Los espectáculos son organismos vivos: nacen, crecen y alcanzan su madurez plena si permanecen el tiempo suficiente en cartel. Tal puede decirse de Alegría, la obra más celebrada del Cirque du Soleil, dirigida en 1994 por Franco Dragone, representada durante dos décadas y reestrenada en 2019 en Montreal. Ejecutados por otros intérpretes, en una nueva escenografía, con un vestuario completamente diferente e iluminados de distinta manera, los números que se mantienen de la versión original cambian ahora de carácter, tono y color. Otros se han transformado de cabo a rabo.
Para muchos de quienes vimos alguna de las representaciones ofrecidas por Cirque du Soleil en la España de 1998, esta Alegría – In the new light resulta una obra nueva, que deja mejor paladar, porque es más netamente circense, aunque no exista unanimidad al respecto, pues muchas personas que eran jovencísimas entonces guardan un recuerdo idealizado del que fue su primer contacto con el arte redondo por excelencia. Sin embargo, a la función de antaño cabe achacarle un exceso de narratividad, mientras que su celebrada banda sonora resultaba harto almibarada para algunos paladares, cosa que no sucede con la adaptación musical de ahora, más nutritiva.
Poco importa que en las acciones teatrales situadas entre los números acrobáticos se siga atisbando el hilo de un relato, porque este tiene escasa importancia: de hecho, la anécdota argumental de Alegría solo se entiende después de leer alguna publicación donde se hace su exégesis. Los números, en cambio, no requieren explicaciones: entran por ojos, oídos y piel. Se entienden con el corazón. El ejercicio que abre el espectáculo, potente y original, combina los saltos sobre banquina (se llama así al asiento efímero que crean dos portores cuando estrechan cada uno la muñeca del otro) con el salto sobre barras rusas elásticas, sostenidas de hombro a hombro, como los pasos procesionales, por varias parejas de portores.
No menos vertiginosa resulta la secuencia de saltos sobre una extensa diagonal de lonas elásticas ocultas bajo la pista. En estas dos especialidades brillan 14 atletas rusos, cuatro daneses, otros tantos canadienses, dos británicos y un ucraniano, todos como buenos hermanos. El éxito de estos ejercicios colectivos depende del apoyo sin fisuras que cada artista le presta a sus compañeros: cada uno se pone al servicio del resto, cuando le toca. Al contrario que en el deporte, en el circo no se compite, salvo consigo mismo. El gran despliegue de trajes, combinaciones lumínicas y secuencias coreográficas llevado a cabo hace pensar en la opereta vienesa y centroeuropea de la época de entreguerras. Marika Rökk, gran estrella de las películas musicales de la UFA, acróbata y artista circense, puede servir de hilo conductor entre ambos géneros artísticos.
En Alegría hay un número ingrávido en el que la rueda Cyr pilotada por el francés Ghilain Ramage parece moverse por inercia. También acontece una vigorosa escena tribal de malabares con antorchas y de fakirismo, interpretada por Falaniko Solomona Penesa, de Samoa. Suspenden el ánimo: una hoolahopera china, una contorsionista mongola que hace figuras cubistas consigo misma y una pareja rusa aérea (Yulia Makeeva y Alexey Turchenko), que encarna por duplicado, suspensa en las alturas, el arquetipo leonardiano de la proporción áurea.
Los payasos españoles Pablo Gomis López y Pablo Bermejo, luminosos y melancólicos, se meten al público en el bolsillo, como todos sus compañeros. Cada número es despedido con una ovación. El de dobles trapecios volantes venezolanos y brasileños, quita el hipo y cierra la noche por todo lo alto.
Alegría
Dirección: Franco Dragone, Jean-Guy Legault. Música: René Dupéré.
Madrid. Espacio Puerta del Ángel, hasta el 16 de febrero.