Es Paul Pfeiffer (Honolulu, 1964) un artista de artistas, uno de esos creadores referente para la comunidad artística, que funciona como una especie de guía para todos aquellos que trabajan sobre la cultura visual. Algunos lo consideran la primerísima figura del videoarte en la actualidad, el que mejor trabaja con esa energía que proviene del flujo constante de imágenes que nos sobrevuelan. Otros ponen el foco en cómo sus obras sirven para provocar, reflexionar, inventar un lenguaje nuevo. Hay consenso en que su trabajo es sólido, coherente, certero, original y oportuno. Sin ir más lejos, su retrospectiva en el MOCA de Los Ángeles, Prólogo a la historia del nacimiento de la libertad, ha sido elegida como una de las mejores exposiciones de 2024 por la revista Artforum, una muestra en colaboración con el Museo Guggenheim de Bilbao, donde puede verse este invierno.
Seguramente, no haya crítica mejor que ésa, ser elogiado por tus colegas de profesión, aunque Pfeiffer no lo pone especialmente fácil. Sus obras encierran una búsqueda ambiciosa y rigurosa, pero son difíciles de leer y no resultan especialmente cómodas en el abordaje. Quien desee conocerlo y participar de ellas tendrá que estar dispuesto a pasar por una reproducción en miniatura, pero fiel, del mismo trance que él hace como creador: estudio y disciplina, pero también, duda y desorientación. Pese a un montaje especialmente medido y calculado, el recorrido por la exposición en el Guggenheim te coloca en ese mismo estado de ignorancia y curiosidad intensas. Para no perderse: el arte, para Pfeiffer, está en el ojo, en practicar el precepto de encontrar sin buscar.
Todo lo que vemos en la exposición se hace paulatinamente bajo la mirada. Imágenes y sonidos aparecen en situación de espera y de reserva. Las imágenes excluyen la idea de imagen como en un acertijo caprichoso. Tiene sentido en tanto que sus trabajos de vídeo, fotografías e instalaciones cuestionan las mismas ideas de espectáculo, pertenencia y diferencia que tanto debatimos en otros foros más mundanos. La obra de Pfeiffer extrae su imaginario de nuestro mundo saturado de medios. Lo hace con el mismo espíritu fragmentario de estos tiempos: cortando, pegando, enmascarando y clonando imágenes, para hablar de la estructura que da forma a la memoria. A veces estruja tanto la idea de la imagen que la deja casi sin respiración. Otras, se alza glorioso en su lectura perspicaz de lo que significa mirar.
Reconocerán las figuras más familiares en el trabajo de Pfeiffer porque son iconos globales: estrellas del pop, del cine o del deporte. Justin Bieber, Marilyn Monroe o Muhammad Ali. El artista habla sobre la confluencia de la cultura pop y la identidad mediante un montaje preciso de imágenes con el que alude a la proyección y la manipulación de los medios de masas. Pfeiffer construye imágenes como el artesano que moldea la madera. No en vano, se dedicó en sus inicios al grabado, y todo su trabajo conserva ese mismo espíritu de imágenes en capas, repetición y proceso mecánico. Tal vez lo más interesante de su trabajo no sea tanto lo que dice, sino desde dónde lo dice. En su universo visual, la cancha de baloncesto, el ring de boxeo y el estadio son plataformas para grandes espectáculos donde el cuerpo político (de una nación, de una comunidad o de la sociedad en general) se define y se disputa. Lo mismo podríamos decir del museo, que el artista disecciona casi a modo de cirujano, donde la exposición gana sentido. Por ejemplo, pensar el museo como un campo de juego donde lidiar un partido, siendo consciente de que el fanatismo, la popularidad y la cultura de la celebridad del deporte está a años luz de la del arte contemporáneo. ¿Por qué?
La pregunta flota incómodamente en el aire como los jugadores de baloncesto de su serie más conocida, Cuatro jinetes del Apocalipsis, que inició en el 2000 y en la que sigue trabajando todavía hoy. Pfeiffer ralentiza la impaciencia y las manecillas del reloj hasta el punto de congelar la imagen. La de los jugadores las encuentra en los archivos de la NBA, que retoca digitalmente hasta quitar toda la información que pueda identificar a los atletas, que aparecen suspendidos en gestos ilógicos, distantes de su contexto habitual. Parecen mártires religiosos en ese foro fanático deportivo. Es uno de los momentos estelares de la muestra, pero hay más.
En su máxima de preservar la intensidad de la imagen está Autorretrato como una fuente (2000). En esta instalación, el artista recrea la escena de la ducha de Psicosis de Alfred Hitchcock, una de las secuencias más memorables del cine con Janet Leigh. Aquí, en lugar de una víctima o un asesino, la ducha está habitada por una red de cámaras de seguridad que se retransmiten en un monitor de seguridad adyacente. El artista se asegura de que sea tan importante lo que fija visualmente como lo que permanece fuera de él, para que el espectador rellene mentalmente las grietas que se dibujan. El título, además, alude a dos referentes para el artista, el Autorretrato como una fuente (1966), de Bruce Nauman, y la Fuente (1917), de Marcel Duchamp, el conocido urinario readymade, colocando a Pfeiffer en un linaje de artistas que exploran la naturaleza de los objetos y los modos de percepción.
Las mejores obras son las de sus inicios, donde juega con la escala y nos obliga a replantearnos el lugar desde el que miramos, así como aquellas en las que parece decirnos quiénes somos cuando nadie nos ve. No destripo algunas sorpresas del recorrido. Solo apuntar que hay tallas del cuerpo de Justin Bieber y un coro disfrazado recitando la declaración de Michael Jackson en la que se defiende de los cargos de agresiones a niños en 2005. Solo una pega: esas ganas del artista por sorprender a toda costa, tirando a veces demasiado del hilo del sentido, como quien corre tras la poesía queriendo atraparla.
‘Paul Pfeiffer. Prólogo a la historia del nacimiento de la libertad’. Museo Guggenheim. Bilbao. Hasta el 16 de marzo.