Cuando nos enfrentamos a una fotografía, todos pensamos que estamos ante un fragmento de la realidad. La fotografía actúa como una especie de notario de lo que hay delante del objetivo. “Fotografiar es apropiarse de lo fotografiado”, escribe Susan Sontag en su ensayo Sobre la fotografía. Leibovitz nos ofrece aquí su apropiación fotográfica y, sobre todo, artística de los Reyes.
Estamos ante una de las retratistas contemporáneas más reconocidas y cotizadas. Los inicios de su carrera están asociados a las estrellas del cine y de la música. Mítico es el retrato que le hizo a un John Lennon desnudo mientras Yoko Ono le abrazaba el 8 de diciembre de 1980. “Has capturado exactamente nuestra relación”, le contestó Lennon al ver la Polaroid del retrato. Horas después, el músico fue asesinado en Nueva York. La revista Rolling Stone publicó la foto en portada, sin ningún texto más allá de la cabecera.
Leibovitz ha evolucionado como fotógrafa desde que comenzó su carrera en los años 70 en la plantilla de la citada revista. En sus retratos iniciales, el personaje es lo importante; el espacio y el contexto no tienen tanto peso. Muchas de sus sesiones son en estudio, con un fondo neutro y sin apenas elementos adicionales. El hito de este estilo inicial es el soberbio retrato de Demi Moore embarazada, posando desnuda y que fue portada de Vanity Fair en 1991.
Con el tiempo, sus retratos y sesiones se fueron complicando, terminando en grandes superproducciones que incluso la llevaron a una quiebra económica momentánea. En términos técnicos, Leibovitz abrazó todas las posibilidades que ofrece la postproducción digital. Sus fotografías actuales no se entienden sin las herramientas de creación digital. Un ejemplo es la de la reina Isabel II en 2007 en los jardines de Buckingham: la monarca fue retratada con un fondo neutro en el interior del palacio y luego trasladada digitalmente a los jardines que había fotografiado la tarde anterior. Y más recientemente, en la serie de imágenes para los Juegos Olímpicos de París, la creación digital también ocupa un lugar central.
Los retratos reales
La reina Isabel II (en dos ocasiones), los Obama, Hillary Clinton, Aung San Suu Kyi, Macron, el matrimonio Zelenski en plena guerra, Kamala Harris… son algunos de los mandatarios que han posado para Annie Leibovitz. Quizá ninguno de estos retratos tenga tantas interpretaciones como los presentados esta semana por el Banco de España.
La fotógrafa trabajó en plena libertad, según declararon los responsables de la autoridad bancaria durante la presentación. Quizá Leibovitz llegó con la lección aprendida de su sesión de 2007 con la reina Isabel II, en la que tuvo que negociar prácticamente cada detalle con los responsables de comunicación del Palacio de Buckingham, tal y como la propia creadora cuenta en su imprescindible libro ‘Annie Leibovitz at work’. De la sesión con los Reyes de España apenas han trascendido detalles y tendremos que esperar al relato de la propia artista, siguiendo esta tradición de contar un tiempo después cómo trabaja en cada sesión.
Estos retratos de Felipe VI y Letizia son dípticos: pueden presentarse por separado, pero están concebidos para ser observados en conjunto. Su finalidad no es verlos en una pantalla de móvil o impresos en un periódico o revista. Son dos retratos de grandes dimensiones: 2,2 metros de alto por 1,7 de ancho, que ya forman parte de la colección del Banco de España, entidad que los ha sufragado.
El retrato de la reina Letizia está equilibrado en composición. La retratada está en medio del lienzo y su pose, con aplomo, se enfatiza por la línea de la pared, colocada sobre su cabeza en perpendicular con el quicio de la puerta. Esto otorga equilibrio a la composición.
En cuanto a la iluminación, el retrato de la reina Letizia tiene una luz cálida, tanto en el fondo, iluminado por la intensa luz que entra por la ventana (reventada, como se diría en el argot fotográfico), como por el foco que la ilumina. La atmósfera es cálida.
El retrato del rey Felipe presenta una composición desequilibrada, con las líneas de la pared inclinadas hacia la derecha, dirigiendo la mirada hacia el retrato de la reina Letizia. A diferencia de este último, el rey no está centrado en el lienzo. Se apoya en una mesa, lo que incrementa la sensación de inestabilidad. Además, la fotógrafa apenas deja espacio para que sus pies apoyen en el suelo, hecho que se hace más evidente con la obra enmarcada. Esto sugiere que podría haber una recomposición digital del espacio, donde las perspectivas se corrigen y los elementos se deforman deliberadamente.
En el retrato de Felipe VI, la luz es fría, con predominancia de tonos azules y verdes. Tanto el fondo como el propio retratado queda menos iluminado que en el caso de la reina, creando esa atmósfera.
El escenario elegido, el salón Gasparini, marca también el conjunto de los retratos. Aunque es el mismo lugar, el retrato de la reina Letizia es más limpio, con menos elementos en el mobiliario, mientras que el del rey está extremadamente recargado.
El fotógrafo también decide cómo miran los retratados a la cámara. En el caso de la reina Letizia, su mirada es directa; en el caso del rey, hacia abajo. Asimismo, define la posición de las manos. La reina Letizia parece señalar con el índice el suelo, gesto que a lo largo de la historia del arte se ha interpretado como símbolo del poder terrenal. De las manos del rey Felipe destaca la alianza matrimonial, que conecta simbólicamente con la reina Letizia.
En el vestuario, otra gran diferencia: el rey viste el uniforme de gala de capitán general del Ejército de Tierra; la reina lleva un diseño de Balenciaga perteneciente a una colección privada y está desprovista de elementos simbólicos que aludan a su condición de reina.
El retrato de la reina Letizia funciona por sí solo; el del rey, en cambio, cobra sentido como parte del díptico junto al de la reina. Al retrato del rey le falta el de la reina; el de la reina no necesita el del rey.
Con todo, el gran acierto es haberse dejado ‘apropiar’ por una de las fotógrafas más importantes de la historia. Este díptico queda ya como obra cumbre en la carrera de Annie Leibovitz, abierta a tantas interpretaciones como toda obra de arte.