A media mañana, en la terraza de Can Roca está sentado Antonio Tirado, de 85 años, vecino de toda la vida del pueblo —así llaman los más mayores al barrio de Taialà, a las afueras de la ciudad—, donde se criaron Joan (60 años), Josep (58 años) y Jordi Roca (46 años). Va todos los días a echar el rato delante de una infusión, y a ver quién entra y sale del animado local, donde come todo el personal de El Celler de Can Roca, además de clientes que llegan de todos los lugares del mundo, en busca de los famosos canelones o de los calamares de la matriarca, Montserrat Fontané. Ahí es donde comienza esta historia. “Los tres hermanos le han dado mucha vida al barrio. Ellos son muy de aquí y muy buenas personas”, señala Tirado. En la barra hay más fieles. La atiende Narciso Marina, 51 años trabajando con la familia, orgulloso de su impecable hoja laboral. “Abro el bar a las seis y cuarto de la mañana, pero estoy aquí desde las cinco y media, y nunca he cogido una baja”. Tampoco quiere jubilarse, apunta Joan.
“Aquí hay mucha vida, vienen ingleses, chinos, americanos. No hay otro sitio igual. Además, a ellos los quiere todo el mundo. Son muy buena gente”, suelta desde el fondo Miguel Escalera, familia del taxista del barrio. “Hay gente a la que se le sube la fama, pero a ellos, no. Por eso estamos aquí todo el día”, dice, mientras señala la mesa del comedor en la que está sentado el padre de los Roca, Josep, de 91 años. Una institución, al igual que su esposa —”la Montse es única”, comenta el cliente—, que cada día, como si de una cita romántica se tratara, acude al lugar. Aquí, sin que nadie de la familia pudiera adivinarlo, empezó a forjarse el imperio que poco a poco han ido creando sus hijos. Las cifras hablan de la magnitud de un negocio que toca varios segmentos de un mismo sector, la gastronomía: 20 millones de euros de facturación el año pasado y 300 empleados en nómina. Noventa de ellos trabajan en el buque insignia, El Celler de Can Roca, elegido en 2013 y 2015 como el mejor del mundo. El resto está repartido por los diferentes locales que tienen en la ciudad: el restaurante Normal, el hotel Casa Cacao, con chocolatería y bombonería incluidas, la heladería Rocambolesc, La Bikineria, el bar de vinos y comida casera Vii, el espacio de eventos Mas Marroch y Esperit Roca, con hotel y restaurante. Los Roca forman parte del paisaje de Girona de 104.000 habitantes, con un equipo de fútbol jugando este año la Champions, y para el que han diseñado unos menús a medida de cada jugador para después de los entrenamientos. “De todos los rincones del mundo, hemos elegido crecer en casa, creando un modelo que refuerza la marca y nos refuerza económicamente. Tenemos un restaurante que ha ganado todos los reconocimientos, pero sigue comprometido con la innovación y la creatividad”, dice Joan.
“¡Son los cocineros!”, exclaman dos señoras al cruzar el Puente de Piedra en Girona. Se presentan: son de Perú, están de paso en la ciudad y piden permiso para hacerse una foto con ellos. Desde un coche de la policía autonómica, un mosso saluda desde dentro a Pitu (Josep), el mediano del trío. La escena de los saludos espontáneos se repetirá a lo largo del día varias veces. Se sienten queridos por los de fuera, pero también por los suyos. “La gente nos muestra su cariño y eso es muy bonito. Nos han visto nacer, crecer y currar desde pequeños. Hemos construido un parque de atracciones para divertirnos nosotros también”, dice Joan.
Han recibido suculentas ofertas para replicar El Celler de Can Roca en otras partes del mundo. Y la respuesta siempre ha sido la misma: “Sabemos que queremos pasar tiempo en nuestra ciudad, montar negocios en ella. Y eso ha sido bien recibido”, cuenta el mayor de los hermanos. “Hemos alegrado Girona porque nos hemos dado cuenta de lo importante que es que haya sitios que te alegren la vida”, dice Jordi, encargado de endulzar con chocolates y helados a sus paisanos. También con una propuesta tan sencilla como los sándwiches que hacen en La Bikineria. “No había nada igual, había que darle la vuelta a algo tan sencillo como un plato que hace mucha gente para cenar en su casa. Solo había que hacerlo superrico”, prosigue el benjamín.
Sereno y feliz, así se encuentra Josep Roca. Tras un intento fallido por una cuestión inmobiliaria, en 2020 se quedó sin montar el bar de sus sueños. Cuatro años han tardado, pero este verano abrieron Vii, un bar en el que entraron como socios en 2018 y con el que se han quedado finalmente. “Queríamos apostar por esa diversificación para nuestra familia, por el legado que queremos dejar a nuestros descendientes y que no tengan que cargar con la mochila pesada de El Celler y con todas sus pretensiones de excelencia”.
Josep tiene alma de tabernero. De hecho, cuando lo inauguraron pidió a sus hermanos que le dejaran quedarse un mes atendiendo el local. “Simboliza el bar de barrio en el centro de la ciudad, en el que tienen cabida la tertulia y el vino como cultura”, y para el que ha seleccionado referencias naturales y de Jerez, con tapas que van desde unas tortillas de camarones a un mollete de riñones al Jerez o algunos platos de la madre. “Todo esto nace de la voluntad de querer vivir aquí, de aportar belleza, valor y algo diferente, no de crear un imperio, sino de desarrollar propuestas que nos hacen sentir bien y que tienen impacto en la ciudad”. El abanico de precios está pensado para atender a todos los bolsillos: desde los tres euros que cuesta un cruasán o un helado, a los cinco de un sándwich de jamón y queso, o los 16 del menú de la casa madre, pasando por los 30 que puede costar comer en Vii, los 70 de Normal, los 150 de Esperit Roca o los 500 euros, con vinos incluidos, que se puede gastar un cliente en El Celler de Can Roca.
Para Josep, un local suyo “es una franquicia menos que se abre en la ciudad”. El comercio local empieza a ser una rareza en España, incluso en las urbes de menor tamaño. Y Girona, de momento, es la excepción. Hay un código no escrito, al menos en el cogollo de la ciudad, para frenar la entrada de franquicias, sobre todo las relacionadas con la alimentación. “Tenemos que defender nuestro comercio y cuantos más formatos diferentes haya más auténticos seremos”, prosigue Josep, que alaba las iniciativas que emprenden los alumnos de la escuela de hostelería. “Somos una ciudad gastronómica, y nosotros nos sentimos queridos y acompañados”. El sumiller recuerda el recibimiento que les dieron los vecinos cuando consiguieron la tercera estrella Michelin en 2009. “Sabíamos, porque teníamos parámetros que nos lo indicaban, que nos la podían dar, pero que la gente del barrio y de la ciudad nos viniera a aplaudir durante 10 minutos por un premio de ricos, no nos lo esperábamos”. La escena se repitió cuando, cuatro años más tarde, The World’s 50 Best Restaurants les concedió en Londres el título de mejor restaurante del mundo. “En aquella ocasión nos hicieron una recepción en el Ayuntamiento y tuvimos que salir al balcón”.
Tampoco olvidan los años duros de la pandemia: cuando el mundo se paró y nadie podía viajar, los suyos respondieron. “Vino gente que nunca había venido a nuestra casa y eso fue muy bonito”, dice Joan. La misma que ahora está respaldando el penúltimo proyecto que han puesto en marcha: el impresionante complejo Esperit Roca, en el castillo de Sant Julià de Ramis, a unos siete kilómetros del centro de la ciudad, que han alquilado por 12 años. Una antigua fortaleza militar levantada a finales del siglo XIX en la montaña de Sant Metges que acoge la destilería Esperit Roca, un hotel de 15 habitaciones, una zona de exposición con la historia de la familia, un restaurante, con hechura para ganar más de una estrella Michelin, que recoge los platos más emblemáticos de los Roca, y una impresionante bodega con capacidad para 80.000 botellas, envueltas en música barroca, que va colocando una a una el sumiller de la familia. “Teníamos El Celler, que es muy exclusivo, y ahora tenemos otro de altísimo nivel. Todo esto es fruto de nuestro inconformismo y de nuestras ganas de emprender proyectos. Es un lío, pero no nos da pereza porque nos gusta el ecosistema que estamos creando”.
Del barrio al meollo de una urbe. “El Celler está desconectado de la ciudad, y con estos otros negocios llegamos a más gente, hemos roto la burbuja de Girona, y también le estamos dando la posibilidad de crecer a gente que llevaba mucho tiempo con nosotros”, detalla Joan. Una de sus preocupaciones siempre ha sido dar un futuro a la plantilla dentro de este entorno —es el caso de Gemma Barceló, que comenzó vendiendo bocadillos para los Roca en el festival de música que se celebra todos los veranos en Cap Roig, en Calella de Palafrugell, y ahora es la directora general del grupo—, además de apoyar proyectos de otros profesionales que han salido de sus cocinas. También tienen a sus esposas trabajando en los negocios familiares: Anna Payet, esposa de Joan, dirige el hotel Casa Cacao; Encarna Tirado, casada con Josep, es la directora de Mas Marroch, y Alejandra Rivas, mujer de Jordi, dirige Rocambolesc. Parte de la nueva generación ya está en marcha: Marc Roca, hijo de Joan, y Martí Roca, hijo de Josep, trabajan en la cocina de El Celler de Can Roca. Hay continuidad de la saga. Y para favorecer ese relevo juega un papel importante el hermano menor. “Soy la bisagra con mis sobrinos, que son maravillosos, y con los que tengo una relación muy chula”, dice Jordi. Los dos hermanos mayores coinciden en que sin tardar tendrán que dejar paso al pequeño, y ponerse a un lado, para que los más jóvenes de la familia emprendan su propio camino. “Les gusta lo que hay, lo que hemos creado, y tienen querencia por Girona”, dice Joan, que confiesa que su hijo lleva tatuado en el pecho el skyline de la ciudad.
El camino no lo han hecho solos, sino de la mano de dos socios. Con BBVA trabajan desde 2014 y acaban de renovar esta colaboración por tres años más. Con la entidad financiera han ensalzado el papel de pequeños productores y realizado giras mundiales, que les han aportado conocimiento de otras culturas culinarias que han ido plasmando en sus platos. Saben dónde no tienen que estar. “La gente busca sinergias con grandes compañías del mundo alimentario, pero no nos vemos apoyando a estas firmas de alimentación. Nos vemos más próximos al sector primario, agrario, a los pescadores, a los ganaderos”, cuenta Josep, mientras llueve a gusto y el cielo se ennegrece de repente sobre Mas Marroch, en Vilablareix, al lado de Girona. El espacio acoge los eventos que les confían, y está rodeado de un huerto, árboles frutales, gallinas y ocas. En total, dos hectáreas de cultivo, con certificación de agricultura ecológica, además del certificado de agricultura biodinámica Demeter.
También han huido de “la presión comercial de las compañías hoteleras”, asegura en relación con las ofertas que reciben muchos cocineros para abrir filiales en otros países. “Quieren tu nombre, pero también rentabilidad económica. Y nosotros siempre hemos querido un Celler de Can Roca, que tiene 11 meses de espera y 129.000 personas apuntadas en lista de espera en 2023″, dice Joan, que se siente cómodo con el modo de obrar que tienen. “Viajamos, hacemos bolos, pero siempre volvemos a casa”. Han empezado a viajar asiduamente a Escocia, donde acaban de abrir su primer restaurante fuera de España. No se han podido resistir, aseguran, a la oferta presentada por la firma de whisky escocés de malta The Macallan. El acuerdo es fruto de la relación que los hermanos tienen con la destilería, asentada en Easter Elchies (Craigellachie), desde hace 12 años. “Hemos decidido abrir The Macallan TimeSpirit x El Celler de Can Roca, un restaurante de cocina escocesa, porque son muchos los lazos que nos unen y porque este año celebran 200 años de existencia”. Sobre el futuro, poco avanzan. A Josep le gustaría tener una coctelería para dar continuidad a la destilería. Además han comprado la casa donde nació la madre en Sant Martí de Llémena, una masía en Sant Gregori, al lado de Girona, y tienen diferentes pisos en el barrio de Taialà, donde viven los alumnos en formación.
Han recibido todos los aplausos. Incluso se han subido cada uno a una carroza, por separado y en fechas diferentes, de la cabalgata de Reyes, un desfile que todos los años riegan con caramelos de chocolate, de tres tipos, uno para cada Rey Mago. Lo que no han conseguido todavía es protagonizar esa noche mágica los tres juntos. “Sería bonito”, dice Joan. “Pero esto no va a ser posible nunca, porque no vamos a hacer que se cambien las normas”, añade Josep. Los de Oriente en Girona son elegidos desde 1956 por la Asociación de Manaies, “ellos son los que deciden quién tiene el honor de ser Rey cada año”, apostilla Joan. “Y siempre tiene que ser Rey un miembro de esta agrupación, y eso no lo podemos cambiar ni vamos a hacer que se cambie”, concluye rotundo el hermano mediano. Será de los pocos sueños que no puedan cumplir en su ciudad.