Del último escándalo español con respiración artificial, de la penúltima claudicación de los medios a los márgenes más soliviantados (por interés, pocas luces o contrato) de las redes sociales, lo más gracioso es, sin duda, la cantidad de gente que no sabía que tenía que ofenderse cuando Lalachus homenajeó durante las campanadas a la vaquilla del Grand Prix, símbolo, uno de tantos (Espinete, Chollo, Antichollo) de la televisión pública. Esos espectadores que, viendo en directo a la cómica sacando una estampita con la cara de la vaquilla, no repararon en que aquello les ofendía: desconocían que tenían que molestarse al punto de impugnar el año nuevo y no sólo eso, sino que lo mismo hasta sonrieron por el rescate sentimental de tan ilustre dibujo. Los indignados a los que tuvieron que avisar.
Es ahí dónde hay que detener el primer foco: en todas esas personas que vieron con normalidad las campanadas y, unas horas después, empezaron a sentirse ofendidas como quien empieza a incubar un resfriado. No les culpo. Es gente que ha visto estampitas religiosas con la imagen de Messi, de Isabel Díaz Ayuso o del concejal de Juventud de su pueblo, que rio con La vida de Brian, que vio Jesucristo Superstar y trescientas historias del estilo, que lleva décadas observando a su religión onmipresente como referencia para ficciones, bromas o burlas, ¿por qué habría de saber que aquella imagen, la vaquilla santificada, no era un simple gesto de amor a la vaquilla sino una imperdonable ofensa al Sagrado Corazón?
Pues no lo supieron. Y les sacaron de su error emocional, que es el último grito de las sociedades vulnerables (siendo generosos) intelectualmente: que les digan no cómo tienen qué pensar, sino lo que tienen que sentir. Instalé X en el móvil a primera hora de la mañana del día 1 en cuanto leí los periódicos (lo instalo y desinstalo según el grado de desquiciamiento general, a izquierda y derecha, que intuyo en aquella mi vieja casa). Allí estaban políticos, religiosos, activistas, tuiteros, cualquiera que pasase con ganas de darle a TVE, incluso opositores ruidosos a Mahoma (siempre aparece la oposición a Mahoma en estos escándalos para pedir, a los que no son oposición, que la hagan ellos). Gente frecuentemente desapasionada e imparcial de repente se veía entre una muchedumbre, su muchedumbre, y agitada por la desesperación se arañaba la cabeza como Guardiola: ¡están matando a Dios, una gorda está matando a Dios! (omitiendo la primera norma del asesino mafioso Johnny Sack en Los Soprano: “No más comentarios sobre el peso de la gente. Son ofensivos y destructivos”), pero ya todo daba igual: había que defenderse como fuese.
Aquello duró unas horas, pero qué horas. Se trasladó a Instagram: póngase el Sagrado Corazón en su imagen de perfil, firme la petición de dimisión del director de RTVE, hagamos una cadena solidaria, sigamos en 2024 hasta que se den las campanadas bien, donemos nuestros ahorros a la cuenta de Vito Quiles. Un sacerdote rezó en las calles de Madrid una oración para reparar las blasfemias de Lalachus. Se anunciaron querellas: se pusieron querellas. Philippe Claudel, una vez más: “He visto a los hombres en acción cuando saben que no están solos, que pueden diluirse, disimularse en una masa que los engloba y supera, una masa formada por miles de rostros como los suyos. Se alegará que la responsabilidad es de quien los arrastra, los azuza, los hace bailar como a una serpiente alrededor de un bastón, y que las muchedumbres no son conscientes de sus actos, su dirección ni su futuro. Es mentira. Lo cierto es que la muchedumbre en sí es un monstruo, un enorme cuerpo que se engendra a sí mismo, compuesto de miles de otros cuerpos pensantes. Y también sé que no hay muchedumbre feliz”.
Aquel disparate empezó a frenar en seco porque, de forma inédita, el ridículo era insoportable incluso para las conciencias más nubladas. Fue como si España hubiese tocado techo. Tanto, que la indignación empezó a trasladarse de Lalachus al Gobierno: ¡había sido una trampa!, ¡una cortina de humo! Y aquí llega un segundo foco: cuando uno reconoce que la ofensa no era para tanto, pero no tiene gracia. Esto es importante siempre que se quiera llevar a un cómico a los tribunales: vale, no es para meterlo en la cárcel, ¿pero y la gracia? No tiene gracia: es una humorista mediocre, pésima. Los sumilleres de chistes, que dijo Diego San José. Como si un cómico, por otro lado, no pudiese hacer cosas sin pretender hacer gracia.
Y esa Lalachus –parémonos ahora en ella– el día anterior poniendo la pegatina de la vaquilla para acordarse del Grand Prix durante las campanadas sin saber que iba a poner en jaque 2.000 años de historia, que iban a rezar por la salvación de su alma y que el presidente de la Conferencia Episcopal que disculpó la cancioncilla pederasta de un alcalde porque “había bebido” se iba a declarar triste y burlado por una cómica sobria que sólo quería acordarse de un concurso de la tele con una estampita. Ahora hay que evitar por todos los medios que este buen hombre no visite nunca Nápoles.