Uno de los superpoderes de la literatura es regalar voces de tiempos pasados que refrescan el aire del presente. Es el caso de Natalia Ginzburg, escritora con todas las letras —de novelas, relatos, ensayos, artículos y obras de teatro— que, desde el correoso siglo XX, agita aflicciones, invitando a afrontar con entereza el oficio de vivir. A Ginzburg (Palermo, 1916 – Turín, 1991) le pasó de todo. Sufrió el auge de Mussolini, la Segunda Guerra Mundial, la persecución a los judíos, el asesinato de su marido, las estrecheces de la posguerra, la muerte de un hijo pequeño y las magras perspectivas de ser una mujer convencional (de lo que huyó como de la peste).
También vivió las alegrías que dan los libros, los buenos amigos y el buen amor, las ilusiones de la política —estuvo afiliada al partido comunista entre 1946 y 1952, y fue diputada de la izquierda independiente durante los años ochenta— o la palpable realidad de la reconstrucción de Europa, unida y en paz. Y fue recorriendo ese camino como logró una pequeña revolución literaria, narrando vidas anónimas marcadas por los grandes acontecimientos de la historia de forma concisa, apenas en un trazo.
“Natalia era la más pequeña de la familia, y para ser escuchada en su casa aprendió a decir las cosas de forma rápida y corta, dejando de lado las cuestiones superfluas”, explica Maja Pflug, autora de Audazmente tímida, la biografía de Ginzburg, que acaba de publicar la editorial Siglo XXI. En las páginas del libro de Pflug brilla un mandato de la autora italiana: “No escribir nada pesado ni largo. Recordaba que, ante un montón de páginas, su madre exclamaba: ‘¡Menudo rollo!”.
Fue una escritora precoz. Su primer verso, de cuando tenía menos de siete años, decía: “Palermín, Palermín, eres más lindo que Turín”. También fue una lectora omnívora que bebió de las mejores influencias. “De Chéjov dijo que era como abrir una ventana, ver una escena, y después cerrarla, y escribió un librito sobre ello. De Proust le fascinó su intuición y su empatía. Y con su amigo Cesare Pavese quiso cambiar el lenguaje italiano, liberarlo del pathos del fascismo, dejando de usar palabras contaminadas en su significado por la era de Mussolini, que dejó la lengua destrozada”, detalla Pflug en conversación telefónica.
Tanto ella como sus dos familias —la de origen primero, la suya propia después—, fueron judíos liberales abiertamente antifascistas. Su padre, Giuseppe Levi, fue un reputado científico y uno de los pocos profesores de la universidad de Turín que se negó a firmar lealtad al régimen mussoliniano. Rita Levi-Montalcini (Premio Nobel de Medicina en 1986), que había sido alumna suya, recordaba como en clase Levi se burlaba e imitaba las machadas de Mussolini. Y el marido de Natalia, Leone Ginzburg —uno de los fundadores de la editorial Einaudi—, fue director del diario clandestino Italia Libera y murió a causa de las torturas que le infligieron los nazis en la prisión de Regina Coeli, en Roma. Años más tarde, cuando le explicó las circunstancias de la muerte de su esposo a Oriana Fallaci, la periodista italiana —bregada en mil batallas— confesaría después: “Por primera vez desde que hago entrevistas escuché en silencio, conteniendo un enorme deseo de llorar”.
Frases como latigazos
La vida de Ginzburg estuvo llena de dolor, de momentos dulces, de naufragios y dudas, pero detestaba lo sensiblero y no podía con los eufemismos. Con veinticinco años publicó su primera novela, titulada El camino que va a la ciudad, donde ya tenía claro que quería explicar la realidad cotidiana de manera que cada una de las frases “fuese como un latigazo, una bofetada”, confesó.
Ginzburg habla de los días, de las cosas —de tazas de café, de abrigos, de muebles o galletas— y su escritura parece sencilla, pero no lo es. “Construye un lenguaje artístico con materiales de lo cotidiano, y la elección medida de la palabra exacta es una labor casi de desbroce al corregir”, reflexiona la poeta y novelista Elena Medel, autora de los prólogos de Léxico familiar, La ciudad y la casa, A propósito de las mujeres y Las tareas de la casa y otros ensayos, todos en Lumen. Otras obras de Ginzburg como Domingo, Querido Miguel, Sagitario o Las pequeñas virtudes están en Acantilado.
Pflug también lo ve así. “Es cierto. Su forma de escribir parece simple pero está muy construida. En un párrafo no sobra ni falta nada y, a la vez, consigue transmitir mucho entre líneas. El subtexto es muy importante en su obra, y es ahí donde se ubica su poesía”.
Traductora de autores como Marcel Proust, Gustave Flaubert o Guy de Maupassant, peso pesado en la editorial Einaudi —donde aconsejó publicar a Elsa Morante y los diarios de Anne Frank—, Ginzburg vivió el impulso a escribir sobre los sinsabores cotidianos, lo que se conoce como lo pequeño —como si lo grande fuera una categoría superior en sí misma—, algo bastante revolucionario e incomprendido en su tiempo. Quizás por ello algún contemporáneo suyo la llamó “gallina pensativa”, acusándola de no tener ideas y dedicarse “a hacer memoria de la infancia”.
También lidió con eso. Tenía carácter. Cuando de pequeña Natalia aparecía refunfuñando por el comedor, su madre, Lidia Tanzi, anunciaba “¡Aquí llega María Temporal!” y avisaba a las visitas: la niña es terca como una mula. Continuó siéndolo de mayor y, a pesar de exilios, violencias, miedos y desprecios, con muchos hijos a su cargo —tuvo cinco, tres con Ginzburg y dos con su segundo marido, Gabriele Baldini—, sacó tiempo para dedicarse a la escritura.
Se levantaba a las cuatro de la madrugada para poder ejercer su oficio. En su artículo titulado precisamente así, Mi oficio, habla de él diciendo: “Incluso cuando lo creía adormecido, sus ojos alertas y brillantes me estaban mirando”. Y también: “Cuando escribo historias soy como alguien que está en su patria”.
Precursora de la autoficción
La mirada de Ginzburg era agreste, sin concesiones sentimentales ante sus propias vicisitudes vitales. Y esa mirada lleva años alimentando la literatura de autoficción de escritoras como Vivian Gornick, Sally Rooney, Milena Busquets o Rachel Cusk, quién dijo de ella: “Leerla es darse cuenta de lo amanerada que es la prosa actual”.
La autora italiana narra vidas muy concretas que se leen como universales. “La sensación es que existen muchas Ginzburgs posibles. Por ejemplo, creo que a Gornick le pudo inspirar ese diálogo constante entre la ficción y la realidad, de manera que sus novelas y relatos se nutren de lo que le ha sucedido, y sus ensayos no se comprenden sin la imaginación; quizá Cusk apele más a la austeridad del estilo, pero también al uso de la experiencia propia —que no autobiográfica, o no siempre— como material literario; y puede que a Rooney le interesara más la posibilidad de reflexionar sobre lo político desde lo íntimo, tal como ocurre en sus propias obras”, según Medel.
Fue original, única. En 1963 su libro Léxico familiar —una fórmula literaria inédita, que narra la historia y las personas que conformaban su familia, amigos y vecinos a partir de las diferentes maneras que tenían de expresarse— tuvo un éxito arrollador. Cuando en una entrevista la Rai le preguntaron qué era aquello, Ginzburg respondió que no era una autobiografía. “Cuenta las personas de mi vida, pero no mi vida”, dijo, abogando por la realidad porque la fantasía la encontraba “demasiado fría”.
La fascinación que ejerce Ginzburg es que trabaja desde su experiencia vital “pero no desde la intención confesional, sino desde la voluntad colectiva: contar lo íntimo desde la certeza de que no se trata de algo único, sino común”, relata Medel. Por eso explica la guerra, la posguerra o el restablecimiento de la democracia “no desde los nombres propios y los grandes despachos, sino desde las vidas anónimas y los espacios privados”, según la escritora cordobesa.
Ginzburg explora las cuestiones políticas, ideológicas e históricas a través de personajes que nunca acaban de encajar en la sociedad más conformista. Y eso ha inspirado a otras autoras a construir protagonistas que cuestionan “identidades de clase, étnicas, regionales, religiosas, familiares, sexuales y de género, entre otras”, según Saskia Elizabeth Ziolkowski, que ha editado junto con Stiliana Milkova Rousseva Natalia Ginzburg’s Global Legacies (Los legados globales de Natalia Ginzburg, sin traducción en español, Palgrave McMillan, 2024).
Fue una escritora libre, que huyó de los convencionalismos sin disfrazarse o ponerse medallas por ello. Pero para hacer algo así en aquella época había que echarle arrestos. Como dice Cenzo Rena, un personaje ligado a la resistencia en la Segunda Guerra Mundial en su novela Todos nuestros ayeres: “Nadie se encontraba con el valor como un regalo en el bolsillo, el valor había que trabajárselo poco a poco, era una historia larga y duraba casi toda la vida”.
“Su obra era subversiva. Para el fascismo, por ejemplo, la ‘santa’ familia lo era todo, y ella en cambio hablaba de relaciones familiares disfuncionales y llenas de problemas”, destacó la novelista Jhumpa Lahiri hace cuatro años en una conferencia sobre la autora italiana organizada The New York Review of Books.
También ensanchó las costuras del feminismo al escribir: “Cuando oigo las palabras ‘proletarios del mundo, uníos’ me parecen clarísimas. Las palabras ‘mujeres de todos países, uníos’ me suenan falsas”. Según Lahiri, Ginzburg tuvo una forma personal e intransferible de ser feminista. “Era una mujer fuerte que sintió el derecho de participar y trabajar en un mundo rodeado de hombres. Fue una figura pública, una especie de faro antes de que el movimiento feminista italiano despegara”. Una mujer que hace un montón de décadas, en el país más católico del mundo, se declaraba a favor de la legalización del aborto y de una ley contra la violencia sexual.
Tranquila y descreída a la vez, Ginzburg vivió la pasión de los años 60 con cierto escepticismo. Como Pier Paolo Pasolini —de quién fue gran amiga, hasta el punto de aparecer en su película El Evangelio según San Mateo caracterizada de María Magdalena— desconfió de las revueltas de mayo del 68 porque le parecía que la mayoría de manifestantes eran “hijos de ricos”. A su vez, adoraba a la juventud, y dejó escrito su asombro ante la “sabiduría” de sus hijos y los amigos de estos al moverse en el presente que les había tocado vivir. También narró su sorpresa ante la calma con la que ella misma afrontaba la tercera edad, un camino inevitable donde uno acaba siendo un puñado de “hierros viejos”, según su descripción.
En 1990, cuando ya era bisabuela, le diagnosticaron un tumor gástrico. Le quitaron dos tercios del estómago y tuvo metástasis, aunque se lo ocultaron. Pero ella, de alguna manera, lo sabía. Cuando su amigo el crítico literario Cesare Garboli fue a visitarla al hospital, Ginzburg le dijo “ya no como más, Cesare, esto es la muerte”. Tuvo razón y al poco murió. Fue el 7 de octubre de 1991.
Certera en casi todo, también supo descifrar los tiempos que vendrían. En su artículo La inteligencia (referido al periodista Ennio Flaiano), describía su melancolía al mirar cómo el mundo corría el peligro de morir “devastado y engullido por la estupidez como por las aguas de un aluvión”. El texto es de 1974, pero podría firmarlo ahora mismo, medio siglo después.