gran Bretaña.
Kapuściński fue su héroe. ¿Cómo lo recuerda?
Él es el hombre, es mi hombre. Lo amaba y él me amaba. El nuevo periodismo que hacían mis compatriotas siempre me pareció narcisista y excesivo. Kapuściński era el maestro del tono. Contaba historias con un talento natural. Es el escritor del que más cerca me he sentido. Fui a conocerlo a Varsovia y todo era un caos. Estaba a punto de caer el régimen comunista y había militares por las calles, mucha tensión y nerviosismo. Fue un momento muy Kapuściński, la verdad. Él se portó de forma muy generosa conmigo, no lo olvidaré jamás. Y tuve el honor de publicar en Granta su obra. No sé cómo decirlo, es un gigante. Él hacía todo lo que yo quería hacer. Un hombre fabuloso [sollozo]. Lo echo mucho de menos