El alto el fuego en Gaza no es lo mismo que el fin de la guerra. Las condiciones del intercambio de rehenes/prisioneros entre Israel y Hamás son el aspecto más llamativo del actual acuerdo, el que más le conviene a una de las partes, Israel. Sin embargo, la presión social sobre el primer ministro Benjamín Netanyahu para que desbloquease la liberación de los rehenes, que ha estado supeditada desde el primer momento a sus intereses políticos para mantenerse en el poder, no es la que lo ha posibilitado. Mucho menos, la tibia presión internacional ante el genocidio, aunque cada vez menos voces lo discutan.
El acuerdo de Doha ha sido posible porque lo ha forzado la única parte que podía hacerlo, Estados Unidos, esto es, su nuevo presidente, Donald Trump, que así ha hecho aún más patética la debilidad de Joe Biden en su despedida de la Casa Blanca: lo que Biden no arrancó de Netanyahu en marzo, mayo y julio, con condiciones prácticamente idénticas, lo consigue Trump antes de tomar posesión. Sonreía el ministro catarí de Exteriores al afirmar que la nueva mediación ha sido decisiva.
En la historia de Palestina e Israel, demasiadas veces Estados Unidos ha forzado un acuerdo. Siempre a favor de Israel. En ocasiones, los palestinos llegaron a rechazarlos (como en 1979, en el primer Camp David, entre Egipto e Israel) o arañaron condiciones menos gravosas (como las que permitieron la salida de la cúpula de la OLP de Beirut en 1982). Luego claudicaron: los Acuerdos de Oslo (1993) fueron “el Versalles palestino”, en expresión de Edward Said.
Lo que acontece hoy, 30 años después, viene de la farsa de Oslo. Por eso inquieta escuchar al secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, insistir en viejas fórmulas (ganancias estratégicas; el largo camino de la paz; una administración provisional con responsabilidad en áreas civiles; una autoridad palestina reformada; el derecho a la autodeterminación política con condiciones) para un tiempo nuevo. Aunque hay que separar el acuerdo de alto el fuego del plan para el día después de Blinken, cuyo respaldo no ha hecho público el equipo de Trump.
El actual alto el fuego no es lo mismo que la paz, la paz a 80 años de desposesión palestina. El principal obstáculo para la paz, que no ya la justicia, sigue siendo el Gobierno israelí, en manos de los ultrasionistas, que se cobrarán bien cara su firma del acuerdo: es previsible la intensificación de los ataques de los colonos en Cisjordania, sometida a verdaderos pogromos.
Pasarán las dos o tres primeras semanas de la tregua: se producirá el intercambio del grueso de prisioneros y posiblemente se abrirá el paso de Rafah, lo que aliviará algo la crisis humanitaria. En la segunda etapa, la retirada militar israelí no se cumplirá: la franja de Gaza seguirá dividida en zonas incomunicadas y los palestinos no podrán retornar a sus hogares. En la tercera, es de temer que volvamos a la casilla de salida, esto es, a una tregua intermitente, o a una guerra intermitente: así viene siendo desde 2008, si bien ahora con una segura “normalización” entre saudíes e israelíes de por medio, objetivo real, no lo olvidemos, de la Administración estadounidense entrante.
La población superviviente está exhausta, anímica y físicamente. La reconstrucción selectiva de poblaciones e infraestructuras, a cargo de “países amigos”, paliará de momento la aniquilación. Pero Gaza seguirá siendo un gueto, como lo es cada día más Cisjordania. Y mientras los palestinos continúen confinados, desposeídos y despojados de derechos —esto es, deshumanizados— ninguna paz será posible.
Luz Gómez es catedrática de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid. Su último libro es Palestina: heredar el futuro (Catarata).