Cuatro investigadores se han adentrado en un oscuro rincón del siglo XX español para intentar explicar lo inexplicable. ¿Cómo fue posible la inusitada violencia contra el clero durante la Guerra Civil? El resultado, tras examinar más de 4.000 municipios que estuvieron en zona republicana, contradice el relato dominante hasta ahora, según el cual la causa principal es que la impunidad de la guerra dio rienda suelta al odio anticlerical. Pero no, las cosas no fueron tan simples. La respuesta es más fría, técnica, racional.
Si los periodistas saben que en un caso de violencia el qué, el quién, el cuándo y el dónde son escurridizos, Paloma Aguilar (UNED), Ignacio Sánchez-Cuenca (Universidad Carlos III, UC3M), Francisco Villamil (UC3M) y Fernando de la Cuesta (Complutense), académicos de la rama de Ciencias Políticas, saben que el porqué puede ser aún más esquivo. Sobre todo cuando el grado de violencia fue tan extraordinario. Su artículo Capacidad de movilización y violencia contra los líderes locales: violencia anticlerical durante la guerra civil española, con financiación de la Secretaría General de Memoria y publicado en Comparative Political Studies, es resultado de más de 10 años de trabajo.
Su punto de partida son las investigaciones de Antonio Montero y Ángel David Martín, que cuantifican en más de 6.000 los asesinatos de religiosos durante la guerra, más del 90% en 1936. Los autores compararon datos de todos los municipios para averiguar qué impulsaba la violencia. ¿Qué encontraron? La represión contra el clero fue superior allí donde la Iglesia tenía “mayor capacidad potencial” de movilización de enemigos de la izquierda y era por tanto vista como una mayor amenaza bélica.
La “variable más potente” para explicar la violencia es la presencia de patronales agrarias católicas, entidades estrechamente conectadas con la Iglesia y otras fuerzas derechistas, explica Paloma Aguilar, catedrática de Ciencia Política y autora de ensayos como como Políticas de la memoria y memorias de la política y El resurgir del pasado en España, este último junto a la profesora de Sociología en Oxford Leigh Payne. El motivo es que en las poblaciones con patronales el clero era considerado en mayor medida una amenaza para la izquierda y por eso se ejercía más violencia contra sus miembros. Frente a la teoría del odio desatado como factor principal, esta explicación presenta una imagen más cerebral de la represión. Los clérigos “no eran vistos como civiles puros, sino como figuras con capacidad de movilización, lo que apunta al carácter estratégico de la violencia”, explica Francisco Villamil. Todo esto “no significa que no hubiera milicias descontroladas ni odio contra la Iglesia, pero ese odio no explica por qué en unos sitios mataban más que en otros”, subraya Sánchez-Cuenca, catedrático en la misma universidad.
Un patrón sistemático
“Mientras las explicaciones anteriores se han centrado en el odio (…) y en la presencia de milicias, demostramos que lo primero no es suficiente y lo segundo solo está correlacionado [con la violencia] cuando existen objetivos estratégicos”, concluyen los autores del estudio, que señalan que matar religiosos era “dejar parcialmente sin líderes” a algunos grupos críticos y detectan un “sistemático patrón de violencia”.
En contra de lo que cabría suponer con la teoría de la represión irracional fundada en el odio y la superioridad de fuerzas, en los municipios con mayor voto al Frente Popular en 1936 hubo una violencia similar al resto. Al examinar todos los datos se comprueba que hubo asesinatos de clérigos en un 29,9% de las poblaciones de la cuarta parte con más voto al Frente y un 30,5% en el resto. Es decir, la violencia no era mayor donde la izquierda era más fuerte. En cuanto a los municipios con milicias de la UGT o CNT, hubo asesinatos en el 38%, frente al 24% cuando no las había. Hay una diferencia, sí, pero correlacionada con la condición del clero como objetivo, según los autores.
El factor diferencial es la presencia de patronales. De los municipios con este tipo de entidades implantadas, el 55% fue testigo de violencia. En el resto, el porcentaje baja al 27%. Comparando los datos de 30 provincias, en 29 el porcentaje de municipios con violencia fue superior donde hubo patronales activas. Hay contrastes drásticos. En Asturias, el 85% de las poblaciones con patronales fueron testigos de represión, frente a un 36% de las que no las tenían. En Toledo, la relación es 75-49.
Todos los hallazgos confluyen en la misma explicación: al margen de casos concretos, la violencia anticlerical obedeció sobre todo a una voluntad de “impedir la formación de resistencia”, en la que los clérigos eran vistos como una pieza clave. La mayoría de las muertes (70%) tuvieron lugar entre julio y septiembre de 1936, “cuando los grupos de izquierdas tenían más incentivos para asegurar el control local”, señalan los autores. La represión fue más dura contra el clero masculino que contra el femenino, que a pesar de representar en torno al 60% del total supuso el 5% de las víctimas, algo que los autores atribuyen a su menor capacidad de movilización.
El artículo se detiene en un ejemplo que ilustra cómo la violencia no era ciega ni indiscriminada, sino que obedecía a cálculos políticos. Se trata del contraste entre los casos de Domingo Villegas y Cándido Rial, sacerdotes en Ciudad Real y Madrid, respectivamente. El primero, colaborador de Acción Católica y secretario de un partido derechista local, fue asesinado por milicias izquierdistas en agosto de 1936 tras ser considerado un “peligroso” agente del enemigo. En cuanto al segundo, y a pesar de que las milicias encontraron pruebas de conexiones con la derecha en la sacristía de su iglesia, salvó la vida “porque fue capaz de persuadir a sus interrogadores de su falta de lealtad partidista”. Al recoger el episodio en sus memorias, el religioso recordaba cómo un miliciano le explicó que los republicanos solo atacaban a los clérigos “que se dedicaban a la política”.
Conclusiones extrapolables
Aguilar, la investigadora que arrancó el trabajo, es consciente de que sus conclusiones pueden resultar “chocantes”, ya que hasta ahora han prevalecido explicaciones que “presentan la violencia anticlerical como fruto, fundamentalmente, de un odio ancestral”. Sus resultados, señala, pueden no ser “fáciles de asimilar” para quienes, sobre todo desde la Iglesia, “en los martirologios que ha publicado”, han presentado a las víctimas del clero como testigos neutrales que, “desvinculados de cualquier inclinación política antes y durante la guerra”, sufrieron la ira irracional de uno de los bandos. “No cabe duda de que hubo violencia indiscriminada y asesinatos con saña, pero también existió un catolicismo político que tomó partido, que había demostrado gran capacidad de movilización y que nos obliga a mirar en otras direcciones para comprender en profundidad los porqués de lo ocurrido”, señala Aguilar, que recuerda cómo Vicente Enrique y Tarancón, en sus memorias, reconocía que “las sacristías se convirtieron [durante la República] en centros de conspiración”.
El artículo se detiene en conexiones y actividades proselitistas y antirrepublicanas que acreditan el activismo de “una parte importante” del clero en los años treinta, lo que explica que “muchos de sus miembros fueran vistos a nivel local, por su autoridad moral, las redes derechistas a las que pertenecían y su capacidad de movilización, como líderes potencialmente dañinos para la causa republicana, sobre todo allí donde el terreno les era propicio”, señala Aguilar. Y concluye: “Más allá de las motivaciones personales y comportamientos irracionales propios de todo conflicto, los expertos en violencia política nos han enseñado que siempre existen explicaciones estratégicas, porque el fin último es ganar la guerra. Por eso pensamos que estos resultados podrían extrapolarse. De hecho, presentamos ejemplos de otros países que apuntan a que la violencia se dirige contra quienes tienen capacidad de movilización y liderazgo”.