Era complicado que Johan Strauss (1825-1899) cayera en gracia a la aristocracia vienesa. Era un violinista excéntrico con raíces judías y gitanas que componía a ritmo frenético para impulsar definitivamente un revolucionario baile llamado vals que a ojos de la élite era lascivo, erótico e impropio de gente bien porque, como consistía en rodar y rodar (walzer), levantaba las faldas a las señoritas hasta casi la rodilla, un despropósito inconcebible para los defensores de la moral y puritanos habituados a la pleitesía del minué y la contradanza. Una publicación inglesa definió al vals como “ser maligno desprovisto de elegancia, delicadeza y decoro, una práctica repugnante”, y, según Madame de Genlis, “un peligro para las mujeres no casadas”. Baile del diablo, expresión folclórica que anticipaba una revuelta.
Pensar en Strauss en los años posteriores a la revolución burguesa de 1848 y en lo accesible que resultaba su música para todos los oídos es lo mismo que pensar en estrellas de hoy del pop como Taylor Swift o del reguetón como Quevedo o Bad Bunny. Su música traspasó fronteras. Las copias de las partituras de sus valses viajaban en barcos y trenes para su interpretación en distintas partes del mundo. En 1872, Strauss realizó una serie de conciertos en Boston acompañado de toda su orquesta a cambio de 100.000 dólares (el equivalente a 2,5 millones de euros hoy). Fue contratado en Pavlovsk por la compañía de ferrocarriles rusos Tsarkoye Selo durante 11 temporadas, lo que aumentó significativamente el valor de la línea ferroviaria que unía San Petersburgo y Pavlovsk. En Viena, las chicas suspiraban por tener un rizo de su vigoroso pelo y se sabe que, como tenía tres perros, en alguna ocasión llegó a cortar rizos de ellos y entregarlos a las fans como si fueran suyos para satisfacerlas. Hoy emblema de distinción, elegancia y clase, el vals fue en sus inicios un baile y una música que atraía a jóvenes, emigrantes y versos libres de las clases populares encantados con la aceleración del ritmo del “Alles Waltzer” a 60 compases por minuto, el más rápido de los bailes de salón. El tiempo no solo cambia el significado de las palabras, también el modo en que la sociedad adopta la cultura.
Desde que en 1844, con 18 años, se presentara por primera vez en el Casino Dommayer estrenando composiciones propias con las que empezaba a competir seriamente con su padre, su popularidad en Viena no dejó de crecer. Bajo su batuta se fueron refinando el vals y el urbanismo y, de alguna manera, ambos se desarrollaron de forma paralela en la segunda mitad del siglo XIX. Cualquier calle, plaza o sala de baile que se inaugurase era para él digna de ser musicalizada. Cuando se demolieron las fortificaciones de lo que hoy es el Ring compuso la Demolirer Polka. Cuando estalló la revolución de 1848, mientras su padre se mantenía fiel a la monarquía y componía su celebérrima Marcha Radetzky dedicada al mariscal Joseph Radetzky, él apoyó a los insurrectos y les compuso los valses Canciones de Libertad y Canciones de los Jóvenes, la marcha Revoluciones de Marzo y la vibrante Marcha de los Estudiantes. Llegó a ser apresado por las autoridades por interpretar en público La marsellesa y atizar las conciencias revolucionarias. Tras la absolución, compuso la polka Latigazos con elementos de La marsellesa como respuesta a su detención. Aunque pusiera de su parte, la corte imperial no pudo resistirse a la admiración que despertaba su música y a partir de 1851 se le permitió actuar en palacio. Cuando en 1854 Francisco José y Sisí ofrecieron el gran baile de la corte en las Redoutensälen tras su enlace matrimonial fue él quien lo dirigió. Cuando supo que a la princesa Pauline Metternich-Winneburg le gustaban los dulces de Viena compuso el vals Bombones de Viena. Cuando los vieneses se sintieron decaídos por la derrota contra Prusia en la batalla de Königgrätz compuso el vals El Danubio Azul y los Cuentos de los bosques de Viena (considerada su mayor declaración de amor a Viena y al estilo de vida vienés). Cuando se inauguró una vía del tren que partía de Viena compuso la polka rápida El tren del placer. Cuando los estudiantes de Ingeniería necesitaron para su Baile un vals les compuso ¡Aceleración!, en el que se acelera progresivamente. Cuando se inauguró la sala Dorada del Musikverein en 1870 fue él quien dirigió el concierto.
Le llamaran o no, Strauss siempre estaba ahí. Para su amigo Brahms compuso su vals ¡Abrazaos, millones! iluminado por la Oda a la alegría de Friedrich Schiller, la misma que inspiró a Beethoven para su novena sinfonía y que sigue estando presente en el conmovedor Friso de Beethoven de Klimt que dignifica el palacio de la Secesión de Olbrich. Tan importante es Strauss en Viena que cada 31 de diciembre se representa en la ópera El murciélago, la más famosa de sus quince operetas, el género que cultivó siguiendo el influjo del éxito de Offenbach en París con libretos de su inseparable Richard Genée y también de Carl Haffner. Por supuesto, como cada año, ni para esta representación, ni para el concierto de año nuevo, hay entradas. La tradición de representar El murciélago la última noche del año dura desde que Gustav Mahler, que era el director de la ópera de Viena, permitió a Strauss dirigir la obertura de la misma.
Toda Viena está impregnada de referencias a Strauss —desde la mítica escultura del Stadtpark por la que se pasa irremediablemente hasta la tienda del fabricante de pianos Bösendorfer, la propia catedral de San Esteban, el Volksgarten o la Casa de la Música, donde se le reserva su espacio junto a los grandes compositores que hicieron de esta la capital mundial de la música, Haydn, Mozart, Beethoven y posteriormente Schoenberg, Berg y Webern—, pero en este final de 2024 y durante la mitad del 2025 destacan, sobre todo, cuatro exposiciones ciertamente reveladoras en los siguientes espacios: House of Strauss (presidida por Eduard Strauss, un vástago de la dinastía: sobrino bisnieto de Johann Strauss hijo), Casa de Strauss (uno de los apartamentos en los que vivió), Museo del teatro (donde tiene lugar la exposición Viena: el 200 aniversario del nacimiento de Johann Strauss) y la exhibición interactiva New Dimensions en el Museo Johann Strauss.
La House of Strauss se emplaza en el edificio original del Casino Zögernitz, fundado en 1837 por el padre de Johann Strauss y desde entonces punto de encuentro de la sociedad vienesa. Abierto como museo dedicado a los Strauss en 2023, es un espacio deslumbrante, ideal para entender que la familia fue un ejemplo de desestructuración. Eduard Strauss insiste en elogiar la figura del padre y en recordar que sin él, a pesar de todas las disputas, sería imposible la vigencia de sus tres hijos: Johann (el nuestro), Eduard y Joseff.
La visita explica a través de imágenes, objetos, salas interactivas, cuadros de época y, sobre todo, una sala de baile original del XIX, muchas cosas de aquella Viena, entre ellas que el piano era el instrumento de las clases altas e ilustradas y que el arpa y el fagot o el violín sí eran accesible al resto de familias, o que la música se interpretaba en las tabernas para luego pasar a los jardines públicos y los salones de baile como este. Ellos son grandes protagonistas del siglo XIX porque en esos bailes el contacto corporal entre bailarines cargaba la tensión y llamaba al deseo como el perreo de hoy en el antro más oscuro de Puerto Rico. Eran locales con luz, comida, música en los que, como las discotecas de hoy, se escuchaba música, en este caso valses, polkas y marchas. Un mapa muestra que en 1874 había cientos de salones y señala los más importantes, nombres como Sperl, Dommayer o Sophie Bald.
También se hace referencia a la importancia de los editores que tuvieron padre e hijo, como Tobias Haslinger, avispado hombre de negocios en una época en la que el compositor componía y el editor compraba, imprimía y vendía y era el propietario de la música. Tobias Haslinger fue el primer editor en imprimir el retrato de un compositor en el libreto, un detalle de marketing que cambiaría el curso de la historia y la relación entre el artista y el público. Su editorial alcanzó relevancia internacional. En ella también se publicaron composiciones de Beethoven, Franz Schubert (nada más y nada menos que el ciclo de lieder Winterreise, de 1827) Carl Maria von Weber, Mozart o Chopin.
Como indica Orlando Figes en Los europeos, Strauss era omnipresente en las ciudades balnearias y su música de baile constituía la banda sonora de una sociedad dedicada a la diversión. Viajó muchísimo por Europa y empleó con frecuencia el ferrocarril. Sus valses eran la principal atracción en la fiebre del baile que invadió Europa después de 1848. Brahms y Strauss se conocieron en Baden en el verano de 1862 presentados por Richard Pohl, crítico musical y editor de un periódico local. La presencia de Strauss en Baden era, junto con la de Clara Schumann, un gran atractivo para Brahms, que, a pesar de representar otra música más elevada (le llamaban el filósofo del sonido), no dejó de admirar a su amigo. En 1894 se fotografiaron juntos en Bad Ischl, una de las fotos más célebres de ambos.
En la exposición universal de París de 1867, el mayor acontecimiento cultural fue el éxito instantáneo de El Danubio azul. Cuenta Figes que fue tal la sensación que en las siguientes semanas los periódicos se llenaron de alabanzas a Strauss. El intelectual francés Hippolyte de Villemessant, que había asistido al baile, ofreció en honor de la composición una cena con invitados como Turgueniev, Alejandro Dumas, Flaubert o el pintor James Tissot. No es de extrañar que Flaubert ya hubiera percibido la influencia que el vals ejercía en la libido de la gente, por lo que no dudó en caldear con su ritmo un significativo capítulo de Madame Bovary; una escena, conocida como “la del vals”, en la que Emma Bovary acude con Charles a un baile y se aterra al ver que no podrá bailar como las demás… pero, ay, un vizconde la invita a hacerlo mientras Charles, a su bola, pasando de todo, se queda obnubilado viendo a unos hombres jugar al Whist sobre una mesa. “Comenzaron despacio, después bailaron con más vigor; daban vueltas y todo giraba en torno a ellos: las lámparas, los muebles, las paredes y el suelo, como gira un disco sobre un pivote. Al pasar cerca de las puertas, los bajos del vestido de Emma se pegaban al pantalón del vizconde ; las piernas de uno se introducían en las de otro, el vizconde bajaba los ojos hacia Emma y ella alzaba los suyos hacia el vizconde, quien, arrastrándola, desapareció con ella hasta el extremo de la galería, donde Emma, jadeante, estuvo a punto de desmembrarse y, por un momento, apoyó la cabeza sobre el pecho del caballero…”.
También reveladora es la visita del apartamento que habitó Strauss en el 54 de la Praterstrasse. En este piso, noble y maravillosamente conservado, compuso en 1867 El Danubio azul, que fue y sigue siendo un hit, tanto que hay quien lo considera el himno no oficial de Austria. Sonaba en todos los cafés y en todas las salas de baile. Con su intuición comercial y su impulso musical, Johan Strauss despojó a la composición de la absurda letra de la versión original en la que cantaba un coro y reescribió la melodía como versión puramente orquestal para arrasar con todo. El editor recibió tantos pedidos del arreglo para piano que las planchas de cobre se desgastaron. Fue la mayor tirada de una partitura para piano : más de un millón de copias. De salón en salón se observa un piano de cola Bösendorfer (regalo de su amigo y fabricante de pianos Ludwig Bösendorfer en el 71º aniversario de Strauss) o un escritorio de pie sobre el que componía (de pie). Vemos portadas de revistas satíricas francesas en las que se caricaturizaba a Strauss como un excéntrico bailarín, visceral, carismático, volcánico, y que nos demuestra claramente que no estaba considerado entre la élite intelectual. Vemos pendientes de su primera esposa, Jetty, mezzosoprano cuya voz era alabada por tipos como Hector Berlioz o Félix Mendelsshon. Y ello nos recuerda que se casaron en secreto, él con 37 y ella con 44, y vivieron libres de prejuicios hasta ganarse a pulso la aprobación social, lo que no fue fácil porque, cuando se enamoraron, ella era madre de siete hijos de padres distintos y estaba emparejada con el barón Moritz Ritter Von Tedesco. Todo abandonó Jetty para fugarse con el singular violinista, invertir en él su fortuna y ejercer de secretaria, copista de música y asesora artística. Un escándalo demasiado ruidoso para la sociedad conservadora de la Corte Imperial. Un informe policial secreto de 1856 declaraba a Strauss “temerario y disoluto” e impidió que fuera elegido director musical de los bailes de la corte imperial, título que llegaría en 1863 tras alegar buen comportamiento. Jetty fue una figura crucial en la explosión de Strauss como compositor, intérprete, director de orquesta y empresario. Los historiadores la responsabilizan del viraje que Johann emprendió a partir de 1870, al decantarse por la composición de operetas con un ojo puesto en el París de Offenbach y otro en Viena. No se equivocaron.
La vida de Strauss no hubiera sido la misma sin el apoyo que le brindaron su madre, Anna, y sus esposas Jetty y Adele. Para saber más sobre su ajetreada vida sentimental y las otras dos mujeres de Strauss, Lili y Adele, nada como la visita a la exposición en el Museo del teatro, otra inmersión en la vida y en la obra de Strauss. Se recuerda la importancia de Lili, con quien se casó tras la muerte de Jetty y con la que vivió un matrimonio tormentoso, y, sobre todo, de Adele, última mujer, 31 años menor, la compañera fiel por la que cambió su religión católica a protestante para poder casarse. La exposición muestra la partitura original de El murciélago.
En su monumental obra Los grandes compositores, Harold C. Schonberg señala que muchos de ellos sucumbieron al encanto del vals durante el siglo XIX e incluso XX y cita a Schubert, Chopin, Dvorak, Ravel, Debussy o Alban Berg (y el vals en su Wozzeck), lista a la que deberíamos añadir a Shostakovitch y su extraordinario The second Waltz.
Marcando un claro telón de fondo con la referencia a Viena, Lorca incluyó en Poeta en Nueva York el poema Pequeño vals vienés que Leonard Cohen contribuyó a popularizar al musicalizarlo en su canción Take this Waltz (que han versionado Ana Belén, Silvia Pérez Cruz o Enrique Morente). Aún hoy en México se entona en los cumpleaños la canción “queremos pastel, pastel, pastel…” con la música de El Danubio Azul, que alcanzó el estatus de culto en el clásico de ciencia ficción de 1968 de Stanley Kubrick 2001: Una odisea del espacio, donde al son de Strauss, una nave de varias toneladas aterriza en una estación espacial giratoria sin esfuerzo aparente.
Pero aún más importante fue cómo antes la gran bailarina Grete Wiesenthal logró dar al vals otra vuelta de tuerca al liberarse de la pareja y bailar sola para que el público se sintiera compañero. Así lo mostró el coreógrafo y bailarín George Balanchine en su coreografía Valses de Viena (1977), donde homenajeando a Wiesenthal presentaba a una bailarina en solitario desplazándose por el escenario: una mujer libre bailando con la audiencia y universalizando por completo el vals.