Pedro Sánchez fue investido presidente en noviembre de 2023, anunciando ya entonces que esta sería la legislatura de la vivienda. Y no era para menos, porque el acceso a la vivienda se ha convertido en el principal problema de la ciudadanía.
No sucede solo en nuestro país. El aumento de precios y la crisis de acceso a la vivienda son hoy un problema global, que afecta a buena parte de las democracias occidentales. Eso no implica que las administraciones estén maniatadas para intervenir, pero sí da cuenta de la complejidad y enorme magnitud del problema.
En este contexto, las recientes medidas anunciadas por el Gobierno constituyen, a grandes rasgos, un plan bien orientado aunque insuficiente. El plan asume, en primer lugar, que en materia de vivienda no hay varitas mágicas, siendo necesario un amplio abanico de medidas para empezar a resolver el problema. Es además realista y viable. Pero es un plan que hubiese resultado adecuado para 2018, cuando Pedro Sánchez entraba en la Moncloa y el problema aún no era dramático. A día de hoy, resulta claramente limitado.
Quizá el principal valor del plan propuesto por Sánchez sea asumir que el problema al que nos enfrentamos es tanto de oferta como de demanda. Existen innegables déficits de oferta de vivienda en nuestro país, concretamente en las grandes ciudades y en aquellas áreas que están experimentando un mayor crecimiento demográfico. Algunas medidas contempladas en el plan –como la transferencia de dos millones de metros cuadrados de suelo residencial a la Empresa Pública de Vivienda para construir viviendas sociales, el impulso a la construcción industrializada y modular, y la creación de un sistema de garantías públicas para movilizar viviendas vacías– ayudarán a impulsar la oferta.
Pero, aun siendo el problema de oferta relevante, el desafío prioritario que presenta nuestro mercado de vivienda está relacionado con una demanda que se ha duplicado en apenas una década, pasando de 400.000 viviendas en 2015 a casi 800.000 en la actualidad. Este fuerte aumento de la demanda obedece al crecimiento de los hogares y, especialmente, al hecho de que la vivienda –en España y en todo occidente– se ha convertido en un activo de inversión cuyo precio se mueve en función de la rentabilidad esperada en el sector.
Construir más simplemente para atender esta demanda de inversión no tendría sentido. No solo sería un despilfarro de recursos, sino que no necesariamente haría bajar los precios –recordemos el periodo de la burbuja inmobiliaria, en el que España construía más de medio millón de viviendas al año y, paralelamente, los precios crecían con fuerza–. No se trata de poner en circulación más propiedades inmobiliarias destinadas a alimentar la actual espiral inversora, ni de apuntalar el carácter de activo financiero que hoy día tienen las viviendas para muchos inversores. De lo que se trata es de garantizar el acceso de los ciudadanos a un bien de primera necesidad.
En este sentido, el plan pretende desincentivar los alquileres turísticos y de temporada, así como la compra de vivienda por parte de extracomunitarios no residentes. Pero se queda muy corto: es necesario reorientar la actual inversión en el mercado de la vivienda –volcada fuertemente al rentismo–, desde la mera compraventa de inmuebles ya edificados hacia una nueva construcción orientada a crear progresivamente un parque público destinado al alquiler social. En todo caso, con las medidas planteadas esta reorientación difícilmente se producirá.
El plan de Sánchez constituye una primera propuesta bien articulada, realista y viable, para empezar a solucionar la crisis de acceso a la vivienda en España. Pero se queda corta y, además, necesitará años para dar sus frutos. El problema es que, dada la dimensión del drama, estamos en tiempo de descuento y no disponemos de esos plazos. El trámite parlamentario de estas medidas debería ampliar y reforzar su ambición.