La muerte de Andrés Cassinello Pérez (Almería, 1927), teniente general en la reserva, se lleva consigo una de las figuras más destacadas de los servicios secretos españoles, a los que se incorporó en las postrimerías del franquismo. Aunó en su persona los principales atributos de los agentes secretos: doblez, astucia y capacidad de gestión de la razón de Estado. La máxima del escritor italiano Giovanni Papini, “el ser humano es el único capaz de remontarse del fango hasta las estrellas en apenas unos minutos”, resuena al evocar el modelo de los mejores espías.
Su primer destino secreto lo fue a través de la Organización Contrasubversiva Nacional, OCN, creada por el almirante Luis Carrero Blanco a instancias de José Luis Villar Palasí, ministro de Educación, temeroso del posible contagio revolucionario del mayo de 1968 entre el estudiantado español. A instancias de su compañero de la Academia Militar de Zaragoza, Federico Quintero, vinculado a la CIA, Andrés Cassinello había viajado a Fort Bragg, en Estados Unidos, centro de formación de militares afines de todo el mundo. “Allí se nos pidió que explicáramos como se gobernaban nuestros respectivos países. Yo”, señalaba, “no tenía ni idea, pero me hice con un libro de Fraga Iribarne, donde averigüé qué era la democracia orgánica y otros conceptos… Posteriormente, conseguí leer a Lenín, Mao y al guerrillero Che Guevara”. Precisamente, Cassinello había formado parte de los primeros grupos contraguerrilleros de Operaciones Especiales del Ejército español creados con instructores de la CIA para blindar los Pirineos, último bastión anticomunista europeo en el imaginario de la Casa Blanca, ante una supuesta invasión soviética de la llanura europea. De allí salieron antenas que informaban a Langley, sede de la CIA, sobre la situación política española.
Tras abandonar la OCN por discrepancias con el coronel José Ignacio Sanmartín, involucrado en 1981 en el golpe de Estado del 23 de febrero, Cassinello recaló en el Centro de Estudios Superiores de la Defensa Nacional. “Allí hallé un libro de Francesc Cambó en el que planteaba una disyuntiva crucial ante los cambios posdictatoriales”: “O bien abrir las puertas del pantano sin que se inunde el valle o bien navegar río abajo más lentamente que la corriente”. Poco a poco, reconoció percatarse de la necesidad de un cambio político, socialmente inducido, a la muerte, ya prevista, de Francisco Franco. A demanda de Juan Valverde, que a la sazón dirigía el SECED, el servicio secreto creado por Carrero Blanco, se incorporó a este organismo que llegaría a dirigir entre 1977 y 1979, años de plomo por antonomasia.
Sus primeros escarceos habían sido en ambientes mineros asturianos, muy radicalizados en sus reivindicaciones y en su lucha contra la dictadura franquista: “Me inventé mi pertenencia a un organismo ficticio, la Junta Interministerial de Movilización Industrial, de la cual me hice tarjetas como secretario general, que utilicé como tapadera para conversar con todo el mundo, incluidos dirigentes del clandestino sindicato Comisiones Obreras”. Y añadía: “como yo hablaba con todos, me lo contaban todo y todos querían hablar, saqué la conclusión de que hablar era lo que había que hacer”. Pero en el Gobierno, “había voces que querían militarizar las minas”.
Comprometido en espiar movimiento de oposición antifranquista y “ante la propuesta del clandestino Partido Comunista de España de convocar una Huelga Nacional Política con el mínimo de violencia”, precisaba Cassinello, “tardamos tiempo en descubrir que, en las manifestaciones, no todos los manifestantes eran del PCE”.
A propósito de los asesinatos de abogados laboralistas y vecinales del PCE del bufete de la calle de Atocha, en enero de 1977, Cassinello descartaba que fuera una operación estatal ejecutada ante el temor, difundido por el aparato policial-militar aún franquista, de que el PCE preparaba un golpe de mano. “No estoy de acuerdo”, destacaba. “Lo de Atocha fue obra de tres locos de extrema derecha, cuyos crímenes, al igual que los del GRAPO, de extrema izquierda, para mí, era un auténtico fracaso frente a nuestros propósitos de cambio”. Cambio que él y algunos otros miembros de los servicios secretos militares percibieron “en el contacto con la realidad, al ver y tocar el cambio en la sociedad y confirmar que las previsiones oficiales del régimen no eran realistas. Nosotros, (los espías militares) no teníamos por qué ser censores de todo aquello”.
Imputado por el juez Garzón en la enfangada guerra sucia contra ETA, consideraba compatible la democracia y el secreto, bajo el que vivió tantos años; pero matizaba: “En política, al secreto debemos llamarle prudencia”. Y subrayaba: “De los políticos con los que traté, fue Adolfo Suárez quien mejor comprendió la función de los servicios secretos”. Amigo íntimo de Santiago Bastos, azote militar del golpismo, de elegir la sentencia más apta para definirse, Andrés Cassinello elegiría la máxima maquiaveliana: “Nada hay ignominioso si redunda en beneficio de la patria”.
Rafael Fraguas es autor de la tesis doctoral sobre el Secreto de Estado, de donde proceden las declaraciones del teniente general Andrés Cassinello.