La mirada de Marta Castaño parece por momentos perdida, por momentos desesperanzada, y por momentos furiosa. Tiene 30 años, vive en Massanassa, uno de los pueblos más castigados por las inundaciones que azotaron la provincia de Valencia -fuentes municipales citadas por el diario Levante-EMV cifraban el martes por la tarde en al menos 17 los fallecidos-, y según aseguran este jueves ella y muchos otros vecinos, se sienten especialmente abandonados por las autoridades. “Aquí no ha venido nadie. Hay un hombre muerto en el garaje de mi edificio y todavía no han venido a buscarlo”, dice con la voz quebrada en la rotonda que da acceso al pueblo, de 10.000 habitantes. La destrucción alrededor impresiona. “Es todo durísimo. Yo he perdido mi negocio, mi padre ha perdido el suyo, mi abuela está sola, mi marido no puede volver desde el martes. Y hay gente saliendo a robar. Rompen los cristales de los coches y saquean los negocios que se habían salvado. Nos sentimos abandonados, sin ayuda de ningún tipo”.
Castaño tiene razón. En la entrada trasera del garaje del número 5 de la calle Jaume I el Conquistador, detrás de una puerta entreabierta por la que entra un poco de luz, hay en el suelo el cadáver de un hombre, tapado por una sábana. Según varios vecinos se llamaba Nicasio Carmona, estaba en la sesentena y el agua que arrasó el pueblo el martes por la tarde, un rato antes de que llegara al móvil de los vecinos el aviso de la Generalitat para que permanecieran en casa, lo sorprendió intentando salir con el coche del garaje junto a su mujer. “A la mujer la rescatamos entre varios y la subimos”, dice Agustín, “pero con él no pudimos”. Murió ahogado y lleva allí desde entonces, rodeado de cañas y tierra, con el pie derecho asomando de la sábana. El resto del garaje continúa completamente inundado.
Agustín, que trabaja en el mantenimiento de equipos informáticos, está junto a otros seis vecinos retirando con azadas la gruesa capa de lodo, de más de metro y medio, que cubrió el parque para perros que hay enfrente de su edificio. “No tenemos agua en casa, ni ha venido una cuba, ni nada. Estamos sacando a la luz la fuente para por lo menos poder asearnos, nosotros y los niños. Beber no se puede”. Regularmente, cada media hora, un sistema de altavoces instalando en las calles de Massanassa repite el mismo mensaje del Ayuntamiento: “Recordamos que el agua no es potable. Estamos trabajando para restablecerla lo antes posible. Las incidencias médicas seguirán tratándose de momento en el Ayuntamiento. Estamos trabajando para restablecer los suministros y en habilitar espacios para las personas sin hogar”.
En una calle paralela, tres vecinos hacen cola para llenar cubos de la toma de agua de una casa cuya pared literalmente ha desaparecido, arrancada por la corriente. Massanassa, como Paiporta, Picanya y otros de los municipios más castigados por la dana, también sufrió el violentísimo impacto del desbordamiento del barranco del Poio. Se trata del último pueblo por el que pasa antes de desembocar en L’Albufera.
El problema de mucha gente de Massanassa y del resto de poblaciones del sur de Valencia devastadas por la dana, es que han perdido los coches. “No podemos movernos para ir a comprar a otro sitio y aquí no hay. El Ayuntamiento no tiene y han saqueado todos los supermercados. También han entrado a robar en tiendas, estancos y tiendas de electrodomésticos. Y no recibimos ayuda de ningún tipo”, afirma entre el asentimiento de sus compañeros. Los testimonios dibujan una situación que recuerda a las películas postapocalípticas, donde la ausencia de Estado está siendo suplida por la solidaridad de los vecinos.
A Massanassa se llega desde Valencia por una carretera jalonada de coches y más coches aplastados y en posiciones insólitas. Algunos montados entre sí, otros en los huertos, medio hundidos en la tierra como si fueran frutos extraños. Como consecuencia de lo que explicaba Agustín, la destrucción masiva de vehículos y la necesidad de conseguir suministros básicos, también hay, a media mañana, muchísima gente yendo y viniendo por los arcenes y ocupando la calzada cuando estos resultan inaccesibles. Filas de gente cargadas en muchos casos con mochilas y bolsas, como si fueran refugiados de una guerra.