Por mi parte no voy a exaltar la Navidad. Eso se lo dejo a los publicistas y a los destrozados o benditos creyentes. También a los niños. Se van a poner morados con lo que desean solo los hijos de los pudientes. Y en un mundo en llamas, todos nos deseamos un futuro feliz. Solo creí en la Navidad cuando los Reyes Magos me prometían mis sueños. O cuando despedía el año con mis novias, o amantes, intentando creer en vano que aquel estado tan mágico no solo era verdad, sino también interminable. Pero enciendo las asquerosas televisiones (ya no lo hago buscando información, debe de ser el masoquismo de un lobo con depresión crónica), y me cuentan ufanos en La 1 que, según el 80% de las encuestas, el amor solo surge y se revive entre parejas que tienen la misma ideología.
Yo no sé cuál es la mía, excepto esa inexplicable acracia a la que me afilié sensitivamente cuando desconocía lo que significaba, pero juro haber tenido relaciones amorosas, sexuales y amistosas con mujeres a las que nunca les pregunté, ni me preguntaron, por convicciones ideológicas. Incluso ellas votaban siempre y yo no lo he hecho jamás. Funcionaban otras cosas: el deseo, la complicidad sentimental, la compartida risa. También el misterio, la sorpresa, esas cositas imprescindibles.
Y cómo hablar de la política, pringarse en esa farsa en la que casi todo es repugnante. Con excepciones milagrosas. Admiro al Churchill alcohólico e histriónico cuando le asegura al aterrorizado pueblo inglés ante la guerra inminente que van a sufrir sangre, sudor y lágrimas. O la eterna imagen de Obama, el único Cary Grant que he visto en la política. O a un tal Nelson Mandela, que evita el baño de sangre en Sudáfrica después de haber pasado 25 años enchironado por los malos.
Mi mejor regalo de la Navidad me lo proporciona mi amigo Antonio Lucas en un artículo hablando de su madre. Ella sufrió un ictus salvaje que la trasladó a un mundo imaginario. Cuenta que viendo con ella el discurso del Rey, esta les testificó: “A mí me da pena este hombre porque habla solo”. Alguien soltó una carcajada celebrando su ocurrencia y eso la mosqueó. Entonces le miró muy fuerte, los ojos como dos acuarios vaciados, y remató ya contra nadie: “De qué se ríe ese tonto, que está más solo aún”. Me quedo aún más ignorante que pensativo. Los niños y los bebés que yo amo, en sus fotos enmarcadas, me hacen sentir un poco menos perdido. Y que les vaya bien a los voluntarios que juegan a echar una mano a los desesperados de la dana. El resto, francamente, me da igual. Incluido yo.