La tarde en la que la luz de las llamas empezó a competir con el atardecer tornasolado de Los Ángeles, un hombre de negocios llamado Keith Wasserman lanzó un grito de socorro a través de sus redes: “¿Tiene alguien acceso a bomberos privados para proteger nuestras propiedades de Pacific Palisades? Necesito actuar rápido. Pagaré cualquier cantidad”. No tardó mucho en arrasarle una lengua de fuego compuesta por la furia de los miles de ciudadanos que sí eran capaces de ver lo que él no: a los otros.
Alguien dijo que aquella salida de tono lo explicaba todo sobre nuestro tiempo y yo pensé en los infames de Borges, en la banalidad del mal de Hannah Arendt y en el cuñado de la influencer María Pombo, Luis Zamalloa, que la tarde de la dana publicó un vídeo en el que se vanagloriaba de darle una propina de 10 euros a un mensajero ciclista que había ido a llevarle hamburguesas a su casa a pesar de la lluvia torrencial. Después busqué información sobre el tontolaba que pedía apagafuegos a domicilio y encontré que el tipo es presidente de una “empresa inmobiliaria especializada en añadir valor a sus activos mediantes estrategias de marca que atraen a la creciente masa de inquilinos millennials”.
En el único perfil público que no había desactivado para evitar la tormenta digital aún se podía leer una línea en la que se definía como emprendedor, inversor, optimista y solucionador. Después de cinco días de llamaradas a 150 kilómetros por hora, supongo que ya no es ninguna de las cuatro cosas.
Todos, menos los que estaban huyendo de la catástrofe, hemos compartido algunas de las más terribles imágenes de los incendios de California como lo hicimos con las de Valencia: cómodamente apoltronados en el sofá mientras intercambiábamos memes o consultábamos notificaciones que dan ganas de prenderle fuego al mundo. “Sótano exterior. 31 m². Ideal para inversores. 400.000 euros”. Dios dejó entrar en el arca del diluvio al único humano de su generación que le pareció justo. Hoy también le costaría encontrar candidato.