El grito furioso y el impacto de la raqueta contra el bolso al ceder el primer set sintetizan este segundo paso de Carlos Alcaraz por Turín, adonde llegó resfriado y con mal temple, entre sudores, congestión, mal sueño y fármacos. Justo de energías, decía. Y se despide ya el murciano, batido por Alexander Zverev en el último episodio del grupo (7-6(5) y 6-4, en 1h 57m) y sin cuenta alguna ya que hacer, porque suceda lo que suceda en el partido nocturno, Casper Ruud frente a Andrey Rublev (20.30), él ya está fuera de la ecuación, sin posibilidades. No hay cálculo que valga al número dos, mosqueado y reducido por un mastodonte que le tiene tomada la medida, 6-5 para el alemán en los cruces particulares y clasificado ya para las semifinales.
Se quiere acercar a la pomada de la cumbre Zverev, a esa senda del éxito abierta por Jannik Sinner y el español en los más grandes escenarios, y ofrece un paso firme o cuanto menos intimidatorio. Queda por ver si su crecimiento —aún no del todo extrapolable al territorio de los majors, muesca pendiente— y su ánimo tienen continuidad. Alcaraz, triste, pierde el tren y se va contrariado, porque en mala hora se puso malo, piensa y piensa, en dirección ya a Málaga después de un capítulo en el que los zambombazos y el excelso rendimiento de la torre con el saque le han obligado a pelear demasiado rato desde la trinchera.
Alcaraz no empieza del todo fino, con alguna que otra imprecisión que abre la puerta unas cuantas veces a Zverev, todo brazos y todo piernas el alemán, impresionante esa palanca que dibuja al sacar. Resuenan los pelotazos secos cada vez que la bola se estrella de forma violenta contra el soporte publicitario, este un sufridor: ¡Pam! Sonidos huecos, luz azulada, tensión en el ambiente y dos mazos pegándole muy duro, como si repartieran un premio por romper la esfera. Aprieta y aprieta el de Hamburgo, que conforme se acerca a la red se hace grande, muy grande, inmenso porque las extremidades cierran todos los huecos, menos ese que encuentra el español con un formidable pasante de revés.
“Tu trabajo está bien hecho, ¿eh?”, le dice desde el box Ferrero, gorra hacia abajo, la misma trayectoria que adopta la bola cuando Zverev se desplaza, arma el tiro y replica con un trallazo plano que enfila profundo el costado, como si fuera fácil la cosa. No es sencillo el abordaje de Alcaraz, que ya presenta mejor cara —la medicación se ha hecho de rogar, pero al fin ha terminado haciendo efecto— y, visto el panorama, se parapeta al fondo y recurre a la defensa, a la espera de que en un momento u otro, el rival tal vez baje el pistón y por ahí pueda encontrar el hueco que de momento no existe. No hay fisuras, así que toca remar. No parece ser un día (un torneo, realidad) para la lírica.
Martillea el gigantón y él compite a remolque, sin perder el sitio pero apurado, exigido todo el rato, intentando que no se rompa el hilo del partido porque a contracorriente, el más ligero paso en falso, todavía sería más complicado. Así que pone la raqueta firme y repele como puede, incómodo con esa tira que luce otra vez en la nariz y, sobre todo, muy paciente, porque las ráfagas al resto no se detienen. No cesa el bombardeo ni afloja Zverev, un bigardo que hace pequeña la herramienta, como si fuera un juguete. Pega y pega y Alcaraz aguanta, intentando descifrar cómo desactivar ese servicio que ya no presenta taras. La rémora de las dobles faltas ha desaparecido.
Con picos de más de 230 kilómetros por hora y un promedio en torno a los 220, verdadera bestialidad, el alemán, 27 años, marca el paso y al de enfrente, 21, solo le cabe la resignación, aguardar y hacer el gato. Se contorsiona de manera acrobática el murciano y devuelve las que pilla, pero en muchas ocasiones, demasiadas, la estela es imposible de interceptar. Lo dicho: a protegerse del aguacero y confiar en que al final escampe. “¡Sin prisas!”, grita su técnico. “¡Buen impulso ahí!”. “¡Ahí atrás atrevido, que hay mucho sitio Y, efectivamente, “ahí” que sigue él sin volver la cara y escudo en mano, salvando esa primera bola de set y sobreviviendo hasta la suerte del desempate, turno para las delicatessen.
Tira un estacazo maravilloso, puro veneno, pero después encaja otro brutal del alemán y empieza a ceder irremediablemente terreno hasta que se levanta y traza una parábola deliciosa con el revés, tan pulcra y tan perfecta, tan arquitectónica, que consigue sortear los casi dos metros del coloso rubio, tres en realidad porque al tallo hay que añadirle la prolongación de la raqueta. Entonces llega la explosión, ese bramido que compite con la atronadora megafonía del recinto, más y más decibelios: “¡Nooooooo!”. Acompaña el gruñido interminable de un buen puñado de gestos: por qué, por qué, por qué lo hecho, maldice, lamentando la lectura errónea que hace de ese intercambio doloroso.
Se queda clavado en la pista y mira a su entrenador sin pestañear, y se marcha a la silla hecho un basilisco. Caliente. Arrastra el cabreo a la reanudación, craso error, tan humano como penalizador, y el coste es elevado porque la rotura encajada plantea un escenario todavía más dificultoso, áspero y hostil, al ir por detrás —con un tal Zverev sacando— y cediendo juegos, recordando que en un torneo como este cada punto cuenta y que empieza a tener un pie fuera de Turín. Aun así consigue procurarse una oportunidad para reengancharse, pero todo está torcido: su derecha, arma de oro, chirría tres veces —homerun la primera de ellas— cuando tiene a tiro el break, así que no hay manera.
“¡Siempre a la red, siempre!”, se castiga. “¡Tranquilo!”, intentan atemperarle desde el box. Pero no era el día, no era la semana. No era esta Copa de Maestros. Zverev, a lo suyo. Llegó enfermo Alcaraz y se marcha todavía entre pañuelos y mucosidad, con un enfado monumental. La cruda realidad de la cita de fin de año.